Image: Yo también soy Sherezade (3)

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Letras

Yo también soy Sherezade (3)

10 agosto, 2016 02:00

Fritz (Dwight Frye) atormenta al monstruo (Boris Karloff) en la versión cinematográfica de Frankenstein (James Whale, 1931)

Durante este mes de agosto, El Cultural adelanta por entregas, de lunes a jueves, cuatro cuentos de autores españoles que se publicarán este otoño. El 3 de octubre, Menoscuarto Ediciones lanzará la antología de microrrelatos Yo también soy Sherezade, de José de la Colina (ed. Fernando Valls).

- Primera parte
- Segunda parte

La tumba india

Había en Eschnapur un maharajá que amaba con locura a una bailarina del templo y tenía un amigo llegado de lejanas tierras pero la bailarina y el extranjero se amaban y huyeron y el corazón del maharajá albergó tanto odio como había albergado amor y entonces persiguió a los amantes por selvas y desiertos y los acosó de sed y los hizo adentrarse en el reino de las víboras venenosas y de los tigres sanguinarios y de las mortíferas arañas y en el fondo de su herido corazón el maharajá juró matarlos porque ellos lo habían traicionado dos veces: en su amor y en su amistad y por ello mandó llamar al constructor y le dijo que debía erigir en el más bello lugar de Eschnapur una tumba grande y fastuosa para la mujer que él había amado.

Y entonces el constructor dijo: Señor, siento que la mujer que amáis haya muerto, pero el maharajá preguntó: Quién dice que ha muerto y quién dice que la amo, y el constructor se turbó y dijo: Señor, creí que la tumba sería un monumento a un gran amor, y entonces le contestó el maharajá: No te equivocas, porque la construye ahora mi odio pero cuando pasen tantos años que esta historia habrá sido olvidada y nada se sabrá de mí, de esa mujer y ese hombre, la tumba quedará sólo como un monumento del que tal vez alguien recordará que fue erigido en memoria de un gran amor.


Reversión

El fantasma del caballero Ele, que por amor a la rapidez y por mantenerse en forma había estado ejercitándose con éxito en hacer sesenta apariciones por segundo, descubrió un día con horror que se había convertido en el caballero Ele otra vez vivo.


Poe final

El poeta Edgar Allan Poe vagaba borracho por Baltimore. Era día de elecciones locales y los partidarios de un candidato se apoderaban de los vagabundos, los mendigos y los borrachos y los llevaban por todas las casillas de votación para que llenaran y firmaran papeletas y las depositaran en las urnas. Así, Poe votó innumerables veces por un hombre que no conocía y que seguramente lo hubiera expulsado de aquel condado por malas costumbres.

Cinco días después, Poe moría tras una agonía delirante en el hospital público de la ciudad. Acaso el candidato por el que votó repetidamente salió electo gracias al apoyo de las muchas papeletas de Poe. Lo que no habrá llegado a saber es que esa vez, además del escritor, votaron sus fantasmas, los Poes que había en él y que siempre deseaba ahogar en el alcohol.


Fotofija

La luz mortecina del pétreo calabozo cuyas paredes forman una geometría de fugitivos ángulos deja ver en primer plano, sujeto por una cadena a una argolla empotrada en la pared, el cuerpo enorme del monstruo de Frankenstein, un gigante con algo de animal y de cosa, echado en el suelo de tosca piedra, el busto semialzado, la espalda apoyada contra la húmeda pared, una de las esposadas manos aferrándose a un tosco banquillo de madera y la otra mano (hacia la cual es llevada la mirada por la misma cadena de las esposas, cadena que cruza el pecho del monstruo) abierta patéticamente, con la palma bien visible, a la altura y un poco atrás de la cabeza, una cabeza angulosa y pétrea también: es un ser grande, pesado, cuyos enormes zapatones de suelas de plomo predominan en la parte baja de la fotografía, y está haciendo un gesto de animal rechazado que deja ver el cuello grueso atravesado de tornillos o electrodos (por medio de los cuales, sabemos, la criatura recibe la energía eléctrica, que para él es vida) y los profundos ojos miran con recelo hacia un lado, hacia lo que en lenguaje profesional llaman "el fuera de cuadro", y la boca se distorsiona en una mueca de dolor que también podría ser una atroz sonrisa, todo el gesto rechazando la luz de la antorcha que le acerca un jorobado vestido de harapos, casi un gnomo, inclinado hacia él, sonriendo salvaje y malignamente, y a pesar de la fijeza de la imagen es evidente que el pequeño y malvado contrahecho juega con el gigante, amparándose tras la antorcha como tras un escudo, y, aun si el monstruo nos da miedo, también nos mueve a la compasión, y desearíamos que la foto adquiriese movimiento y el prisionero arrancara del muro la argolla y la cadena y diera su merecido al juguetón jorobado, pero eso por ahora es imposible, el cine aún está por inventarse.


Tres camaradas

Un joven soldado, convaleciente de una herida, ha estado por horas en la taberna de Londres, digamos la taberna de Smith, sentado solo ante un intacto vaso de cerveza con la espuma intacta, y mirando la calle a través del ventanal.

El tabernero se acerca y pregunta si hay algún problema.

-No, ¿por qué? -responde el soldado.

-Es que lleva usted horas aquí, sin tomarse la cerveza.

-Ah, eso -sonríe el soldado-. Es que, mire usted, los muchachos de mi regimiento, mis amigos Tom y Harry, me decían que cuando tuvieran una licencia y vinieran a Londres nada les gustaría más que estar en la taberna de Smith, sentados, viendo pasar la tarde frente a un buen vaso de cerveza. Ellos murieron en combate. Y, ahora que tengo licencia por mi herida, estoy haciendo lo que voy a hacer durante unos días, lo que mis camaradas tanto decían desear: estar sentado en la taberna de Smith ante un buen vaso de cerveza y mirando la calle por el ventanal.

-La cerveza ya no está fría -dice el tabernero, conmovido-, déjeme traerle otra, yo se la invito.

-Por favor, no se moleste -vuelve a sonreír el soldado-. ¿Le digo una cosa? No me gusta la cerveza.

- Primera parte

- Segunda parte