Image: A Azcona le gustaban las guapas

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Letras

A Azcona le gustaban las guapas

Fulgencio Pimentel y Pepitas de calabaza recopilan en tres volúmenes las colaboraciones del guionista en La Codorniz

8 enero, 2013 01:00

Rafael Azcona

'¿Por qué nos gustan las guapas?' es el primer tomo de los tres dedicados a la obra producida por Rafael Azcona durante su etapa en 'La Codorniz' entre 1952 y 1958,. Fulgencio Pimentel y Pepitas de calabaza recogen los textos y las viñetas de un joven desbordado de talento que huía de la mediocridad provinciana para ganarse la vida como escritor.

A continuación pueden leer algunas de las piezas publicadas en '¿Por qué nos gustan las guapas?', cargadas de ese humor delicado y cáustico que impregnó películas como '¡Ay, Carmela', 'El pisito' y 'Belle epoque'.



El inspector de tontos

-¡Soy el inspector de tontos del pueblo! -gritó el severo señor que llegó a la alcaldía.

-¿Viene usted de inspección? -le preguntó el alcalde.

-¡Naturalmente! ¡Vamos, vamos, el tonto en seguida, que tengo que recorrer muchos pueblos...!

El alcalde se metió los dedos en la boca y silbó como una locomotora. Un tambor comenzó a redoblar lejano, para ir acercándose con rapidez, y entrar delante del hombre que lo aporreaba.

-¿Qué manda el señor alcalde? -preguntó el alguacil sin cesar de tocar el tambor.

-Dile al Marmerto que está aquí el inspector...

-Como el tonto no sea de buena calidad, voy a tener que levantar un acta. ¡Ya se lo aviso...!

-No se preocupe usté: el Marmerto es un tonto de primera.

Ya hacía muchos años que el pueblo no tenía un tonto tan bueno. Los veraneantes están encantados con él... El tambor se acercaba, y pronto entró el alguacil precediendo a un tipo con bastante cara de imbécil. El inspector, consultando su libreta de apuntes, ordenó:

-¡Que haga alguna tontería!

Entonces, el tonto escupió sobre el alguacil, que seguía tocando el tambor.

-¡Más, más...!

El Mamerto cazó una mosca.

-¡Más, más...!

-¡Anda, Mamerto -intervino el alcalde-, dile a ese señor eso que sabes.

El tonto, muy contento, canturreó:

-A mí me llaman el tonto,
el tonto de mi lugar.
Todos viven trabajando,
yo vivo sin trabajar.

-¿No se lo dije yo? -exclamó el alcalde entusiasmado.

El inspector, mordiéndose el bigote, se fue con el alcalde a merendar jamón a la bodega.

Hasta que este volvió a las seis horas, el alguacil siguió tocando el tambor y el Mamerto continuó con sus tonterías.

-Ya podéis parar -les dijo el alcalde-. El inspector ya se fue...

Mientras el alguacil se retiraba a tambor batiente, el inspector, rechinando los dientes, dijo:

Calló el tambor, Mamerto dejó sus tonterías y el alcalde les dio un cigarro a cada uno.

N.o 571, 26-10-1952




El nuevo pobre

Se le notaba mucho, a pesar de sus esfuerzos por disimularlo; era un nuevo pobre ridículo, recién llegado de la clase media. Hacía demasiado ostentación de su indigencia: sus andrajos y su mugrienta catadura eran muy exagerados, y la voz con que pedía por caridad un centimito resultaba lastimosa con exceso. Me fastidiaba un poco acostarme bajo el puente con un tipo así, pero por una noche...

Se puede ser pobre y tener un poco de educación; por esto le dije:

-¿Me permite ocupar esta piedra?

El tonto de él me miró por encima del hombro; no podía adivinar tras de mis harapos bien cuidados al pedigüeño que yo soy, con una limpia ascendencia de mendicantes profesionales hasta la séptima generación, mendigo por la fuerza de la sangre y vago por convicción. Le oí refunfuñar:

-¡Qué asco...! Siempre está uno a merced de cualquier advenedizo. No quise hacerle caso, ¿para qué? Soy demasiado orgulloso como para entablar una discusión con un recién llegado. Me limité a dar una buena patada a cada una de sus espinillas y me tendí a su lado.

Ya me había yo olvidado del incidente fumando la última colilla de aquel día, cuando lo vi ante mí, en pie e inclinado servilmente. Algún compañero se había encargado de explicarle la categoría de mi indigencia, y el pobre hombre se apresuraba a presentarme sus excusas:

-¡Perdóneme, ignoraba... Es que hay tanta confusión en las clases, que creí... Ha sido sin querer y si en algo le he molestado... Estoy dispuesto a...!

¡Pobre diablo! Hasta en esto se le veía la oreja; un verdadero pobre, consciente de su categoría, se hubiera disculpado de bien distinta manera... Le dejé que hablara hasta que comenzó a respirar entrecortadamente y luego le di cinco céntimos.

Me marché al otro extremo del puente; el tipo olía demasiado a miseria para que de verdad fuera un mísero... Y es que hay que nacer.

N.o 572, 2-11-1952




Don Herminio

Me dijo mi abuela que iba a venir don Herminio y automáticamente me puse enfermo; no me sirvió de nada: el terrible señor me hizo salir de la cama a bastonazos y me obligó a acompañarle a dar su paseata por los campos. Apenas salimos a la calle se dispuso a colocarme su rollo; carraspeó y acercando su típica bocinilla a mi oído comenzó:

-Jovencito: es necesario que sepas lo que hay que hacer en caso de naufragio. No estoy dispuesto a consentir que cualquier día, por un quítame allá esas olas, te ahogues como un tonto o, lo que sería peor, permitas que se ahogue a tu lado por impericia una anciana desvalida. Como no tenemos a mano un mar, vamos a acercarnos al arroyo; antes nos proveeremos de poleas, salvavidas, botes y anclas en este comercio precisamente.

Una vez que yo cargué con la impedimenta, don Herminio prosiguió mientras nos aproximábamos al riachuelo:

-Lo primero que hay que tener en cuenta es la profundidad de las aguas: sería gordo disparate realizar los ejercicios natatorios en aguas de poco calado, ya que te lastimarías las rodillas y los codos con las pedrezuelas del fondo. Pero supongamos que encontramos un pozo en el río: ¿Qué harías tú?

-Pues yo...

-¡Tú, tú, tú...! Lo primero sería arrojarse al agua, ¿no es eso, mentecato? ¡Admite que sí, imbécil!

-Admito.

-Muy bien. Una vez en el agua, examinarías la situación.

De no haber bote, polea ni salvavidas alrededor, tu deber sería... ¿Cuál sería tu deber, mentecato?

-¿Pedir socorro...? -musité débilmente, con la esperanza de acertar. No acerté, claro. Así me lo demostró el bastonazo que recibí en el occipucio.

-¡Botarate! ¿Es que piensas que iba nadie a sacarte del apuro? ¡Para eso están los tiempos, tonto! ¡La gente tiene otras cosas que hacer...! O ¿crees que todo el mundo se va a preocupar por ti? ¡Ya me has hecho desbarrar, cataplasma! Bien; hemos llegado al río. He aquí el líquido y proceloso elemento: ¿qué te sugiere la vista del agua?

Intenté ganar tiempo poniendo cara de pensar, pero mi acompañante no toleraba ni aun la buena voluntad. Era un hombre de acción y en el acto me golpeó con firmeza:

-¡Memo, que eres un memo! ¿Crees que el agua te va a permitir la reflexión? ¡El agua abrirá sus insondables abismos para tragarte de una vez y para siempre! ¡Ea, manos a la obra! ¡Arrójate al río! ¡Que te arrojes, he dicho!

-Pero... ¡sí...!

De un empujón me echó al agua. El tortazo que me di contra las pedrezuelas del fondo fue de aúpa. Tuve una idea luminosa y decidí ponerla en práctica rápidamente: acallando mi dolor con vigorosas fricciones, procuré sumergirme todo lo posible en las claras espumas y golpeé con los pies el agua para impedir que don Herminio se percatara de mi estratagema:

-¡Socorro! ¡Socorro! -grité como un condenado.

-¡Bestia! ¡Bestia! -me respondió el tipejo, como si fuera el eco-. ¡Mueve los brazos! ¡Sálvate por tus propios medios! ¡Practica la natación! ¡Vamos, vamos! Así, así, eso es... Muy bien... muy bien...

Durante unos minutos hice como que nadaba. Pero don Herminio no se conformaba con esto; de pronto se despojó de su chaleco y de su bisoñé y, lanzándose al agua, gritó por el aire:

-¡Soy una anciana! ¡Soy una anciana indefensa! ¡A mí! ¡A mí!

Cayó a plomo. Cuando vi que no se movía me asusté, un poco; luego, después de comprobar que solo era un desmayo pasajero, le puse al lado el bote, los salvavidas, las poleas y las anclas, y me fui corriendo a reunirme con Adelita. Comprendo que hice mal, pero... ¡que diablo! A mí es esto lo que me gusta.

N.o 602, 31-5-1953