Image: La fuga del maestro Tartini

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La fuga del maestro Tartini

Ernesto Pérez Zuñiga novela la vida del músico Giuseppe Tartini, uno de los más importantes y desconocidos del siglo XVIII, autor de la Sonata del Diablo.

23 agosto, 2013 02:00

Ernesto Pérez Zúñiga publica La fuga del maestro Tartini el 10 de septiembre.

En 'La fuga del maestro Tartini' (Alianza Editorial) el músico Giuseppe Tartini rememora su vida cuando presume que el tiempo se le agota. Recuerda su infancia en la que se forma tanto su sensibilidad musical como la rebeldía que le acompañará durante toda su vida. Tras múltiples aventuras con la espada, Tartini encuentra cierto sosiego en el arco del violín, el instrumento del diablo del que se convertirá en un virtuoso, y en Elisabetta Premazore, una mujer de clase humilde con la que mantuvo un amor prohibido. Comienza entonces un viaje a través de los secretos de la naturaleza humana que le llevarán a enfrentarse con su lado más oscuro. Ernesto Pérez Zúñiga nos traslada a los lugares sagrados de la memoria y su incisiva nostalgia a través de la vida del autor de la 'Sonata del Diablo', uno de los más importantes y más desconocidos musicos del siglo XVIII.

Aquí puede leer las primeras páginas de 'La fuga del maestro Tartini' de Ernesto Pérez Zúñiga, que se publicará el 10 de septiembre.


Será porque he soñado que alguien grababa mi nombre en una lápida, como hacía aquel niño sobre la playa de Strugnano. Será porque esta mañana, mientras no conseguía levantar mis huesos del lecho, he cumplido tantos años que me avergüenza apuntarlos con esta tinta oscura como la puerta de Santa Caterina. Será porque después de varias décadas suena nítida la sonata que compuse en Ancona, también después de un sueño. Serán estas causas las que me determinan a dejar por escrito los hechos de mi vida antes de que se nublen definitivamente y los arrastre una última tormenta.

El brazo que tan necesario me fue para la música como antes para la espada, el brazo herido hace medio siglo continúa envenenándome. He tenido que volver a practicar con la mano izquierda antes de lograr cierta claridad. Aunque ya escribí de esta manera cientos de páginas de la Ciencia platónica, no sé cuántas cuartillas alcanzarán mis fuerzas esta vez. Todo día es precioso, cada nube que se esfuma frente a mi ventana.

Muchas veces me encuentro asomado a esta ventana vigilando la iglesia de Santa Caterina, donde hace unas semanas enterraron a Elisabetta. Absorto, me veo a mí mismo bajo la lápida, escuchando de lejos la música que compuse. Me veo incorporarme, caminar por la iglesia, cruzar la calle, subir hasta esta casa, asomarme de nuevo al mausoleo que contiene mi tumba.

Todo cuanto agrada al mundo es breve sueño, dejó escrito Petrarca antes de dormir para siempre en las Colinas Eugáneas. Ojalá breve sueño fuera también todo cuanto desagrada al mundo, lo daña, lo vence, lo muerde secreta e implacablemente como el mal mi brazo. Pido con humildad lo mismo que el poeta, ciego y eterno en su sepultura de Arqua: encontrar piedad y no perdón.

8 de abril de 1769, en Padua, calle de Cesare Battisti. Aquí comienzan las memorias de este hombre viejo, Giuseppe Tartini.


En sueños he visto las minúsculas galerías donde se refugia el topo, y también grandes cataclismos que se mantienen secretos. Mi primer violín lo tuve en un sueño. Los sueños me han hablado demasiado. De ellos he aprendido más de lo que quisiera.

Y me parece que sigo soñando cuando no duermo. Oigo, sin aviso, sonidos raros y bruscos en muchas ocasiones, como de fieras; otros sutiles, lejanos, que cruzan el firmamento. Esto me ha ocurrido desde joven, y de ello me he aprovechado tratando de imitarlos en las cuerdas de mi violín. En esos tratados que los doctos desprecian lo he dicho: mi música nace de la Naturaleza. Pero la Naturaleza contiene ondas y movimientos que no entienden ni los oídos ni los ojos.

A veces sucede que en esta estancia los objetos se desplazan cuando estoy distraído. Abro los ojos y las pinzas de la chimenea están al pie de la ventana. Como si me estuvieran diciendo úsame para abrir las puertas de Santa Caterina, úsame para tirar de la argolla de la tumba de Elisabetta. Después de su muerte, muchas veces mi amigo Antonio Vandini se ha ofrecido a vivir conmigo. Debería aceptar. Él me calma, me da conversación, me llama despistado y bendice con buen humor mis imaginaciones.

Él, que ha cumplido tantos años como yo y alguno más, continúa tocando el violonchelo. En cambio, mi violín, aquí lo tengo, muerto sobre la mesa. Toco la madera recortada en el taller de Nicolò Amati, equilibrada más tarde por las manos de Pietro Rhee en Cremona. Mi violín, varado sobre mi mesa desde la última vez que las cuerdas se rompieron. Vandini ha sido mucho más puro que yo, por eso sigue tocando.

Me pregunto si tuve la oportunidad de decidir, si soy responsable de aquel sueño de los veinte años. Y todavía no sé si habré de pagarlo con esa pieza de cuero que llaman alma, o habrá bastado el desasosiego que me ha acompañado durante cinco décadas. Creo en ocasiones que se trata de un problema matemático tramado por los astros y que aún no he logrado resolver a pesar de tantas noches dedicadas al estudio y al cálculo.

Ruego a las estrellas que escriban a través de mis dedos cuanto yo olvide. Nada dependía solo de mí, al contrario de lo que pensaba. Y a la vez mi responsabilidad era muchísimo mayor de lo que siempre he creído.

Debo ceñirme a lo que recuerdo.

Seguro que me ayudará esta onza de chocolate que Giulio Meneghini me ha traído de Venecia. Un vaso de vino dará fluidez a la tinta.


(Le había dado el material a Berloc, o lo que viene a ser lo mismo, me convierto en Berloc, lutier de la ciudad de Padua, y me permito hablar de mí en tercera persona. Ese tal Berloc. Sigo al viejo Tartini desde hace muchos años, es mi trabajo, es mi obligación. Le he fabricado cuerdas para su violín en Ancona, en Padua, en Venecia, he viajado a donde ha sido preciso, a Mantua, a Ferrara, a Cremona. Nadie hace estas cuerdas mejor que Berloc. Este material nuevo, traído de muy lejos, es brillante como los pescados del mercado de Venecia, como las verduras que venden en la Piazza delle Erbe. Lo trato con delicadeza, lo bruño, lo estiro, lo seco pero cuidándome de no perder el amor que hay en él. Lo elaboro meticulosamente, tendrá que permanecer fuerte pero también sensible, debe propiciar las notas sutiles y las desgarradas. Es una labor muy distraída, hasta se me olvida que iba a hablar de mí en tercera persona.

Berloc hizo un paquete con papel de estraza y se dirigió hacia la casa del Maestro de las Naciones. Mi pequeño Berloc, vestido con esa túnica de color esmeralda con la que se cree tan elegante. Encontró el portal abierto, subió los escalones hasta el primero y llamó a la puerta disimulando su forma de golpear para que Tartini no le reconociera.

-No las necesitaré nunca más -murmuró el músico al abrir la puerta, y, aunque la cerró enseguida, mi buen Berloc tuvo la habilidad de lanzar el paquete por el último hueco.

-En homenaje a su arte -empezó a decir.

Tartini permaneció un minuto paralizado en medio de la habitación, contemplando aquel paquete arrojado a sus pies. Se agachó como pudo y corrió hacia la mesa. Deshizo el paquete. Tomó el violín sin cuerdas con el brazo enfermo. Tomó la primera, perfecta como una fina serpiente. Percibió su tersura entre los dedos. Hizo el gesto de ir a colocarla en el mástil, pero retrocedió y la dejó sobre el paquete abierto. Después lo agarró con rapidez y, cruzando la estancia, lo arrojó al fuego. Se consumió el papel y las cuerdas comenzaron a quemarse y a expulsar, burbujeante, el agua exigua de la vida. Los ojos de Giuseppe Tartini reflejaban el proceso. Se iban carbonizando. Y él no podría repetirlo, no podría jurarlo: en aquellas cuerdas que se retorcían en el fuego parecía gemir de nuevo la voz más hermosa y amable del mundo. Desapareciendo se quejaba de que, a punto de ser música, ya nunca lo había sido)


Padua, 22 de abril de 1769

Ni siquiera he querido mantener las cenizas. Esperé a que se consumiera todo el carbón, sin añadir leña a pesar del frío que está haciendo en esta extraña primavera, en la que más de un día ha amanecido con nieve en el Prato della Valle. Salí a buscar consuelo en la Basílica, sentado medio oculto por una columna. La melancolía se había apoderado de mi voluntad.

Pero aquel consuelo lo hallé finalmente en Antonio Vandini. Me acerqué a su casa, donde me invitó a un chocolate caliente, que me reconfortó. He aceptado que venga a vivir a la mía. Necesito que alguien responda a las llamadas en mi puerta. No puedo volver a pasar por una situación como ésta, si no quiero quebrarme del todo. Esta noche ya la pasará conmigo. He renovado la leña. Incluso una ceniza puede guardar mayor bien que otra.


Nací el 8 de abril de 1692 en Pirano. Me contó mi padre que fue al amanecer, sin recuerdo de hora. Justo antes del parto vio por la ventana la raya nítida de un rescoldo de luna, y el resto de la esfera en sombra. Ésa fue la aguja que comenzó a contar mi tiempo.

Según los cálculos que aprendí en Praga, nací bajo el signo de Marte, iluminado por el Sol que estaba tramontando el horizonte, señalado por la inquietud de Mercurio, que inventó la lira. Mercurio se la entregó a Apolo y Apolo me entregó a mí el arco de un violín, que en un primer momento confundí con una espada. De cerca me acompañaban los planetas que tan útiles me han sido: Júpiter, rey del firmamento, y Venus, que, al descifrar para mí la belleza de la música, retuvo consigo el cofre del amor, que nunca he destapado del todo. De lejos, pero fieramente grave, me observaba Saturno dispuesto a darme larga vida para hacérmela pagar, como si me hubiera llenado de piedras los bolsillos del alma. Por fin, dos arriba y otro abajo, rodeando mi destino, los tres planetas secretos que vinieron a mí un día como la ballena a Jonás, llevándome al estómago del Dragón, del que tan difícil me está resultando escapar.

Me entristece acordarme de Praga, donde contemplé por primera vez el Círculo de la Carta, porque poco antes murió mi madre, Caterina.

Mírala todavía en Strugnano. Es 1692 bajo los astros. Veo la cúpula del campanario de San Giorgio, presunto vencedor de los dragones, la ciudad rodeada de mar, casi una isla, el puerto, la plaza de la ciudad y, en ella, la gran casa donde mi padre sigue asomado a la ventana. A su espalda, sobre el lecho mi madre respira pesadamente.

Vine a ser el segundo de cuatro hermanos y una gran preocupación para mi padre, añadida a su trabajo en el comercio de la sal con Venecia y como administrador de tierras en la costa de Istria.

Desgraciadamente guardo pocos buenos recuerdos de él; el mejor, la tarde en la que me enseñó a montar a caballo por la orilla de la laguna de Strugnano, adonde íbamos cuando hacía buen tiempo. Salimos de casa cabalgando, él sentado en la silla y yo, apoyando mi espalda en su estómago, protegido por su fuerza. Lejos veía la silueta recortada de Pirano. Me parecía que con aquel caballo un salto sería suficiente para salvar la distancia pero no, galopaba por la orilla del lago, el agua nos salpicaba. Luego acabamos acercándonos al mar y el caballo se detuvo a mirar el agua. Ésa fue mi sensación. Él eligió el momento.Hacía rato que yo permanecía callado, recostado feliz en el seno de mi padre. Allí, quietos ante el mar, su brazo me rodeaba aunque había algo en la mirada del animal que me turbaba, un movimiento demasiado rápido de sus pupilas, un ansia de algo desconocido. Cerré los ojos. Es el primer recuerdo que tengo de concentrarme para escuchar. Oí cantar los pájaros del final de la tarde. Oí el ir y venir de las olas. Oí mi propia respiración y encontré el corazón de mi padre. Oí el silencio tenso del caballo. Aquel animal sabía más que yo. Dentro de él había alguien que me detectaba. Despacio, reanudamos el camino.


Veo la villa de Strugnano sobre una pequeña colina frente al Adriático. Los ojos abren camino al corazón, dice Petrarca. De igual modo obra la memoria. Cuántas veces jugué con mis hermanos entre los árboles a cazarnos los unos a los otros, ya fuera corriendo o con lanzamientos de piñas o con palos con los que simulábamos nuestra primera espada. Vuelve la risa de Doménico, cuando me vencía; la expresión traviesa de Antonio, asomando la nariz detrás de un tronco; y Pietro, huyendo como un rayo y lanzándose al mar. Mientras nos bañábamos al pie de las escalinatas que bajaban de la villa, contemplaba a lo lejos la torre de San Giorgio donde fui bautizado y advertido: non est aliud hic nisi domus dei et porta coeli. Qué lejos quedaba todavía esta amenaza. ¿No hay nada aquí salvo la casa de Dios y las puertas del cielo? Las cosas minúsculas eran juego y aventura. Eran la vida a salvo de Dios, aunque su Doble me espiara en el jardín. Es el peligro de los que hemos nacido en Pirano. Ya desde el bautismo, alguien extraño nos observa. En la iglesia de San Giorgio existe una gran escultura del Santo, que atraviesa con su espada al Dragón, pisando su cuerpo, como hace san Miguel con el Ángel Caído. Recuerdo a mi madre, en la iglesia, narrándome la historia antes de señalarme la pila bautismal donde recibí el agua consagrada, mientras yo sentía, nunca he dejado de sentirlo, que en la cabeza del monstruo derrotado había un ojo que se estaba fijando en mí, igual que aquel caballo con el que cabalgué con mi padre.

A la caída de la tarde, mi madre paseaba entre los rosales. Mi madre, Caterina. Podía oír el perfume de su ropa, la espantada de una lagartija entre la hojarasca; el sonido ínfimo de las abejas sobre la flor de los ciruelos. El mar sonaba detrás y la noche se acercaba, y alguien dentro de ella.

En la casa trabajaba una sirvienta que, aunque la recuerdo adulta, debía de ser muy joven: Silvia, a quien mi madre se había traído de Pirano. Siempre atento a los sonidos que amanecían en la casa, sabía que ella se iba a levantar para, a escondidas de todos, refrescarse en el mar antes de que comenzara la jornada. Me sentía el corazón ocultándome entre los pinos. Al llegar cerca de las escalinatas, me apostaba detrás de un arbusto que me permitía la visión del agua por encima del muro. Allí la oía desnudarse y lanzar pequeños gritos al sumergirse en el mar. Las ondas se abrían en el agua cuando sus cabellos quedaban atrás, en una estela. Cuando emergían, chorreaba su nuca, la nuca de la mujer que muchos años después suplantaría a mi madre.

Los días de Strugnano fluían con la magia con que iban apareciendo los insectos del verano, monstruos en miniatura que entre mis dedos movían rostros de autómata.

A mi felicidad de aquella época solo encuentro una excepción: las noches de tormenta, cuando el viento doblaba los dos grandes cipreses y parecía que aquel pórtico natural de las escalinatas mostraba su sumisión al espíritu de Neptuno, cuya aparición era inminente en el jardín. Las olas golpeaban contra los muros de la villa; las olas querían subir por la escalinata para llegar hasta donde estábamos refugiados y robarme a mí, que las había invitado tantas veces. Ven, mar, condúceme a la gruta donde surge el primer sonido. Lo deseaba y, enseguida, rechazaba mi pensamiento con temor.


El regreso a la ciudad, Pirano, cada otoño, era para mí una celebración de campanas. Doblan las pequeñas y las grandes, las de los conventos, las de las ermitas, las de las iglesias, fundiéndose en el aire. Yo jugaba a comparar dos sonidos poderosos: el de la campana, hueco, profundo; el de las olas, un remolino que estalla y derrama su interior contra las rocas. Los imaginaba como esferas en mis manos abiertas, como uno de aquellos malabaristas que llegaban desde el este.

Pero mi infancia acabó el día en que mi padre trató de abandonarme bajo la tutela de uno de nuestros parientes, Giovanni Torre, fraile del convento de los franciscanos que domina la ciudad, y cuyo campanario odié sobre el resto. De lejos, lo oía por encima de los demás, amenazante. La infancia empieza a desaparecer en el primer sentimiento de odio.

Cuando recibíamos la visita del padre Giovanni Torre en nuestra casa, intentaba evitar a aquel hombre demasiado alto, de mirada penetrante y maneras suaves, al que mi madre colmaba de atenciones. Detestaba ver a mi padre besarle la mano, arrodillarse a la hora del ángelus, mientras el fraile permanecía de pie con un rosario en la mano e inclinando la cabeza tonsurada donde resaltaba un cabello escaso pero muy rubio.

Una mañana mi padre me llamó a su despacho: «Dile a tu madre que te vista, el padre Giovanni nos espera». En mi habitación, un caballo de juguete me recordó el de Strugnano. Acaricié su cabeza pensando que algún día volvería a cabalgar en compañía de mi padre. Hoy sé que al cerrar mi habitación se quedó solo, un objeto de madera en medio de un aire inhabitado y, por un raro sortilegio, ya siempre inalcanzable también aquel caballo real que, en ese momento, dejó de aguardar mi regreso en nuestra villa.

Recuerdo bien aquella mañana. Caminaba por delante de mi padre. Cada vez que él apoyaba la mano en mi hombro, yo volvía a adelantarme. Aguardamos largo rato en la iglesia del convento. Mi padre, arrodillado, rezaba por mí. Cuando al fin se presentó el padre Giovanni, me regaló una sonrisa tan complacida que tuve la seguridad de que iba a caer en una tela de araña. Apresó mi hombro, también él. Avanzábamos hacia la puerta que daba paso al interior del convento, PORTA COELI: era ésa la que no debía rebasar. Había otra puerta en mí por la que se asomaba algo, una forma. Entonces me liberé de la mano que me sujetaba y corrí calle abajo hasta mi casa. Lloré en las faldas de mi madre. Mi padre, furioso, llegó poco después y me azotó con una fusta, que sentí fabricada para herir caballitos de madera.


Si la luz del recuerdo es benigna conmigo, fue 1704 el año en que ingresé en el Colegio de los Padres de las Escuelas Pías de Capodistria. Koper, como la llaman las gentes del norte, deseaba ser Venecia, pero, todo lo contrario, había sido Venecia la que había desplazado la parte más sencilla de sí misma hacia aquella costa, en representación del poder del Doge y del poder del comercio.

Según el carruaje avanzaba por la ciudad, mi padre me miraba con mayor determinación, y, por mucho que yo evitara su mirada, ésta se recrudecía ante mi indiferencia. Me proporcionaba una primera inquietud de prisionero.

Cuando entrábamos en el despacho del superior, un fraile me detuvo con la mano y señaló el banco donde debía aguardar. A pesar de la puerta cerrada, oí el enfado de mi padre. Luego un murmullo, y la inequívoca modulación de la voz que ruega humillada. Sentí cómo brotaba la fuente de una ira que me continúa habitando. Hoy quiero creer que fue un principio de arrepentimiento lo que hizo que mi padre saliera de aquella habitación sin dirigirse a mí pero con un pequeño temblor. Me levanté para despedirme mientras él continuó caminando sin girarse, fingiendo mi invisibilidad para propinar una lección a mi carácter. Había decidido dejarme allí, mirándole marchar. La mano del fraile me agarró por el brazo y me señaló mi turno en el despacho.


Fue el día más triste de mis doce años.

«Ahora nosotros cuidaremos de ti», ésa fue la única frase del superior. Y el fraile me arrastró por un pasillo hasta la puerta de la celda donde fui encerrado.

No había luz. No encontré ventana. Mis manos no palparon otra cosa que suelo y paredes. Pasaron los primeros minutos de oscuridad intensamente, goteando hasta convertirse en lágrimas. Transcurrieron horas de un ir y venir de duda y de rencor. Después, la resignación me llevó al sueño. Desperté de día o de noche y, otra vez poseído por la ira, me acerqué a la puerta, la golpeé, la pateé, maldije el nombre de mi padre, Giovanni Antonio. Oí mi soledad, oí mi corazón y allí dentro pedí ayuda, pero no al Dios cuyos delegados en la tierra me habían secuestrado. Me tumbé en el suelo vencido por la desdicha y el cansancio.

La luz del umbral me quemó los ojos.

-Puedes confiar en nosotros, siempre que guardes obediencia.

Me llevaron hacia el ala del edificio donde vivían los internos. Cuando abrieron la puerta del que iba a ser mi cuarto, se interrumpió la música y volvió hacia mí su rostro sorprendido Antonio Vandini, sus ojos redondos y muy negros de muchacho, la nariz suave, la boca de niña, dejando el violín sobre la mesa, sonriéndome de inmediato, como si me lo hubiera enviado justo aquel ángel a quien no le había rezado.

«Feliz edad de oro,
bella inocencia antigua».

Canta el Metastasio para aquel Antonio que tardaría mucho en tomar su primer violonchelo y que fue la primera figura de mi fortuna, cuando ésta fue buena. El mismo que ha venido a ser el compañero de mi casa, ahora que la muerte nos cerca, fue mi lazarillo en aquellas aulas heladas donde los frailes nos enseñaban gramática, retórica, aritmética, el saber de los antiguos. Él quiso ser mi freno ante mis frecuentes disputas con el resto de los alumnos.

Cuántas veces Antonio me tiró del brazo. Él deseaba iniciarme en el violín. Insistía en que la música me sosegaría. Yo no estaba dispuesto. Qué lejos está de nosotros nuestro futuro. Por entonces, las cuerdas de un violín, la obligación de un instrumento, me parecían barrotes de una cárcel. Amaba los sonidos de las hojas de los árboles, el del agua al derramarse por las manos en el aseo de las mañanas, pero recuerdo cómo me tapaba los oídos cuando Vandini, con la mejor voluntad, se sentaba en su cama para que escuchara las melodías que había aprendido. En cierta ocasión, todavía me arrepiento, con furia adolescente le arrebaté el violín de las manos y lo rompí contra la mesa. Esa noche también me escapé.

Utilicé el agujero que un extraño guía me había descubierto. Yo andaba golpeando con el pie las ramas secas del jardín, lo más cerca posible de los muros de la escuela y lo más lejos de todos. Levanté la cabeza y vi a pocos pasos un dogo enorme de color plateado que me observaba. Me quedé paralizado. Él se dio la vuelta y avanzó paralelo a la tapia, husmeando, y yo, que pensé que un perro así no me había podido pasar inadvertido si pertenecía a los frailes, intuyendo su naturaleza libre, lo seguí.

Lo veo a la luz de esta vela, porque venía la noche, sus altos cuartos traseros marcan el paso hasta un hueco enrejado al pie del muro, donde escapaba una acequia de aguas residuales. El dogo deslizó su cuerpo entre las rejas, que parecían demasiado estrechas a simple vista, pero que tenían holgura para que el mío pasara raspando. Me mostró el camino, que trepaba alrededor de los cimientos de un puente hacia las afueras de Capodistria. Allí lo perdí, un dogo plateado, un fulgor al fondo de la calle que a veces se vuelve a aparecer dentro de mis sueños.


Furtivo tantas noches de los Padres Píos, las calles de Capodistria fueron páginas sueltas del libro donde aprendí. Cambió mi comportamiento en el aula. Me esforzaba en la sumisión. No me concentraba en el estudio, mucho menos en las oraciones. Era llamado, interrogado, y yo siempre respondía: «En el jardín». Si me reprochaban mi falta de fe, en los maitines me entrenaba en el fervor más que ninguno. Imaginaba más de lo que vendría en la noche y me divertía sabiendo que sería encerrado otra vez por haber desaparecido. No me descubrieron tantas veces. Antonio me cubría las espaldas. Yo compartía mis secretos con él, pero su prudencia le impedía acompañarme.

Fue la noche del dogo cuando conocí a Juan Mendoza. Tendría ya trece años. En aquellas mocedades bastan pocos para desequilibrar los poderes de la edad, y él me llevaba diez. Nada podía interferir en la risa de aquel español que presumía de haber sido alumno de Francesco Alfieri y guardián de sus secretos. Lo sería, desde luego, si no fuera porque Alfieri los había puesto por escrito en su Arte de bien manejar la espada. No los guardaba él solo, Juan Mendoza, pero los ponía en práctica mejor que nadie. Si no me lo hubiera encontrado aquella noche, ahora estaría escribiendo otra suerte.

Cuando me vi en la calle, decidí tomar el camino que me alejara de la ciudad. Anduve unas millas guiado por la luna -un dogo en el cielo- hasta que llegué a un mesón, donde entré más por hambre que por curiosidad. Me senté en una mesa donde unos pocos hombres bebían silenciosos, actitud extraña en los viajeros, que suelen conversar entre ellos.

-Mejor será que te vayas -me advirtió el mesonero señalando hacia el fondo. Entonces lo vi, borracho, con la espada en la mano mientras otro soldado estaba arrodillado ante él, lamiéndole las botas. El padre superior pasó por mi cabeza, y me dio por sonreír.

-Mira lo que le ha pasado a éste por tener la lengua tan suelta -dijo Mendoza en su italiano de extranjero-. Los españoles manejamos la espada tan bien como cualquiera en esta tierra, y mucho mejor, que para eso recibimos las enseñanzas de Jerónimo de Carranza, sevillano como yo, al que este imbécil no conoce. ¿Lo conoces tú, muchacho?

Mudo, vi que me señalaba.

-Ven aquí -me ordenó, propinándole en la boca un puntapié al soldado arrodillado, quien salió corriendo del mesón.

Me senté junto al español y me invitó a las primeras cervezas de mi vida. Pasaron horas de un sabroso mareo antes de que tuviera oportunidad de contarle quién era y él de convencerme de que debía regresar al colegio. Juan Mendoza vio en mí el golfo que él mismo había sido a mi edad, y me adoptó. Prometió enseñarme el arte de manejar la espada a cambio de que continuara mis estudios, para que no acabara como él, convertido en un soldado errante. Con su dedo mojado en espuma trazaba y trazaba sobre la mesa los círculos que Jerónimo de Carranza dibujara en su Tratado sobre la destreza. Nunca he podido olvidarlos durante la escritura y los cálculos de mi Ciencia platónica.

Servía en la guarnición de Istria, en donde se había empleado después de haber viajado a Nápoles con las tropas españolas y haber retado y vencido a quien no debía. En aquellos años ejercía de mercenario y, si bien los hados podían haberle empujado a cualquier ejército de Europa, sufrió el embrujo de Venecia, donde volvió a pelearse. Juan Mendoza era demasiado franco para la ciudad enmascarada. Cuando arrebataba los favores de alguna «dama que pertenecía a otro caballero» (Mendoza hablaba así), en lugar de hacer como en Venecia se usa, esto es, jugar con el deleite, escondiéndolo, él se pavoneaba sin otra estrategia que la de los gallos en el corral. Jamás se enmascaraba con la bauta que en Venecia usa todo el mundo para obrar sin ser reconocido. Él prefería presumir de su porte y de su rostro de hombre del sur, con unas maneras decididas y amables con las que sabía enamorar. Por otra parte, conocía de memoria unos pocos versos de poetas españoles con los que engatusaba los oídos atentos. Pronto se había ganado tantos enemigos que tuvo que huir de la ciudad antes de retarse con todos. Ahora me pregunto cuántas de aquellas historias serían invenciones.

Cuando no me sentía vigilado, cada vez en horas más cerradas, intentaba pasar tres o cuatro con mi padrino. Quedábamos en las tabernas. En patios pequeños, bajo la luz de las antorchas, aprendí todas las posturas y lances que Juan Mendoza quiso enseñarme con una pequeña espada que me regaló. Lo mismo hizo respecto al amor, en los lechos no del todo limpios de las posadas y aún menos de los pajares. Le gustaba citar esta frase de Jerónimo de Carranza, escrita para la espada, pero que Juan Mendoza aplicaba a todo: «El miedo es maestro infiel en todas las cosas».

Aquello casaba con mi rebeldía y me iba forjando.

Me vi en un laberinto de riñas que la destreza de Juan zanjaba con la rendición del contrario. Eran bravatas de soldados, sornas de comerciantes, tretas de bandidos. A todos desarmaba Mendoza o, como se dice, entre la espada y la pared les imponía la huida o la muerte. No quiso matar a nadie en mi presencia. Él era «un caballero», me decía envainando su espada, y mis ojos, «demasiado jóvenes para ver la sangre».

Pero no para ver bajo mis manos los enormes pechos de Casilda, la panadera del mesón del Príncipe, o las nalgas blanquísimas de Teresa, la risueña puta del burdel que me enseñó a templar el ímpetu y a explorar el placer en el tiempo.

Yo, que no sé si he disfrutado de un amor verdadero, entonces me enamoré muchas veces, siempre de mujeres mayores -lo eran por fuerza- que me entregaban sus favores por hacérselos a Juan, quien les pagaba con su sueldo cuando no bastaban mañas o halagos. Cuántas prostitutas, acostumbradas a otro trato, escucharon mis ingenuas palabras de amor en un establo, de los mismos labios que rezaban los maitines en la escuela, con cara de sueño y de pocos amigos, con fama de huraño y de pésimo estudiante, protegido siempre por la complicidad de Antonio Vandini.

El superior me observaba acariciando sus lentes de cobre, como si ese acariciar suyo accionara un secreto mecanismo de información. Para calmar sus sospechas, de cuando en cuando me encerraba en la famosa celda que, para mí, con la experiencia, fue transformándose en jaula de deleites. Solo tenía que recordar. Solo tenía que imaginar, anticipando lo que vendría en lechos de antorcha y madrugada. Cómo olería y sabría la próxima piel, de qué manera la carne trazaría sus curvas, cómo las nalgas y los pechos festejarían mis manos. De esta manera, la celda de castigo se fue convirtiendo en una oportunidad para estar solo.