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Letras

Astillas

La Fundación Banco Santander recupera ensayos inéditos de Rosa Chacel

18 junio, 2013 02:00

Rosa Chacel

Ana Rodríguez Fischer, profesora de Literatura Española en la Universidad de Barcelona, ha sido la encargada de seleccionar la veintena de inéditos de la escritora Rosa Chacel (Valladolid, 1898-Madrid, 1994) que componen 'Astillas', editado por la Fundación Banco Santander como volumen de sus Cuadernos de Obra Fundamental. Son una veintena de textos que no habían visto la luz y que no se encuentran tampoco en sus Obras completas publicadas hace unos años. En 'Astillas' están su marido, el pintor Timoteo Pérez Rubio, Luis Cernuda, Jean Cocteau y Javier Marías, a quien dirige una serie de cartas al principio de su carrera. También están su religiosidad, el Museo del Prado, los toros y la paz. Una guía por la vida de la escritora vallisoletana, Premio Nacional de las Letras en 1987.

Aquí pueden leer el ensayo 'Mi religiosidad' y la primera de las cartas a Javier Marías.



Mi religiosidad

Después de haber aceptado la entrevista propuesta por Javier Villán me asalta el temor de no poder aportar gran cosa a un tema que considero de importancia capital y cuya presencia ha sido constante en mi vida y en mi obra. Es cierto que ha sido constante, pero intermitentemente, con grandes variantes de calidad y cantidad; es decir que los períodos han sido irregulares y las causas incalculables. Así pues, empiezo por preguntarme ¿tiene algún valor de ejemplaridad el proceso de mi vida religiosa?... No creo que lo tenga porque nunca tuvo carácter de posición adoptada; y lo que sí tuvo siempre, realidad de acontecimiento interior, está esparcido en notas momentáneas a lo largo de todos mis libros. El mundo actual padece un gran desconcierto, pero yo no creo en la eficacia de los consejos ni de los ejemplos porque la angustia ambiente es demasiado densa para dejarse penetrar por un foco indicador. En mi opinión, sólo la creación literaria puede lanzar a la calle entes -individuos o mundos- que ejerzan presión... Pero ¡cuidado!, presión no quiere decir aquí coacción ni dirección, sino seducción, más bien contagio o exacerbación de la angustia..., presión que sea empujón hacia el fondo porque el mayor peligro es la evasión, la falsificación de soluciones adoptadas como quien se agarra a un clavo ardiendo.

En fin, por determinar algo personal puedo señalar detalles que, no siendo anecdóticos, son momentáneas confesiones que, en el orbe literario a que pertenecen, se afirman con toda claridad. Las más significativas se encuentran en mi autobiografía, la primera, y en La sinrazón, podría decir la última por ser la más terminante. En mi autobiografía relato, con gran detalle, mis dramáticos insomnios traspasados por la duda religiosa, cuando tenía de siete a ocho años: ese es el primer período. Luego en otros libros, en personajes no autobiográficos, pero sí concordantes con mi personalidad y conducta, se refleja una vida normal de formación católica. Digo que se refleja en ciertos personajes porque las intermitencias crónicas no han sido personificadas en ninguno. En Teresa, por seguir el «Canto» de Espronceda, que tomé como guión, realcé el verso «Y no te escuchó Dios, y blasfemaste… ». Para dar realidad dramática a ese momento de Teresa, me esforcé en delinear una blasfemia que fuese como una piedra lanzada contra el vidrio de la fe, un proyectil destructor, que afirma lo que destruye… Si esto es partir el pelo en cuatro, creo que el pelo está bien partido porque lo corrobora el famoso poeta y famoso católico, Eliot, en un gracioso y agudísimo párrafo: «¿Imagináis al señor Bernard Shaw blasfemando?... ¡No podría!...» De modo que creo haber acertado en ese episodio, no vivido por mí, porque cuando traté de situar a uno de mis protagonistas -el más autobiográfico- en un total abandono, desamparo o pérdida de la gracia, no lo puse en estado de blasfemo, sino en el de acreedor, que pide lo que le es debido.

Mi personaje es demasiado inteligente para rebelarse: eso sería no entender de proporciones. Mi personaje transforma las «entricadas razones» de Feliciano de Silva que Don Quijote encontraba «de perlas» en suprema, vuelvo a decir terminante, oración. Yo no sé si en mi novela está bastante claro porque el haber dado relieve en el título a una sola palabra, la sinrazón, la destaca en su sentido de irracional, cuando no es ese el que tiene en toda la frase. La sinrazón, para Don Quijote, significa entuerto, injusticia que se hace al amante, y mi protagonista la emplea así, con marcado detenimiento en cada período: «La razón de la sinrazón / que a mi razón se hace / de tal manera mi razón enflaquece / que con razón me quejo de la vuestra fermosura ». Yo creo haber interpretado esta que el vulgo considera retahíla insensata como suprema razón de Don Quijote. Mirando a este como «El amor», según la definición de Maeztu, podemos dar acceso a su razón, que no es de las razones que creen porque es absurdo, sino de las que luchan por sus fueros, porque el amante siempre cree -más vale decir, siente- que debe ser pagado. Por todo esto, la querella de mi protagonista se formula de este modo: «La razón de la sinrazón -aquí está ya admitido que hay una razón para que esto suceda, y esa razón es la pequeñez de la criatura humana, conocimiento que, a la mente lúcida, le impide la rebeldía- que a mi razón se hace -afirmación de que hay entuerto- tanto mi razón enflaquece -explicitación de la flaqueza de la razón humana, coartada por su limitación- que con razón me quejo de la vuestra fermosura» -insistencia en la queja que alega su razón de ser, consistente en la adoración, conocimiento, sensación, contemplación de la hermosura del mundo, imagen divina-. En todo el libro hay una pugna, casi un pugilato, entre el amor y la fe, y tengo que aclarar que ese -y ningún otro- es el mundo en que yo he vivido mis conflictos espirituales. Ya al aludir a mis dudas infantiles, las he comparado con los celos. Ese temor -miedo insuperable- que se experimenta por la existencia de lo que se ama es el que la colosal mexicana formula así: «Hay amor, luego habrá celos. Hay celos, luego hay amor». Celos no son más que terror de que el Amado nos traicione, no existiendo. En fin, estas son mis aventuras vivenciales, que no trascienden del orbe interior, que no se reflejan ni inciden en mi trayectoria de individuo católico... pésimo católico, pero no se puede decir que no se es lo que se es. Hay una estructura básica, edificada en los primeros años, a la que luego, con el correr del tiempo, se le agregan o se le destruyen estancias, pero el empeño arqueológico descubre los cimientos y el empeño existencial se mete por los sótanos e hipogeos, sin ceder hasta llegar donde ya sólo queda la sombra (dijo Heidegger). ¿Puede parecer todo esto muy racional, muy intelectual?... No lo es, como no lo es el agonismo de Unamuno o de Kierkegaard. Mis ordinarios desmanes religiosos quedan en el terreno de la urbanización porque mis ambiciones de conocimiento son inconciliables con ella. En el segundo libro de la trilogía empezada -que todavía no llega más que a la mitad- cargo a uno de mis personajes -el que mantiene en todo el libro su carácter de amante- con la responsabilidad de un acto atentatorio. Creo que, con lo dicho, es muy bastante para delinear el contorno del terreno que ocupa en mi vida la fe. No soy partidaria de anécdotas, pero algunas hay definitorias... Un joven húngaro que había estudiado bien el español para afrontar el exilio en la Argentina, me dijo una vez -a causa de algo dicho por alguien-: ¿Usted está muy religiosa? Yo contesté a ese simpático error que cometen hasta los buenos estudiosos: Yo soy muy religiosa, pero no siempre estoy. A partir de aquí habría que hablar de la Gracia, pero no me arriesgo porque repito que no creo en la eficacia del ejemplo que va en la sinceración de un intelectual, por famoso que sea. Creo en la eficacia de la creación -literaria, poética, filosófica- siempre que tenga la suficiente fuerza -fuerza de verdad- o energía estética -por lo tanto, erótica; por lo tanto, ética- porque no hay ética ni estética que queden fuera de lo erótico… ¡Salvad esta palabra del abismo de estupidez en que está hundida!

Hablar tanto de las propias aventuras puede parecer vanidad subjetivista, pero no es más que parquedad temerosa. Hablar de la crisis en que nos debatimos sería mucho mejor: un estudio profundo tal vez lograse, si no aportar riquezas positivas, tachar o destruir, al menos, parásitos amenos, fáciles, ornamentales... Pero yo no cuento con un peculio cultural suficiente y, sobre todo, en este pequeño espacio no se puede tocar tal tema, que tiene agarradas sus raíces a lo innumerable y hundidas hasta lo absolutamente inalcanzable.

Confieso que es esta segunda dificultad del espacio exiguo la que me detiene: la otra, la de mi falta de autoridad, creo que algún día acabaré por desecharla porque las cosas de la vida, quiero decir, la vida que anda por entre las cosas creadas por ella me pide un homenaje a esas mismas cosas que tanto dificultan el paso. Hablando claro, una de las causas triviales de la crisis actual -hay otras que no son triviales- es la falta de amor a la obra del hombre. Casi dos siglos lleva creciendo esa mala hierba -me refiero a la más próxima cosecha, sembrada por Rousseau, con moralina pazguata, y que llega hasta la feroz anticultura actual-. Esa mala hierba no quisieron extirparla -no me atrevo a asegurar que hubiera sido posible-, no quisieron o no se atrevieron, algunos grandes maestros que padecían el terror al árbol de la ciencia -por ejemplo, Unamuno, el más atormentado-. Pero esto es centrar el asunto aquí, en nuestros lares, y no hay por qué. La crisis es universal y el proceso, trazando curvas muy diferentes, es el mismo en todas partes. Por terminar con algo terminante, ya que mi autoridad cultural es escasa, pero mi patrimonio vivencial es abundante, cedo a la tentación de dar consejos. Esto pasa siempre cuando se habla a los jóvenes y yo no hablo más que a los jóvenes, a los que hoy trabajan con esos trebejos innumerables, necesarios para cultivar el árbol de la ciencia. Mi consejo, teresiano, es «¡Una higa al diablo!»... Claro que esto atañe al terreno de lo que se hace; luego queda el otro, el de lo que se vive, lo que se siente… Imposible hablar, en dos palabras, del nuevo cristianismo… Ya dije en un libro -hablando de algo parecido o tal vez del presentimiento de esto- «Este otro cristianismo », aclarando bien que el término otro es lo que excluye toda idea de herejía o reforma. Es lo que marca la mismidad de las infinitas floraciones... Pero no, no hablemos de esto: su dimensión sólo cabe en el silencio.


Carta a Javier Marías

Valença, 20 de febrero de 1973

Querido Javier:

Tu libro [Travesía del horizonte] pasó varios días en manos de mi portero porque el calor nos hizo huir de Río -aquí estamos diciendo que hace menos calor, pero en todo caso más de lo que se puede soportar, si no se es del país.

¡Tu libro! Difícil, dificilísimo diagnóstico! Yendo por orden, preciosa edición. Original, sorprendente principio o, más bien, sorprendente tono, que se mantiene a lo largo del libro. Magnífica prosa -recuerdo que respecto al anterior te dije que debías cuidarla y veo que te es sumamente fácil- y trama complicada, más por la diversidad de hechos que por complejidad del drama.

Al terminar el libro queda pendiente una pregunta, verdaderamente inquietante -que no es en absoluto «qué le sucedería a aquel señor en Escocia...? », no, nada de eso-, una pregunta de carácter enigmático, «¿por qué habrá escrito este libro Javier Marías...?». La pregunta no se resigna a morir sin respuesta y trata de llenar un área incalculable con su prole de preguntas menores: «¿por qué tan buena educación en el autor de Los dominios del lobo...?». «¿Por qué esta resurrección victoriana, cuando tenemos todos los días ante los ojos a la juventud inglesa, de minirropa y ceroprejuicio...?». «Por qué...» tantas otras cosas, que no acabaría nunca de preguntar. Lo único que está claro es, precisamente, lo que hace más herméticas las preguntas: lo único que está claro es que el libro es un alarde de posibilidades. El curioso, caprichoso, peregrino, bizarre autor puede escribir como le dé la gana, tiene la suficiente táctica y la suficiente vocación para llevar a cabo cualquier empresa ardua... Después de estas afirmaciones, la interrogación se agrava; «¿por qué este niño descomunal ha escrito tal libro...?». Como yo cultivé siempre la investigación -simpatía por Holmes y entusiasmo por Poe-, me dejó en una gran perplejidad y mayor inconformidad la negación de toda respuesta. Entonces, me dirigí a mí misma la otra pregunta: «¿por qué no lo comprendo...?», y tardé mucho tiempo en encontrar la respuesta, pero al fin la encontré: no lo comprendo porque a todas esas preguntas contesté yo mucho antes que fuese escrito el libro de Javier.

Yo no sé si habrás leído un libro mío, bastante malo, quiero decir atropellado, mal construido, cuajado de defectos y excesos, La confesión. Si no lo has leído, no lo leas: te bastará con lo que yo ahora pueda resumirte. El libro, después de dar cien vueltas al asunto, llega a la conclusión de que nuestros escritores -los pocos grandes que en el mundo han sido- evitaron la confesión por repugnancia -vergüenza, más bien- a la mediocridad de la vida española que vivieron. Esta escapatoria es la madre del cordero y yo creo que como explicación, como respuesta terminante a todo lo anterior basta constatar el hecho patente, persistente, irremediable, desesperante por lo desesperanzado, de la escapatoria en la nueva generación que promete añadir unos pocos -poquísimos- grandes a los pocos que fueron.

No sé, imprevisible criatura, qué efecto te hará este sermón, pero por poco que me conozcas te darás cuenta de que yo no sermoneo más que cuando hay de qué. Si el libro no demostrase, a todas luces, que eres un escritor, no te sermonearía, pero como lo eres indiscutiblemente, no me canso de amonestarte. Porque si hay algo inherente a esa condición, ser un escritor, es la importancia vital de la obra como porvenir, una serie de concomitancias morales -morales, en mi léxico, es término que se agrava o se enriquece cuando asume misiones atentatorias-, una serie de contenidos que se engendran en ella y se difunden como el polen. Esta es la cosa: si la idea de moral te alarma estéticamente -a mí, en la idea de moral, lo único que puede alarmarme es la discreción- entiende mi sugerencia como algo que sólo señala expansión funcional, como, repito, el polen… Si esto te parece demasiado bonito o romántico o démodé, entiéndelo de cualquier otro modo, ¡pero entiéndelo!

Me gustó muchísimo que me mandases el libro con tanta rapidez, a la que no pude corresponder por mi ausencia de Río, y te confieso que la tardanza de mi respuesta, que tal vez te haya indignado, se aumentó porque no sólo lo he leído detalladamente, sino que lo he leído dos veces con toda lentitud y reflexión. Te agradezco mucho la dedicatoria y querría que me dijeses qué te parece mi despiadada crítica; por supuesto, querría que me lo dijeses despiadadamente. Querría saber si en las objeciones que te hago -más bien que te hice, hace tres o cuatro años, porque cuando ataqué a los viejos fue para que lo entendiesen los jóvenes-, querría que me dijeras si hay otras razones -de cualquier índole- que te han llevado por ese derrotero. Y vuelve a plantearse la cuestión ético-estética. Si me dices que el derrotero es sencillamente el que más te gusta, el que, simplemente, te da la real gana, me dejarás convencida, pero no por eso me abstendré de amonestarte. Los que hemos recibido una formación excepcional tenemos la obligación de pagarla educando a los padres: educando a la MADRE PATRIA... No te pongas colorado -yo me pongo, al decirte esta desmesura, pero no importa porque ni tú me ves ni yo te veo.

¿Qué se dice en esa santa casa...? Imagino que el contento es general. Uno de estos días escribiré largo.

Te felicito, te deseo comprensión por parte de la crítica y por parte de los próximos no es dudoso que la tendrás plenaria.

Nuevamente mil gracias y un fuerte abrazo.

Rosa