Image: Kerouac y la generación beat

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Letras

Kerouac y la generación beat

Jean-François Duval (Ginebra, 1947), periodista y escritor especializado en la generación beat, lleva veinte años recorriendo los Estados Unidos tras la pista de Jack Kerouac y los beatniks

15 agosto, 2013 02:00

El escritor suizo Jean-François Duval, autor de Kerouac y la generación beat. Foto: Yvonne Bohler

'Kerouac y la generación beat' (Anagrama) es una indagación sobre Jack Kerouac, el rey de los beatniks. El libro va en busca de los protagonistas de la leyenda beat para plasmar su testimonio en forma de entrevistas: el poeta Allen Ginsberg; Carolyn Cassady, mujer de Neal Cassady (el mítico Dean Moriarty de 'En la carretera') y amante de Kerouac; Joyce Johnson, que mantenía una relación sentimental con el escritor cuando le llegó la fama; Timothy Leary, gurú de la psicodelia en los sesenta; Anne Waldman, poeta beat; y Ken Kesey, autor de Alguien voló sobre el nido del cuco y personaje central de la contracultura norteamericana. A través de ellos el autor indaga, en primer lugar, en el misterio de Jack Kerouac, ese tipo que escribió la novela más emblemática de su generación para luego caer en el alcoholismo y la desolación hasta su muerte prematura. Y en segundo lugar el misterio de la propia generación beat, que se debate entre su propia leyenda y su inexistencia como movimiento literario. Aquí puede leer las primeras páginas de 'Kerouac y la generación beat' de Jean-François Duval, que se publicará el 4 de septiembre.
A la memoria de Jules Huret (1863-1915) por sus Interviews de Littérature et d'art (admirable por su entrevista cruzada entre Alphonse Daudet y el explorador-periodista Stanley en Londres, el 19 de mayo de 1895).
Y a la de Hunter S. Thompson (1937-2005), periodista gonzo


Introducción: Kerouac, el "running Proust"

Verano de 1956, estado de Washington, extremo noroeste de los Estados Unidos. Al descender de Desolation Peak, donde ha vivido durante dos meses en una cabaña de rangers como bombero forestal - una experiencia aceptablemente depresiva, solo ante el Vacío-, Kerouac, todavía un desconocido a pesar de tener diez manuscritos en espera desde hace seis años en diversas editoriales, encuentra el éxito.

Dejando tras de sí la hoguera nocturna y los viejos zapatos agrietados, abandona la cima con las tablas de la ley beat en la cabeza, igual que Buda, con quien se divierte comparándose con ironía entre ensoñaciones: «"Nos han dicho que encontraríamos a Buda en la cumbre de este monte; llevamos recorridos muchos países, durante muchos años, para llegar hasta aquí, ¿estás solo aquí?" "Sí." "Entonces tú eres Buda."» En su obra, Buda no está nunca muy lejos de Dios. Sobre esta misma experiencia, Kerouac escribe en el mismo tono:

Se me había ocurrido [...]: «Cuando llegue a la cumbre del Pico de la Desolación y todos se vayan en mulas y me quede solo, me encontraré frente a frente ante Dios o Tathagata y descubriré de una vez para siempre cuál es el sentido de toda esta existencia y sufrimiento, y de ir de acá para allá en vano.»



En ese momento, al volver a un mundo en que, según sus propias palabras, «todos holgazanean» e «incluso los ángeles se pelean», constata con sorpresa que San Francisco se encuentra en plena efervescencia literaria. Emprende inmediatamente la redacción de Ángeles de desolación, que no se publicará hasta ocho años más tarde, pero que ofrece el mejor retablo de lo que era la generación beat en esa época, en 1956, con sus lecturas en los cafés de North Beach, sus parties y sus protagonistas míticos: Neal Cassady, Allen Ginsberg, Gregory Corso, Gary Snyder, Philip Whalen, Michael McClure, Lawrence Ferlinghetti, Lew Welch, Philip Lamantia...

Y, sobre todo, está a punto de salir publicado en City Lights Aullido (Howl), poema del que todo el mundo ha oído hablar por la lectura explosiva ofrecida por Allen Ginsberg en la Six Gallery de San Francisco y del que en octubre de 1956 se ha hecho una primera edición relativamente confidencial (el 25 de marzo de 1957, la segunda edición, impresa en Gran Bretaña, es secuestrada por las autoridades aduaneras norteamericanas, tras lo cual se celebrará un juicio por obscenidad contra su editor, Lawrence Ferlinghetti, y, de rebote, el poema ganará notoriedad).

Se presiente: los «beats», que han aparecido muy ocasionalmente en los medios desde 1952, van a irrumpir en la escena pública. La revista Mademoiselle se apresura a dedicarles un importante reportaje. En una memorable sesión fotográfica organizada para la ocasión, el joven poeta Gregory Corso despeina a su camarada Jack (deliberadamente mal afeitado por consejo de sus amigos) y le saca por encima de la camisa una cruz plateada que le acaba de colgar al cuello. Esta fotografía del autor de On the Road causará una profunda impresión y fijará la imagen de Kerouac para siempre. Con el rostro salvaje y la basta camisa de cuadros, Kerouac transmite a la perfección ese aire de vagabundo con cara de ángel que forjará su leyenda y que, en su famoso artículo del New York Times de septiembre de 1957, Gilbert Millstein comparará a un nuevo Hemingway.

Entretanto, durante los primeros meses de ese año clave (entre enero y septiembre de 1957), Kerouac aún tendrá ocasión de entablar un idilio con la joven «Joycey» (véase más adelante nuestra entrevista con ella), de embarcarse hacia Tánger, donde ayudará a William Burroughs a corregir y volver a mecanografiar El almuerzo desnudo, de marcharse a París y Londres, de pasar una temporada en México, de montarse con su madre en un autobús de línea para llevarla de Orlando a San Francisco, de acompañarla enseguida de vuelta porque no, decididamente la mujer se negaba a instalarse en la ciudad, antes de volver a Nueva York, a casa de Joycey, la víspera de la publicación de En el camino, el 5 de septiembre de 1957.

Jack Kerouac se hace famoso de la noche a la mañana. Joyce Johnson cuenta en este libro los efectos de aquella gloria repentina (el tímido Jack es uno de los primeros escritores que se enfrenta a los platós de televisión), y lo hace con la autoridad que le confiere haber vivido aquellas semanas de locura al lado de Jack. Al instante asistimos a la consagración de un hombre que, como se hace evidente, todo el mundo toma por otro. Se confunde al narrador con el escritor. Peor aún, se asume que ese autor-narrador y el personaje que pone en escena, el protagonista del libro, Dean Moriarty (Neal Cassady en la vida real), son una y la misma cosa.

En resumen, desde el primer momento, y a pesar del artículo elogioso de Millstein (al fin y al cabo, ¿qué valor tienen las palabras de un periodista?), no se trata tanto de un acontecimiento literario como de un fenómeno sociológico. En el camino aparece en el instante preciso para hacer cristalizar las aspiraciones de toda una juventud nacida durante la Segunda Guerra Mundial (o justo antes), una juventud empujada por el irresistible impulso de los Treinta Gloriosos recién inaugurados y los cambios que éstos traen consigo: el crecimiento exponencial del consumo, los avances tecnológicos (transistores, televisión) y culturales (libros de bolsillo, discos de 45 revoluciones), la liberación progresiva de las costumbres, el desmoronamiento de las barreras sociales y raciales (sobre todo a través de la música rock y pop) y muchos otros fenómenos ligados a la aparición de una nueva población, la de los teenagers, que quiere vivir, mucho más que las generaciones anteriores, según un precepto conocido desde Marco Aurelio: el único tiempo que vivimos es el presente, que no es más que un mero instante; todo lo demás es pasado o incertidumbre.

Cuando se publica En el camino, Bob Dylan y Joan Baez tienen dieciséis años, y John Lennon, diecisiete. Como muchos de sus contemporáneos, se han visto sacudidos, transformados, por la oleada de frescor del rock and roll, que, como afirmarán ellos mismos, les ha cambiado radicalmente la perspectiva de su propia vida. A través del show de Ed Sullivan, Elvis Presley irrumpe en la escena nacional e internacional en 1956. Chuck Berry, Little Richard y muchos otros ya han sembrado el germen de aquella revolución en 1955. También el cine es un reflejo de esa juventud en movimiento: el Actor's Studio trastorna por completo la forma de interpretar de los actores; Marlon Brando (Salvaje) y James Dean (Rebelde sin causa) iluminan la pantalla. (En Francia, tenemos a Brigitte Bardot en Y Dios creó a la mujer, a Laurent Terzieff y Pascale Petit en Les Tricheurs, y muy pronto a Jean Seberg y Jean-Paul Belmondo en Al final de la escapada). Multitud de películas de serie B, como Go, Johnny, Go!, High School Confidential! o Untamed Youth, destinadas exclusivamente a los adolescentes, llenan las salas. Semilla de maldad (Blackboard Jungle) propulsa la canción «Rock Around the Clock», de Bill Haley, alrededor del planeta (compuesta en 1952, se utiliza un fragmento como banda sonora de la película, que se estrena en 1955). En 1960, Ray Charles graba «Hit the Road, Jack», cuyo ritmo hipnótico marca el compás de la década que empieza.

Dicho de otro modo, la aparición de En el camino se produce en un contexto muy determinado, que no se corresponde en nada (o casi nada) con el de la redacción del libro, esbozado en 1948 y prácticamente terminado en 1951. En el camino es una granada cebada al principio de los años cincuenta a la que otros quitaron la espoleta cinco o seis años más tarde. Puesta en perspectiva desconcertante: William Burroughs nace en 1914, al principio de la Primera Guerra Mundial, Kerouac en 1922, Neal Cassady y Allen Ginsberg en 1926, es decir, durante el decenio posterior al conflicto. En cierto modo, son hombres surgidos de un mundo anterior, que han crecido al son de las claquetas, viendo pasar a las flappers (chicas con peinado al estilo de Louise Brooks) y riendo ante las obras de arte todavía nuevas que Chaplin aportaba al cine. En 1961, al principio de Big Sur, Kerouac ironiza sobre este desfase temporal:

A lo largo y ancho de los Estados Unidos, los colegiales y universitarios se imaginan que Jack Duluoz tiene veintiséis años y continúa en la carretera, haciendo autostop; pero estoy aquí, a mis cuarenta años, o casi, extenuado y abrumado de aburrimiento, en la litera de un coche cama, bordeando el Gran Lago Salado a toda máquina.



Hoy, la doxa asume que el impulso provocado por cinco o seis muchachos que se conocieron a finales de 1944 en el West End Bar de Manhattan y formaron el núcleo original de lo que se llamaría «generación beat» desembocó en la rebelión de la juventud del baby boom ante las convenciones de una sociedad rígida, paralizada por el terror a la guerra fría, pacata, materialista y alienante. Aun a riesgo de parecer provocador, también se puede defender la tesis contraria: ¿acaso los beats originales no deben mucho a los cambios sociales de mediados de los años cincuenta que acabamos de evocar? Un poco de la misma manera como, a mediados de los sesenta, la obra de Hermann Hesse, de Siddharta a El lobo estepario pasando por El juego de los abalorios, fue rescatada del olvido por las generaciones beatnik y hippie, como nos recuerda Timothy Leary más adelante en este libro. En cuyo caso, como ocurre a menudo en la historia de la cultura, el movimiento beat original habría sido exhumado, es decir, creado en todos sus aspectos, en 1957, a la manera de un mito inventado - como todos los mitos llamados «fundacionales»- a posteriori. De sobra lo sabemos: la publicación de En el camino en ese año clave se debe en gran parte al hecho de que las editoriales descubren de pronto la existencia de un mercado eminentemente prometedor, surgido de una sociedad menos «agarrotada». De repente creen que puede ser rentable publicar los manuscritos de Kerouac, hasta entonces considerados confusos e ilegibles. Así pues, asistimos ante todo a la creación de un mito que responde a las expectativas del momento y a la consagración de un personaje emblemático a pesar suyo. Cuando se publica En el camino, la gente lo compra y en algunos casos lo lee porque, bajo la etiqueta «beat», el libro cristaliza la magia de la época presente (que, insistamos, ya no es la que se evoca en la novela). Tras un largo período de latencia, una serie de valores toman al fin cuerpo y trastornan por completo el rostro de los Estados Unidos.

En 1957, la sobrecubierta de la edición original de On the Road, publicada por Viking, es de una austeridad considerable, adornada sólo con un pequeño dibujo abstracto. Sin embargo, muy pronto se suceden las ediciones de bolsillo con portadas chillonas - chicas guapas de pechos provocativos y golfos salidos de una imaginería bad guys- que rodean la obra de Kerouac de un aura engañosa y desvirtúan por completo su sentido. Por otro lado, en el terreno estrictamente literario, el libro es mal recibido. La crítica académica, cuando no permanece en silencio, corre a desmarcarse de los elogios vertidos por Millstein en el New York Times Magazine. Y la prensa, considerada en su conjunto, está muy lejos de compartir la visión de Millstein cuando ve en Kerouac a un nuevo Hemingway (quien por esa época trazaba su propio camino a través del océano escribiendo El viejo y el mar). Es sabido que Truman Capote, en concreto, dedicó una acogida muy fría a los escritos de Jack: «That's not writing, that's typing» («Eso no es escribir, es teclear»). El paso de los años no suaviza ni un ápice las críticas. Cuando aparece Ángeles de desolación en 1965 (ocho años después de En el camino), Nelson Algren, el amante norteamericano de Simone de Beauvoir, se despacha con este comentario: «La prosa de Kerouac no es prosa, es autoindulgencia.» ¿Cómo podía escapar Jack a las redes de una gloria ambigua en todos los aspectos? Socialmente, literariamente, es un hombre perdido. Durante doce años - es decir, de 1957, año de publicación de En el camino, hasta su muerte, deseada por él mismo («I'm sick of myself», declarará en 1967 a la televisión italiana)-, el heraldo, «el bardo de los beatniks», vivirá, o más bien se sobrevivirá a sí mismo, con el sentimiento de haberlo dado todo, de haberlo dicho todo, de haberlo escrito todo hace ya tiempo. En vano. Vaciado de su sustancia, ectoplasma quemado por las llamas de la celebridad, ahogado en el alcohol, no le queda más remedio que dejarse sumergir lentamente en el fracaso, en un vivo descenso de la cruz, hasta la hemorragia que le resultará fatal un día de octubre de 1969.

En la prensa francesa, su muerte apenas llena un suelto. Todo un signo; tres meses antes, en verano de 1969, los Beatles, a punto de separarse, graban su último disco, cuyo título, como On the Road, tiene tres sílabas: Abbey Road (de nuevo el tema de la road, la carretera, la calle, el camino...). No hace falta recordar que el mismo nombre de los Beatles es en buena parte un homenaje deliberado a los beats (al tiempo que a The Crickets, la formación de Buddy Holly, a quien Paul y John veneraban). Aquella palabra que se volvió rápidamente mágica, «Beatles», procedía de la interrelación sintomática de tres períodos socioculturales sucesivos, que condensaba y agrupaba: el fin de los años cuarenta, los años cincuenta y los años sesenta. Los Beatles, a través de los beatniks, reemplazaban a los beats, quienes nunca existieron fuera de la ficción; aunque, al fin y al cabo, ¿no es éste el terreno más fértil para engendrar otras mitologías?

En efecto, la generación beat, como movimiento literario, no ha existido nunca. Sin embargo, esta inexistencia - ¿es que no procede todo del Gran Vacío?, se preguntaba Kerouac- ha permitido la construcción de una ficción verdadera, que hoy llamamos convencionalmente «generación beat» y cuyos actores, lejos de formar un «núcleo», como se ha dicho, nunca han representado sino una nebulosa muy dispersa: desde un punto de vista literario, no se distingue a primera vista qué pueden tener en común un Ginsberg, un Burroughs, un Kerouac, un Corso, un Snyder, un Ferlinghetti, etcétera. Al contrario, cada una de sus obras muestra tal singularidad y tal originalidad que no se pueden englobar todas en una única denominación. Tienen un solo punto en común: por muy diversas que sean, todas ellas proceden de la fuerte afirmación de una individualidad que se permite expresarse como tal, lejos de los cánones literarios del momento. La característica principal del «movimiento beat», si existiera, sería su sorprendente disparidad. Es, de hecho, la marca de los nuevos tiempos, pues ya nadie desea para sí el conformismo que modelaba al individuo en las sociedades anteriores.

En este punto, vale la pena destacar un aspecto: la leyenda beat, tal como la representan Jack Kerouac y Neal Cassady, y a pesar de sus momentos de exaltación, es una leyenda triste. Ninguno de los dos términos de la famosa disyuntiva suscitada por Virginia Woolf - vivir o crear- ofrece salvación alguna. Por un lado, tenemos el éxito de una obra preñada de ritmos, sonidos y correspondencias, gloriosa porque se quiere tal. Por otro, la realización de un hombre de carne y hueso, capaz, a fuerza de magnetismo, de escribir su vida a cada momento como se escribe un libro, de elaborar magníficamente su propia ficción, en una emanación permanente de espontaneidad. Y sin embargo, a fin de cuentas, al final de cada una de estas trayectorias, el camino no tiene salida y el fracaso es absoluto, inscrito en la propia lógica suscitada por la empresa. Fracaso de la vida, fracaso del arte. Fausto, de nuevo y siempre.

Hoy son incontables las obras que tratan de la epopeya beat. Todo un corpus que nos permite hacernos una idea del nacimiento de una mitología y del camino recorrido por su figura más eminente, Jack Kerouac, aunque no nos aclara demasiado el misterio de este ser tan singular, hasta el punto de que, como subraya Carolyn Cassady en este libro, su personalidad se presta admirablemente a todas las interpretaciones posibles e imaginables. De hecho, Kerouac se revela tan huidizo como la gran ballena blanca. Al hilo de los centenares de obras que constituyen la bibliografía beat (véase la nuestra, por fuerza selectiva, al final de este volumen), sus «fans» gozan de toda la libertad para ampliar sus conocimientos sobre los múltiples aspectos de la vida y la obra del personaje en una letanía cautivadora...

La infancia católica de Ti Jean (apodo, procedente del francés «petit Jean», con que su madre se refería a él) entre los canuck, una comunidad francocanadiense de Lowell (Massachusetts); su incertidumbre identitaria (hijo del impresor Léo Kéroak, Jack, traicionado por la ortografía burocrática, es bautizado como Jean-Louis Kirouac); la búsqueda un tanto delirante de sus orígenes (¿no será Isolda una Kerouac raptada por Tristán de Cornualles?); la muerte traumática de Gerard, el hermano mayor, a los nueve años; el hecho de hablar el francés (o más bien el joual, el habla quebequesa de las capas populares) hasta los cinco años y las dificultades con el inglés hasta los quince; la carrera de atleta y de jugador de fútbol americano truncada por una fractura de tibia; la lectura de Thomas Wolfe, Stendhal y Dostoievski; el inicio de la guerra... Jack enrolado en la marina, simulando estar loco para escapar a la disciplina militar; Jack de vuelta en Manhattan, involucrado en el asesinato de David Kammerer a manos de su amigo Lucien Carr (Jack lo ayuda a ocultar el arma del crimen); Jack casándose deprisa y corriendo con Edie Parker (supuestamente embarazada de él) para no ir a la cárcel... El momento en que conoce a William Burroughs y Allen Ginsberg; la redacción de una primera novela, La ciudad y el campo, que se publica pero que representa para Jack lo que Jean Santeuil representa para Proust...; la transfiguración por efecto de la carretera gracias a la amistad con Neal Cassady, personaje de culto de los beats, gran ladrón de coches, fornicador furioso y lector insaciable, cuyas cartas transforman (tanto como En busca del tiempo perdido o las improvisaciones de Charlie Parker) la concepción de la escritura de Jack, que lo convertirá en el protagonista de En el camino...

Como suele decirse, la vida de Jack está llena de furor y movimiento: todo se funde para desembocar, no necesariamente en un libro bello, pero sí en algo que será literatura pura (hasta el punto de que Kerouac se burla de que, en su discurrir, su prosa arrastra algunas impurezas, naturales al fin y al cabo). Los beats no han experimentado nunca la necesidad de disociar vida y escritura, ¡al contrario! Para ellos, se puede vivir perfectamente la una sin estar muerto para la otra. De este modo, la obra de Jack (siempre con una libreta de apuntes en el bolsillo; véase su Libro de esbozos) está en todo momento estrechamente ligada a una existencia que, imbuida de jazz hasta el extremo, sometida a una tensión constante, se canaliza en forma de literatura.

En el fondo, ¿qué tiene de particular su obra? ¿En qué marca la historia de la literatura? Literalmente, desconcierta. Aún hoy no es seguro que el gran público, y ni siquiera los amantes de la verdadera literatura, la lean más que la de Joyce. Por mucho que Kerouac nos lleve a la carretera, ella resiste; no se revela fácilmente accesible, sino rica en recodos y rodeos, no retrocede ante los pasajes arduos y sinuosos, ni ante las elevaciones. Manda la cronología a freír espárragos y se adapta tan bien a los accidentes del terreno que al lector corriente a veces le cuesta seguir el hilo y pierde el aliento, si es que no se ha cansado al cabo de unas pocas páginas. Y es que el lector actual quiere acción, psicología, una trama que mantenga la intriga. Las novelas de Kerouac no nos ofrecen nada de todo eso. De hecho, ¿son realmente novelas, un género que, en esa misma época, se intentaba reavivar a la desesperada en Francia bajo el apelativo de nouveau roman? Kerouac no tiene ninguna intención de «contar una historia»; y aún menos de retener la atención de un lector cualquiera (¿leyó alguna vez Robbe-Grillet a Kerouac?). El objetivo que confía a su obra, dice, no es, como resulta evidente, el de parecerse a «cualquiera de las cosas que se escriben hoy en día por millones y que suenan todas iguales». En palabras del poeta Robert Creeley, «al contrario que los escritores que escriben "a propósito" de algo, que manejan el lenguaje con temas y motivos "delante" de los ojos para pasar a la ejecución de un punto de vista exterior, Kerouac pretende situarse en el interior mismo del flujo de la lengua, perfectamente en fase con ella, como el jazzman que deja fluir sus improvisaciones». A sus libros les importa un rábano la trama, las reglas de la narración e incluso los personajes que los atraviesan (¿sabemos realmente «quién es quién» cuando leemos En el camino?). Jack no se entretiene nunca a poner en situación a sus personajes, no muestra interés en su posible «psicología», en su «vida interior», en sus alegrías, sus tormentos, su «evolución» (de nuevo, Kerouac no estaba tan lejos del nouveau roman, sólo que, lejos de borrar el mundo, de «ausentarlo» con la potencia del Verbo, quedaba fascinado por el vínculo casi musical que se puede establecer con él y rechazaba el juego de la literatura por la literatura; quizá sea por eso por lo que su obra, al contrario que un nouveau roman ya marchito, encuentra un eco de lo más fértil).

Los libros de Kerouac son ante todo una cuestión de percepción, la única empresa literaria que tiene valor para él. Se trata de nombrar y renombrar continuamente el mundo, en la diversidad inagotable de sus matices. En una carta de 1955, se describe a sí mismo como un «running Proust», un Proust no acostado en la cama, sino en plena carrera, y ve su obra como un solo sueño inmenso que no es sino el tiempo perdido y recobrado de su propia vida y que un día - eso espera- tomará el nombre de Leyenda de Duluoz y merecerá un lugar junto a En busca del tiempo perdido y La comedia humana.

Kerouac sabe también hasta qué punto toda obra literaria se limita a ser una tentativa y contempla la suya con una mirada muy crítica. En 1967, en una entrevista para la televisión italiana, responde a la periodista Fernanda Pivano que Visions of Gerard le parece demasiado imbuida de catolicismo. En otro momento, tacha Old Angel Midnight de poesía completamente fracasada en la medida en que le parece que se ha dejado influenciar demasiado por Finnegans Wake, de Joyce: «He ido demasiado lejos en los límites del lenguaje allí donde empieza el balbuceo del inconsciente [...], he terminado en pleno delirio esclavo de los sonidos, me he vuelto poco claro y molesto como en mi último experimento literario, Old Angel Midnight.» En cuanto a En el camino, no era la preferida de entre sus novelas (pues el trabajo de edición del texto llevado a cabo por Viking le parecía una masacre). A Fernanda Pivano le dirá al fin que, en su opinión, su mejor libro es Doctor Sax (redactado en paralelo a On the Road, en 1951-1952), opinión que cada cual es libre de no compartir.

Un par de consideraciones sobre la concepción de este libro. He decidido dar prioridad al formato de entrevista con algunos protagonistas, algunos de ellos - Allen Ginsberg, Timothy Leary, Ken Kesey- patriarcas de la leyenda beat y de la contracultura norteamericana. Al menos dos obras disponibles en francés ofrecen sendas introducciones, breves y excelentes, al universo de Jack Kerouac y los beats: Kerouac, l'ange déchu, del británico Steve Turner, y La Beat Generation, del francés Alain Dister. Profusamente ilustradas, proponen cada una a su manera una buena perspectiva general - clara y pertinente- de lo que fue la generación beat y del papel ejercido por Jack Kerouac.

En cambio, no dedican ninguna o casi ninguna atención a la influencia del movimiento beat en la década de los sesenta. Hay que recordar que, en esos años, Kerouac está prácticamente olvidado. Los gurús que toman el relevo se llaman Timothy Leary y Ken Kesey. Con ellos, asistimos a la aparición de actores mucho más adeptos, comprometidos en diversas causas psico-socio-político-extáticas (Timothy Leary es el autor de The Politics of Ecstasy). Entre todas estas figuras, Ginsberg, el «segundo Ginsberg», es sin duda la más eminente, la más escuchada y la más mediática. Reconocido como uno de los grandes poetas norteamericanos del siglo xx, el autor de Aullido, el hombre que llevó a las editoriales los manuscritos de Kerouac, dirige el combate de la contestación en todos sus frentes: participa en todos los sit-in y en todas las manifestaciones contra la guerra de Vietnam. En 1965, será coronado «Rey de Mayo» en la plaza Staromestske de Praga ante una multitud de cien mil personas.

Si en algún momento una generación cede el testigo a otra, es durante el verano de 1964. Por supuesto, las canciones y versos de Bob Dylan, de Joan Baez y de esos recién llegados que todavía son los Beatles y los Rolling Stones, ya han abierto el cortejo (ese mismo verano de 1964, los Stones graban en el estudio Chess de Chicago, resucitándolos, algunos viejos blues negros nacidos en las plantaciones de algodón y el esclavismo). Pero todo ocurre todavía bajo el signo del comercio y el consumo. Si la música rock tiene aires de rebelión, es una rebelión sin objeto preciso (ya lo dice el título de la película de Nicholas Ray con James Dean, Rebelde sin causa). Por decirlo de algún modo, la banda sonora está compuesta, el decorado ya se ha montado y los actores han sido convocados. Sólo falta que llegue un director y grite: «¡Acción!» El primero en presentirlo, aunque de forma confusa, sin ser plenamente consciente del al001- 336 Kerouac.indd 25 19/06/2013 14:50:59 26 cance de su gesto, es Ken Kesey, el autor de Alguien voló sobre el nido del cuco. Acompañado por sus Merry Pranksters (algo así como «los alegres gamberros»), cruza los Estados Unidos de oeste a este para hacer llegar a todos los rincones la buena nueva psicodélica a bordo de un autobús bautizado con el nombre de Further («más allá») y pintado de todos los colores imaginables.

¿Y quién está al volante de ese autobús llamado a formar parte de la leyenda norteamericana? Neal Cassady, el protagonista de En el camino bajo el nombre de Dean Moriarty. Ken Kesey, famoso por su primera novela, lanza el autobús a la carretera. Y Neal Cassady, convertido en leyenda viva por protagonizar la novela de culto de Kerouac, resurge por segunda vez para conducir aquel artilugio de costa a costa. Further está en buenas manos... Su epopeya, más aún que la de los Diggers de San Francisco (comprometidos en la acción social, al estilo de los bancos de alimentos), sacude las conciencias; y por si fuera poco, al llegar al estado de Nueva York, estos heraldos de la psicodelia van al encuentro de Jack Kerouac en Manhattan y más tarde de Timothy Leary en Millbrook Farm.

Muchos han señalado que la travesía de oeste a este del Further marca de una forma concreta y simbólica el nacimiento de la contracultura en los Estados Unidos. Ginsberg dirá que es «su gesto más colorido y más visible», y que forma el punto de transición entre la aventura beat y la aventura hippie. La trayectoria del autobús - que aparecerá más de una vez en este libro- es simplemente de las que hacen confluir dos épocas. Los Beatles lo recordarán en 1967, al publicar su disco Magical Mystery Tour, un claro homenaje a aquella aventura reconocible en la colorida portada y en canciones como «Strawberry Fields Forever», compuesta por John Lennon bajo los efectos del ácido. No hay más que volverla a escuchar para quedar convencido: del mismo modo que Kerouac y Burroughs habían intentado liberar la literatura de sus barreras, también la psicodelia pretendía (a través del consumo de sustancias alucinógenas) despojar radicalmente de todo condicionamiento nuestra percepción de la realidad.

En este momento en que surge una extensa bibliografía sobre los beats en el mundo anglosajón, en que las editoriales francesas se aplican a poner a nuestra disposición todo Kerouac (cada año vemos aparecer el correspondiente lote de traducciones, como el rollo mecanografiado original de On the Road o las cartas, mientras esperamos su diario), en que, en junio de 2011, la Public Library de Nueva York adquiere los archivos de Timothy Leary por 900.000 dólares, y en que el estreno de la película En la carretera, de la que Coppola ostenta los derechos desde hace cuarenta años, está previsto para 2012 (con dirección de Walter Salles), este libro no pretende ser otra cosa que una introducción. Pero una introducción, si se me permite, «del interior». He intentado considerar las cosas no «desde arriba», adoptando una posición elevada, sino sumergiéndome, dentro de lo posible, en el interior mismo de la corriente que ha arrastrado a los protagonistas de la leyenda beat con los que he podido hablar. De ahí el formato escogido, el de la entrevista y el reportaje literario (el libro no está dedicado a Jules Huret por casualidad), un formato que permite que la materia emerja al hilo de los meandros y recodos de la conversación, al modo de la gran ballena blanca y de una tentativa.