Luis Mateo Díez

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Hubo un tiempo en el que Luis Mateo Díez se sentía "complacido" de vivir en España, pero ahora anda "destemplado". Al escritor y académico leonés (Villablino, 1942) le parece que "el camino hacia la luz que iniciamos con la llegada de la democracia ha empezado a temblar y a oscurecerse", lamenta. Luz y oscuridad son, de hecho, dos elementos fundamentales en su último libro, La soledad de los perdidos (Alfaguara), que acaba de presentar y cuyas primeras páginas adelantó El Cultural en agosto. Se trata de una novela extensa -casi 600 páginas- que sigue los pasos de un fugitivo en la noche de Balma, una de las "ciudades de sombra" que conforman el singular mundo imaginario que el escritor ha construido a lo largo de su carrera literaria, en obras como La fuente de la edad, Fantasmas del invierno y la trilogía El reino de Celama.



El protagonista de La soledad de los perdidos, Ambrosio Leda, abandona a su familia y se convierte en un vagabundo nocturno en una ciudad ajena, desolada y fantasmal, por culpa de un expediente de depuración impuesto por los vencedores de la guerra. El marco temporal de la novela vuelve a ser una posguerra "inmovilizada y simbólica" que tiene mucho de actual: "Para mí, es como si el ser humano viviera siempre después de una gran batalla, en un tiempo de perdidos, perdedores y perdiciones", explica el autor.



Aunque Ambrosio pasa 15 años escondido en Balma, la novela abarca una sola noche, "que bien podrían ser mil" y que no rehuye las comparaciones con Valle-Inclán y otros autores: "El camino de la noche es arquetípico. Contar una aventura en un espacio horario concreto y que esa aventura conlleve el destino de un personaje y de una realidad social está en Luces de Bohemia, en El largo viaje del día hacia la noche, de Eugene O'Neill, en las Noches lúgubres, de José Cadalso y en Viaje al fin de la noche, de Céline".



Por la noche sonámbula de La soledad de los perdidos desfilan personajes grotescos y atormentados, animales que entablan extrañas conversaciones con el protagonista, disparatadas aventuras y revelaciones llenas de culpa y remordimientos. La narración se ve interrumpida a menudo por fragmentos en los que voces espectrales mantienen conversaciones anónimas: "Estas voces son un contrapunto a la trama y cumplen la función de un coro de confesiones muy variadas que parecen proceder de muertos, fusilados, personas delatadas y suicidas", explica el autor de La cabeza en llamas.



Testamento literario

"La novela tiene una llave de entrada que tiene un coste". Para franquear la puerta, el lector ha de hacer frente a una prosa compleja, abstracta, poética y extremadamente simbólica: "Me gusta ser considerado con los lectores, pero soy dueño de un estilo y de una manera de escribir que presupone un reto poderoso. Un amigo me dijo el otro día: 'Hay un momento de la novela en que no sé dónde estoy y eso es lo que más me gusta de todo'".



Dice Díez que esta es su obra más ambiciosa: "He extremado mucho las metáforas, no hay nada en esta novela que no tenga un rastro simbólico y, en ese aspecto, es tal vez mi novela más sonámbula, más onírica, más delirante y con un reto estético mayor. A mis amigos les digo irónicamente que es una novela testamentaria porque supone para mí un punto de llegada". Y, bromeando, añade: "Aunque los editores le han puesto a la novela una faja muy exagerada, pero en estos tiempos de precariedad es necesario para vender algo".



Como decíamos arriba, las constantes referencias a la oscuridad presentes en La soledad de los perdidos son reflejo de la visión del autor sobre la realidad histórica y actual de nuestro país: "Yo viví una posguerra oscura llena de amenazas, la miseria moral de una dictadura férrea que se ocupaba de todo, hasta de las cosas más nimias, para hacértelas ingratas o controlarte. Luego vivimos un tiempo de esperanza, con un maravilloso entendimiento de convivencia en un país tan tribal como éste, que ha sufrido infinitas guerras civiles, pero conforme me he ido haciendo mayor, he caminado de nuevo de la confianza a la desconfianza. Vivimos un tiempo de inseguridad, perdición y soledad. Nunca hemos estado más comunicados ni más solos. Hoy la realidad está resquebrajada y llena de fugitivos. Tenemos unos genes raros que nos están volviendo ciegos y esto me crea una gran desazón, pero no derrota mi esperanza en el género humano".



Díez vuelca estas percepciones en el personaje de Ambrosio Leda. Todo en él es simbólico, "desde el saco que acarrea, en el que casi nunca hay nada, hasta sus pulmones machacados, sus piernas enclenques, la piel irritada y las cataratas que padece". A pesar de todo, conserva la entereza: tras un desolador encuentro final con la hija que abandonó, hay una luz que le trae un aliento, la vislumbre de un amanecer morado.