Image: La Revolución rusa

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Letras

La Revolución rusa

Richard Pipes

6 enero, 2017 01:00

El Lissitzky: Golpea a los blancos con la cuña roja, 1919

Traducción de Jaime Collyer, Raúl García Campos, Marcos Pérez Sánchez y Horacio Pons. Debate. Barcelona, 2015, 1.047 páginas, 42,90 €, ebook: 12,99 €

Cuando se acerca el centenario de la Revolución rusa de 1917, un acontecimiento crucial para la historia de todo el siglo XX, cabe esperar una avalancha de publicaciones que situarán el lector ante el dilema de qué escoger. Un adecuado punto de partida puede ser la lectura de un buen alegato fiscal y por ello cabe felicitar a Debate por haber ofrecido, por fin, al público español la traducción de esta obra clásica: La Revolución rusa, de Richard Pipes (Ciescyn, Polonia, 1923). Largos años profesor en Harvard y asesor de Reagan, Pipes es a la vez un historiador eminente, uno de los mejores especialistas internacionales en la historia contemporánea rusa, y un hábil fiscal empeñado en lograr la condena de todos los acusados, es decir las ignorantes y violentas masas rusas, los intelectuales socialistas que las condujeron hacia el desastre y por supuesto Lenin, como máximo responsable de lo ocurrido.

Pipes nació en el seno de una próspera familia judía de Polonia, una de las pocas que logró salir del país tras la ocupación alemana de 1939. Llegado a Estados Unidos cuando era un adolescente, sirvió en la Fuerza Aérea durante la guerra mundial, obtuvo la nacionalidad y durante casi cuatro décadas desarrolló una brillante carrera como historiador en Harvard. Su visión altamente crítica de la Revolución rusa, común en los medios académicos occidentales durante los años cincuenta, comenzó a parecer obsoleta con los nuevos aires de los sesenta, cuando empezaron a publicarse estudios que examinaban la revolución desde abajo, es decir a partir del análisis de los movimientos sociales y no tanto de las cúpulas dirigentes revolucionarias. Pipes se convirtió también en un crítico de la nueva tendencia a la distensión en las relaciones entre Washington y Moscú y en 1975, durante el gobierno Ford, con Donald Rumsfeld como secretario de Estado y George W. H. Bush como director de la CIA, fue llamado a presidir un "equipo B" de analistas externos, encargados de una evaluación independiente de la amenaza soviética, que comprobara si el "equipo A", es decir los expertos de la CIA, no la infravaloraba. En 1981 se incorporó al Consejo Nacional de Seguridad como responsable de los asuntos relativos al bloque soviético. Y fue como tal asesor del presidente Reagan durante dos años.

Publicado en 1990, en los momentos en que el comunismo se hundía, La Revolución rusa fue un libro que causó un gran impacto y generó una considerable polémica. Un cuarto de siglo después su lectura sigue resultando apasionante: no todos los libros tienen fecha de caducidad. Se trata de una historia narrativa, muy bien escrita, cualidad que se mantiene en la traducción española, muy documentada y con una línea argumental coherente, que cubre desde la revolución fracasada de 1905 hasta la consolidación del poder bolchevique en 1920. Es, sin embargo, un estudio sesgado, en el sentido de que la selección de las pruebas en que se basa está encaminada a reforzar su argumentación, dejando de lado los documentos y testimonios que pudieran matizarla. Generará por todo ello admiración o rechazo, pero a pocos lectores dejará indiferentes.

En opinión de Pipes, la terrible catástrofe que fue la Revolución rusa, cuyas funestas consecuencias se prolongaron durante décadas, fue el resultado de la confluencia de la tradición rusa con la ideología totalitaria de la intelectualidad socialista. La tradición rusa era la del "Estado patrimonial" de los zares, que había impedido que arraigara en la población el sentido de la ley y de la propiedad privada (que Pipes concibe como pilares de la sociedad) sin permitir el desarrollo de una sociedad civil, lo que dejó al Estado enfrentado a un campesinado ignorante e incívico y a una intelectualidad radicalizada. Esta atribución de responsabilidad a la tradición cultural rusa provocó el enfado de Aleksandr Solzhenitsyn, quien se refirió a la obra de Pipes como una versión polaca de la historia rusa, mientras que el aludido acusó al gran novelista de ser un ultranacionalista antisemita dispuesto a responsabilizar a los judíos de los horrores revolucionarios.

La responsabilidad principal la atribuye Pipes a la intelectualidad, la intelligentsia como se decía entonces en Rusia, que asumió la dirección de las protestas surgidas del descontento mayoritario de la población, agravado por el funesto impacto de la guerra mundial, y las transformó en una revolución. En esa condena de la intelectualidad engloba no sólo a los dirigentes bolcheviques, sino también a los socialistas moderados, los mencheviques, acerca de cuyas motivaciones y conducta Pipes da en mi opinión una interpretación poco convincente, y en último término a toda la tradición cultural progresista nacida de la Ilustración dieciochesca. Ello se manifiesta en el capítulo cuarto, dedicado a la intelligentsia, que la asocia a "una ideología basada en la convicción de que el hombre no es una criatura única dotada de un alma inmortal, sino un compuesto material íntegramente moldeable por el medio que le rodea", definición que me parece en extremo reductiva. No es necesario asumir una hipótesis tan improbable como la inmortalidad del alma para concluir que la naturaleza humana no es "íntegramente moldeable por el medio", ni tampoco es necesario asumir esta extrema maleabilidad para creer que el progreso social es posible.

A pesar de su extensión, La Revolución rusa no dedica mucho espacio al análisis de los cruciales acontecimientos de 1917, sino tan sólo dos capítulos con un total de 130 páginas. Su tesis es muy clara: la revolución de febrero fue una auténtica revolución, en el sentido de que surgió de protestas espontáneas y de que el gobierno provisional resultante tuvo una general aceptación, mientras que la llamada revolución de octubre no fue más que un golpe preparado por unos conspiradores que se hicieron con el poder sin el consenso general y necesitaron tres años de guerra civil para imponerse. Como alegato fiscal es elocuente y no carece de fundamento, pero infravalora el grado de apoyo social logrado por los bolcheviques durante los meses de febrero a octubre, a lo largo de los cuales fueron desplazando a los mencheviques en la dirección de los soviets, que de hecho eran representativos de un amplio sector de la sociedad. Sin ello es difícil imaginar que el golpe armado de octubre pudiera haber llevado a un control duradero del poder. Esto no implica negar los componentes conspirativos y violentos del triunfo bolchevique en octubre, pero sí supone dar a los factores que condujeron al aumento de la popularidad de los bolcheviques una relevancia mayor de la que les otorga Pipes.

El último capítulo del libro se dedica al Terror rojo y debería ser de lectura obligada para todos aquellos que parecen creer que las atrocidades son patrimonio de las derechas reaccionarias. Sin embargo, el Terror blanco merecería un tratamiento más extenso que los dos párrafos que Pipes le dedica en la página 860. En conclusión, La Revolución rusa de Pipes es una obra inteligente y brillante, pero no ofrece una interpretación ponderada de todos los factores en juego. Esperemos que en los próximos meses nuevas traducciones enriquezcan la perspectiva.