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Letras

Todos los cuentos

Antonio Pereira

21 septiembre, 2012 02:00

Antonio Pereira

Madrid. Siruela, 2012. 892 páginas. 29'50 euros

El fallecimiento de Antonio Pereira (Villafranca del Bierzo, 1923-León, 2009) ha producido, como adecuada compensación, dos ediciones recopilatorias de la obra breve del escritor, de características y tonelaje diferentes. La primera, aparecida hace unos meses y titulada Sesenta y cuatro caballos, lleva un prólogo de Juan Carlos Mestre y es una antología con más de sesenta textos, de los que algo más de la mitad son poemas y el resto cuentos muy representativos, lo que es un acierto, porque la poesía de Pereira -y lo mismo podría afirmarse de sus tres novelas largas- se ha difundido menos que sus relatos breves, con los que guarda, sin embargo, una estrecha afinidad, como podrá comprobar cualquier lector que recorra atentamente este conjunto de piezas, seleccionadas con perspicacia, que constituyen un magnífico auxiliar para adentrarse en la literatura del autor berciano, cuya influencia se percibe en una parte considerable de los mejores cultivadores actuales del relato breve, y no sólo, como suele afirmarse con precipitación, en escritores del llamado "grupo leonés", como Juan Pedro Aparicio, Llamazares, Luis Mateo Díez o José María Merino.

De mayor calado, por su amplitud, es la edición de Todos los cuentos, que recoge un total de más de doscientas piezas, cada una de ellas integrada en el volumen que le dio cobijo, lo que viene a restaurar la claridad textual de estos relatos, demasiadas veces mezclados en distintas compilaciones antológicas que impedían tener ante la vista la cronología de los cuentos y apreciar así la evolución del autor. La disposición cronológica es también una clave genética. Permite observar cómo va formándose el estilo narrativo del autor, desde el volumen inicial, Una ventana a la carretera (1967) hasta La divisa en la torre (2007), donde los relatos se apartan de la ficción, aún más decididamente que en la obra anterior, Cuentos de la Cábila, y adquieren a menudo el estatuto de apuntes o leves bosquejos fragmentarios de anécdotas y recuerdos, como si fueran notas sueltas para un posible libro de memorias. A todo ello se añade el último relato del autor, publicado en un periódico pocos meses antes de su muerte y titulado "Bradomín", que constituye una síntesis ejemplar de un tema básico en la obra de Pereira: la relación entre vida y literatura, así como la función compensatoria de ésta en la existencia humana.

Pereira ha justificado su abandono de la novela larga y su permanente cultivo de un género breve como el cuento por el escaso tiempo de que ha dispuesto, por la necesidad de simultanear la escritura "con otros oficios, traslados, traqueteos por muchos ámbitos". Pero lo cierto es que hay en él una irreprimible tendencia a la brevedad, a la recreación de la anécdota única, a la concentración expresiva. Como suele ocurrir en los mejores modelos del género, el cuento de Pereira sugiere, insinúa, deja entrever, plantea jirones de historias posibles que el lector puede, si lo desea, completar con su imaginación, porque incluso puede ocurrir que se escamoteen los datos esenciales de la historia. En "Souvenirs", un hombre y una mujer están ordenando la tienda que se disponen a inaugurar. Es evidente que son inmigrantes, expatriados que tratan de abrirse camino y que dejan atrás una historia penosa de la que nada se dice, pero su desaliento es suficiente para imaginar lo peor y justifica esa mirada compasiva con que Pereira contempla las pobres gentes que a menudo irrumpen en sus relatos. En "El atestado" no sabremos si el camionero detenido es culpable del delito del que se le acusa, o de otro mucho más grave.

Con frecuencia, la historia plantea enigmas que sólo se resuelven de forma inesperada en las últimas líneas del relato, como en la estructura de un soneto barroco. En "Rabanillos" se juega con los misteriosos desplazamientos del personaje a Ponferrada -que parecen sugerir una relación amorosa clandestina- hasta que la línea postrera del relato desvela súbitamente la realidad. A la misma estructura compositiva responden "Los brazos de la i griega" o "Truman Capote cuenta un cuento".

Como contrapartida, existen los cuentos de final abierto, de los que Pereira ofrece ejemplos magistrales, que parecen exigir al lector que continúe la historia a su aire, ya fuera del relato. En "El vuelo", ¿cómo se resolverá el encuentro fortuito del narrador con la atractiva mujer que viaja a su lado? Es necesario releer el texto, que contiene, hábilmente diseminadas, pistas suficientes, signos premonitorios que apuntan a un desenlace concreto. Algo similar ocurre con los personajes que acaban de conocerse, tras despedir a sus respectivos cónyuges en el aeropuerto, en "El hilo de la cometa". Y no se cuenta cuál será la reacción del adolescente Ramón ante las insinuaciones de su prima en "La espalda de Elisa", o qué hará por fin el escritor de "Una semana y un día", que duda entre aceptar una invitación para publicar en una revista importante que le proporcionaría notoriedad o hacerlo en otra modestísima a la que lo empuja una amante ocasional.

Estos finales brumosos, que permiten al lector participar a su manera en la reconstrucción de los sucesos narrados, se inscriben a veces en otra estructura compositiva muy frecuente en Pereira: la del cuento dentro del cuento. En "Mientras viene el trenillo", la historia principal es la de un matrimonio y una nieta que aguardan la llegada del ferrocarril. Al contemplar las vías, la mujer evoca su lejana juventud, cuando acudía con sus amigas a la estación a ver pasar los trenes, y brota el recuerdo de una breve parada efectuada por un tren repleto de soldados camino del frente, con uno de los cuales mantuvo Rosa una brevísima conversación que concluyó con la marcha del militar y su promesa de escribirle. Pero la carta nunca llegó, y los pensamientos actuales de Rosa, convencida de que el soldado había muerto, giran en torno a lo que podría haber sido su vida en otras circunstancias. Esta historia dentro de otra historia, que suscita al cabo de muchos años el recuerdo de lo que pudo haber sido y no fue y descubre un hueco sentimental del personaje, invita al lector a que imagine la razón del silencio del soldado, e incluso a que construya otra historia apoyada en la hipótesis de que a Rosa le hubiera llegado la carta prometida.

Ha señalado Pereira cómo "lo primero es tener una historia que contar". Por eso el alevín de escritor que confiesa a sus amigos -en el cuento más breve del autor, de apenas seis líneas- cómo por fin ha encontrado un verso inicial para su obra ("Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos"), recibe este comentario: "Es un buen empiece, Pepín. Pero ahora qué". En el brevísimo relato "Picassos en el desván" se embuten tres historias posibles: la del novelista que busca argumentos insólitos, la crónica del periódico acerca de un párroco que vende unas casas y la que, fundiendo todos los datos, podría forjarse el lector. Con enorme fertilidad imaginativa, Pereira esboza en "El sedentario" varias historias posibles de otros tantos solteros provincianos para desarrollar luego otra. Hay relatos que ponen de relieve el poder de la palabra, incluso cuando sólo se percibe como una secuencia sonora, como sucede en el extraordinario cuento "Palabras, palabras para una rusa", que, procedente del volumen El síndrome de Estocolmo (1988), produce una especie de actualización tardía en el titulado "Con ‘la rusa' en Tarragona" (incluida en La divisa en la torre, 2007). Y es preciso recordar, entre los cuentos que tienen la España de la posguerra como telón de fondo -como "El encargo" o "El gobernador"-, un título imperecedero: "Los preventivos", pieza de lectura obligatoria que resume admirablemente medio siglo de vida española. Todos los cuentos es un regalo para el lector.