Image: Diderot, paladín del comercio de libros

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Letras

Diderot, paladín del comercio de libros

Seix Barral publica la defensa del filósofo francés contra los prejuicios que sufría el gremio de libreros en el siglo XVIII

28 marzo, 2013 01:00

Denis Diderot, por Louis-Michel van Loo

En 1763, el gremio de libreros de París encargó a Denis Diderot una defensa ante las restricciones comerciales que sufría un sector al que las autoridades contemplaban llenas de prejuicios. Así surgió 'Carta sobre el comercio de libros' (Seix Barral), un documento en el que Diderot aboga por el progreso y la cultural que acompañan el acceso a la literatura. "Entre las diferentes causas que han concurrido a librarnos de la barbarie, no se puede obviar la invención de la imprenta. Desanimar, abatir, envilecer este arte es actuar a favor del retraso", escribió. El texto rompe además una lanza en contra de la censura y a favor de la propiedad intelectual, asunto de plena actualidad ante la incertidumbre del futuro del libro en formato papel.

A continuación pueden leer el comienzo de 'Carta sobre el comercio de libros'.


Carta histórica y política dirigida a un magistrado sobre la Librería, su estado antiguo y actual, sus reglamentos, sus privilegios, los permisos tácitos, los censores, los vendedores ambulantes, el cruce de puentes y otros asuntos relativos al control literario.

Usted desea, señor, conocer mis ideas acerca de un tema que considera importante y que en verdad lo es. Me siento muy honrado por su confianza; merece que le responda con la rapidez que me exige y la imparcialidad que tiene derecho a reclamar en un hombre de mi carácter. Usted me cree instruido; yo poseo, en efecto, los conocimientos que otorga la experiencia cotidiana, a los que se suma el convencimiento escrupuloso de que no siempre alcanza la buena fe para disculpar los errores. Pienso sinceramente que en las discusiones que atañen al bien común sería mejor callar antes que exponerse, incluso con las mejores intenciones, a imbuir de ideas falsas y perniciosas el espíritu de un magistrado.

Ante todo he de decirle, señor, que aquí no se trata simplemente de los intereses de una comunidad. Qué me importa que exista una comunidad de más o de menos; a mí, que soy uno de los más celosos partidarios de la libertad entendida en su acepción más amplia; que sufro con pesar al ver cómo el último de los talentos padece trabas en su ejercicio, al ver cómo esos brazos que la naturaleza dio a la industria quedan amarrados por los convencionalismos; yo, que siempre estuve convencido de que las corporaciones son injustas, funestas, y que vería en su abolición entera y absoluta un paso hacia una manera más sensata de gobernar.

De lo que aquí se trata es de examinar, según el estado en que se encuentran las cosas e incluso a la luz de las suposiciones, cuáles serán las consecuencias de los daños existentes y que podrían infl igirse a nuestra Librería; si debe seguir soportando por mucho tiempo más los negocios que los extranjeros hacen con su comercio; cuál es la relación entre ese comercio y la literatura; si es posible que empeore uno sin menoscabo del otro, o que un librero se empobrezca sin arruinar al autor; cuáles son los privilegios de los libros; si esos privilegios deben comprenderse bajo la denominación general y odiosa de «otras exclusividades»; si existe algún fundamento legítimo para limitar su duración y negar su renovación; cuál es la naturaleza de los fondos editoriales de una librería; cuáles son los títulos que avalan la posesión de una obra al librero cuando la adquiere por cesión de un literato; si tales títulos son momentáneos o perpetuos. El examen de esos diferentes puntos me conducirá al esclarecimiento de otros que usted me consulta.

Pero ante todo, señor, piense que, sin hablar con la ligereza indecente de un hombre público al decir, en cualquier circunstancia, que si se ha reconocido la elección de un mal camino no habrá más que volver atrás y regresar sobre los pasos dados -manera indigna y estúpida de reírse del estado y la fortuna de los ciudadanos-, piense, digo, que resulta más enojoso caer en la pobreza que nacer en la miseria; que la condición de un pueblo embrutecido es peor que la de un pueblo bruto; que una rama de comercio extraviada es una rama de comercio perdida, y que en diez años se causan más daños de los que se pueden reparar en un siglo. Piense que cuanto más constantes sean los efectos de un mal control, más esencial será actuar con seriedad, tanto si se trata de establecer como de suprimir; en este último caso, debo preguntar si no caeríamos en una vanidad muy extraña, si no infligiríamos una injuria gratuita a quienes nos precedieron en este ministerio tratándolos de imbéciles, por evitar el esfuerzo de evocar el origen de nuestras instituciones sin examinar las causas que las suscitaron ni las revoluciones favorables o adversas que conocieron. Me parece que es en la historia de las leyes y los reglamentos donde se deben investigar los verdaderos motivos para seguir o abandonar el camino trazado. Es por donde comenzaré. Será indispensable observar los hechos de lejos; no obstante, si con ello no digo nada nuevo, al menos podrá reconocer que confi rmo las nociones preliminares que usted me suponía. Espero, entonces, señor, que tenga la gentileza de seguirme.

Los primeros impresores que se establecieron en Francia trabajaron sin competidores y no tardaron en acumular una justa fortuna. Sin embargo, no fue con Horacio, ni con Virgilio, ni con otros autores de semejante vuelo, que la naciente imprenta ensayó sus primeros pasos. En el comienzo se publicaban obras de poco valor, breves y que respondían al gusto de un siglo bárbaro. Es de presumir que quienes se acercaron a nuestros antiguos tipógrafos, celosos por consagrar a este arte la ciencia que profesaban y que consideraban como la única esencial, infl uyeron en sus elecciones. Me parecería obvio que un capuchino aconsejara a Gutenberg comenzar por la Regla de San Francisco.

Pero más allá de la naturaleza y el mérito de una obra, fue la novedad de la invención, la belleza de la ejecución, la diferencia de precio entre un libro impreso y uno manuscrito, lo que favoreció la rápida difusión del primero. Después de aquellos ensayos del arte más importante que se pueda imaginar para la propagación y la duración de los conocimientos humanos, ensayos que dicho arte no ofrecía al público sino como anticipo de lo que un día podría esperarse -puesto que estaban destinados a quedar obsoletos a medida que se adquirieran más luces, y hoy sólo son de interés para algunos personajes curiosos que prefi eren un libro raro a un buen libro-, sólo después, digo, un bibliómano como yo, y un erudito ocupado en la historia de la tipografía como el profesor Schoepflin, emprendimos la realización de obras de utilidad general y uso cotidiano.

Pero esas obras son escasas; al ser producidas en casi todas las imprentas de Europa a la vez, devinieron corrientes, y sus ventas no se fundaron ya en el entusiasmo por un arte nuevo y justamente admirado. En aquel entonces eran pocas las personas que leían; un comerciante no sentía la avidez de poseer una biblioteca ni de arrebatarle a precio de oro y plata a un pobre literato un libro que le fuera de utilidad. ¿Qué hizo el impresor? Ya enriquecido por sus primeras tentativas y alentado por algunos hombres lúcidos, aplicó su trabajo a obras preciadas pero de uso menos corriente. Algunas gustaron y se agotaron con una rapidez proporcional a una infinidad de circunstancias diversas; otras fueron negligentes y hubo algunas que no reportaron ningún benefi cio al impresor. Sin embargo, las pérdidas que aquellas obras ocasionaron resultaron equilibradas por las ganancias de las que acertaron, así como también por la venta común de libros necesarios que compensaron su parte con rentas continuas; ésa fue la fuente de ingresos que inspiró la idea de constituir un fondo editorial de librería.

Un fondo de librería consiste en un número más o menos considerable de libros apropiados para los diferentes estamentos de la sociedad, y surtido de tal manera que la venta más lenta de unos se compense con la venta rápida de otros, favoreciendo el incremento de la primera posesión. Cuando no se ciñe a estas condiciones, un fondo es ruinoso. Apenas se comprendió esa necesidad, los negocios se multiplicaron al infi nito y enseguida los sabios, que siempre han sido pobres, pudieron conseguir las principales obras de cada género a un precio módico.

Hasta aquí todo está bien y nada anuncia la necesidad de un reglamento ni de cosa alguna que se parezca a un código de librería.

Pero para comprender adecuadamente lo que sigue, deberá persuadirse, señor, de que esos libros eruditos o importantes no tuvieron, no tienen, ni tendrán más que un número limitado de compradores. Sin el fasto de nuestro siglo, que desgraciadamente se ha extendido a toda suerte de bienes, tres o cuatro ediciones, incluso de las obras de Corneille, de Racine o Voltaire, serían sufi - cientes para toda Francia. Cuántas menos serían necesarias de Bayle, de Moréri, de Plinio, de Newton y de una infi nidad de otras obras. Antes de nuestro tiempo, que se interesa por lo banal a costa de lo útil, la mayor parte de los libros pertenecía al último caso; las rentas continuas que generaban las obras comunes y cotidianas, más la venta de un reducido número de ejemplares de ciertos autores destinados a unos pocos, mantenían el celo de nuestros comerciantes. Hagámonos la cuenta, señor, de que las cosas estuvieran ahora como estaban entonces; supongamos que esa especie de armonía subsistiera entre los libros difíciles y los de rendimiento fácil. En ese caso se podría quemar el código de librería: sería inútil.

Sin embargo, sucede que la industria de un particular abre un camino nuevo y son muchos los que se apuran a seguirlo. Enseguida los impresores se multiplicaron, y sus libros de primera necesidad y de utilidad general, aquellos trabajos cuya venta e ingresos constantes fomentaron la emulación del librero, se volvieron comunes y de un rendimiento tan pobre que se necesitó más tiempo para agotar una pequeña tirada que para consumir la edición entera de otra obra. La ganancia de los bienes corrientes era casi nula, y el comerciante no recuperaba con los trabajos seguros lo que perdía con los otros, pues ninguna circunstancia podía modifi car su naturaleza e incrementar su difusión. La suerte de las obras singulares ya no se equilibraba con la seguridad de las obras corrientes y, de este modo, una ruina casi segura conducía al librero a la cobardía y al letargo. Pero entonces aparecieron algunos de esos hombres raros, que han quedado para siempre en la historia de la imprenta y las letras; hombres que, animados por la pasión del arte, convencidos por la noble y ciega confi anza que les inspiraban sus talentos superiores, impresores de profesión que conocían profundamente la literatura y eran capaces de afrontar todas las difi cultades, concibieron los proyectos más atrevidos. Hubieran salido airosos, con honor y provecho, de no haber ocurrido un problema que usted ya supone, y que nos aproxima a la triste necesidad de recurrir a la autoridad en un asunto de comercio.