Image: La malevolencia de Saki

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Letras

La malevolencia de Saki

Navona edita doce relatos irreverentes de Hector Hugh Munro, ácido cronista de la Inglaterra victoriana

7 febrero, 2013 01:00

Hector Hugh Munro, la identidad que se escondía tras Saki

Hector Hugh Munro nació en Akyab, Burma, en 1870, cuando la India aún pertenecía al Imperio británico. Bajo el seudónimo Saki firmó desde novelas hasta libros históricos, aunque la faceta en la que sobresalía era en los cuentos breves. Con un humor ácido, retrató con irreverencia a la sociedad victoriana y a la aristocracia y las clases altas, tan dadas a su hora del té y sus cacerías de zorros. En 'Doce cuentos malévolos' (Navona), Saki evidencia su influencia de Oscar Wilde y Rudyard Kipling.

A continuación se puede leer el cuento 'La fiesta de Némesis', incluido en 'Doce cuentos malévolos'.



La fiesta de Némesis

-Qué bien que el Día de San Valentín haya pasado de moda -dijo la señora Thackenbury-, porque con Navidad, Año Nuevo y Pascua, para no hablar de los cumpleaños, ya tenemos suficientes días conmemorativos. Intenté ahorrarme problemas en Navidad enviando simplemente flores a todos mis amigos, pero no funcionó. Gertrude tiene once invernaderos y unos treinta jardineros, así que hubiera sido ridículo enviarle flores; y Milly acaba de poner una floristería, así que igualmente estaba fuera de toda cuestión. La ansiedad de tener que decidir a toda prisa que les regalaba a Gertrude y a Milly cuando ya me había quitado todo el problema de la cabeza arruinó completamente mi Navidad; y luego la horrible monotonía de las cartas de agradecimiento: «Muchas gracias por sus adorables flores. Ha sido muy amable por su parte acordarse de mí». Naturalmente, en la mayoría de los casos no había pensado en absoluto en los destinatarios; sus nombres figuraban en mi lista de «gente a la que no debe dejarse fuera». Si confiara en acordarme de ellos, habría algunos graves pecados de omisión.

-El problema -le dijo Clovis a su tía- es que todos estos días de intrusiva conmemoración insisten machaconamente en un aspecto de la naturaleza humana e ignoran totalmente el otro; por eso resultan tan mecánicos y artificiales. En Navidad y Año Nuevo las convenciones lo animan y envalentonan a uno para enviar desbordantes y optimistas mensajes de buena voluntad y afecto servil a personas a las que raramente invitarías a comer a menos que alguien más te hubiera fallado a última hora. Si estás cenando en un restaurante en la Nochevieja se te permite -y se espera de ti- que cojas las manos y cantes «Los viejos buenos tiempos» con extraños a los que nunca habías visto y que nunca volverás a ver. Pero esa licencia no se permite a la recíproca.

-A la recíproca... ¿Qué recíproca? -preguntó la señora Tackenbury.

-No hay cauces para mostrar tus sentimientos hacia las personas a las que simplemente detestas. Esta es realmente la urgente necesidad de nuestra moderna civilización. Piense simplemente lo alegre que sería consagrar un día aparte para saldar viejas deudas y rencillas, un día en el que uno pudiera permitirse ser elegantemente vengativo con los integrantes de una escogida y entrañable lista de «gente a la que no puede perdonarse ». Recuerdo que cuando estaba en el colegio privado teníamos un día -el último lunes del trimestre, creo que era- consagrado a la resolución de disputas y rencillas. Por supuesto, no lo apreciábamos como merecía, porque, después de todo, cualquier día del trimestre podía usarse para tal propósito. Aun así, si uno había castigado semanas atrás a un chico más pequeño por haberse mostrado atrevido, uno siempre podía permitirse ese día refrescarle el episodio en su memoria castigándole de nuevo. Es lo que los franceses llaman reconstrucción del crimen.

-Yo le llamaría reconstrucción del castigo -dijo la señora Thackenbury-; y, de cualquier modo, no se me ocurre cómo se podría introducir un sistema de primitivas venganzas escolares en la vida adulta civilizada. No es que nuestras pasiones se hayan empequeñecido, pero se supone que hemos aprendido a mantenerlas dentro de los estrictos límites del decoro.

-Naturalmente, la cosa habría de hacerse furtiva y educadamente -dijo Clovis-. Su encanto residiría en que nunca sería algo mecánico, como lo otro. Veamos, por ejemplo. Usted se dice a sí misma: «Debo tener alguna atención con los Webley, que fueron amables con el querido Bertie en Bournemouth», y les envía un calendario; y diariamente, durante seis días seguidos después de Navidad, Webley hombre le pregunta a Webley mujer si se ha acordado de darle las gracias por el calendario que les envió. Bueno, traslade la idea al otro lado -el más humano- de su naturaleza y dígase a sí misma: «El próximo jueves es el Día de la Venganza. ¿Qué diablos podría hacerle a esa odiosa gente de la puerta de al lado que armó un escándalo tan absurdo cuando Ping Yang mordió a su hijo pequeño?». Luego se levanta terriblemente temprano el día señalado, se cuela en su jardín y excava su pista de tenis en busca de trufas con un buen rastrillo de jardinería, escogiendo, por supuesto, aquella parte de la pista protegida de miradas por los arbustos de laurel. No encontrará ninguna trufa, pero hallará una gran paz, como ningún regalo podría darle.

-No podría -dijo la señora Thackenbury, aunque su aire de protesta sonaba algo forzado-. Me sentiría un gusano si hiciera tal cosa.

-Exagera usted la capacidad de destrozo que podría desplegar un gusano en el limitado tiempo de que dispondría -dijo Clovis-. Si le dedica usted diez minutos, con verdadera tenacidad y un rastrillo realmente bueno, el resultado debería sugerir la actuación de un topo inusualmente enérgico o de un tejón muy rápido.

-Adivinarían que lo había hecho yo -dijo la señora Thackenbury.

-Por supuesto que lo harían -dijo Clovis-. Eso supondría la mitad de la satisfacción del asunto, igual que le gusta que la gente en Navidad sepa qué regalos o tarjetas les ha enviado usted. El asunto será mucho más fácil de manejar, por supuesto, cuando se mantienen relaciones de aparente afabilidad con el objeto de su desagrado. Esa pequeña glotona de Agnes Blaik, por ejemplo, que no piensa en otra cosa que en comida. Sería bastante sencillo invitarla a un picnic en algún claro de un espeso bosque y que se perdiera justo antes de que se sirviera el almuerzo. Para cuando la encontraran, ya no quedaría ni una migaja de comida.

-Requeriría una estrategia sobrehumana que Agnes Blaik se perdiera cuando el almuerzo es inminente. De hecho, no creo que pudiera hacerse.

-Entonces invite a más gente, personas que la desagraden, y pierda el almuerzo. Podría haber sido enviado por error a otra dirección.

-Sería un picnic espantoso -dijo la señora Thackenbury.

-Para ellos, no para usted -dijo Clovis-. Usted se habría tomado un temprano y reconfortante piscolabis antes de empezar y podría mejorar la ocasión mencionando con detalle los diversos manjares que componían el banquete perdido: la langosta Newburg, la mayonesa de huevo y el curry que iba a ser calentado en el hornillo. Agnes Blaik estaría delirando antes de que hubiese llegado usted a la lista de vinos; y en el largo intervalo de la espera, antes de que abandonaran cualquier esperanza de que llegase el almuerzo, usted podría inducirlos a jugar estúpidos juegos, como ese tan idiota de «el festín del Lord Mayor», en el que cada uno ha de escoger el nombre de un plato y hacer alguna nadería cuando se menciona. En ese caso, probablemente romperían a llorar cuando se mencionara su plato. Sería un picnic celestial.

La señora Thackenbury guardó silencio durante un momento. Probablemente estaba elaborando una lista mental de las personas que invitaría al picnic del duque Humphrey. Enseguida preguntó:

-Y ese joven odioso, Waldo Plubley, que tanto se mima... ¿Has pensado en algo que pudiera hacérsele? -evidentemente, estaba viendo las posibilidades del Día de la Venganza.

-Si hubiera algo así como una observancia general de la fiesta -dijo Clovis-, Waldo estaría tan solicitado que habría que concertar su asistencia con semanas de antelación; e incluso así, si hubiera brisa del este o una o dos nubes en el cielo, se cuidaría tanto a sí mismo que no saldría de casa. Sería bastante divertido que pudiera usted atraerle a una hamaca en el huerto, justo al lado de donde cada verano aparece un nido de avispas. Una hamaca confortable en una tarde cálida apelaría su talante indolente, y luego, cuando se estuviera adormilando, una mecha encendida arrojada al nido haría salir de él a las avispas en indignado pelotón y pronto hallarían una «casa fuera de casa» en el gordo cuerpo de Waldo. Lleva su trabajo levantarse con prisas de una hamaca.

-Le picarían hasta matarlo -protestó la señora Thackenbury.

-Waldo es una de esas personas a las que la muerte mejoraría mucho -dijo Clovis-, pero si no quiere usted llegar tan lejos como eso, podría tener a mano un poco de paja húmeda y encenderla bajo la hamaca a la vez que arroja la mecha en el nido. El humo mantendría alejadas de la línea de picadura a todas las avispas, excepto a las más belicosas, y mientras Waldo se mantuviera bajo su protección, evitaría un daño más serio y podría eventualmente ser devuelto a su madre, todo él ahumado e hinchado por algunas partes, pero aún perfectamente reconocible.

-Su madre se convertiría en enemiga mía de por vida -dijo la señora Thackenbury.

-Eso sería una felicitación menos que enviar en Navidad -dijo Clovis.