Image: Sobrevivir a Hiroshima

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Letras

Sobrevivir a Hiroshima

Ediciones Pasado&Presente publica las Cartas desde el fin del mundo de Toyofumi Ogura

21 marzo, 2012 01:00

Imagen de cubierta del libro: "Madre e hijo en tierras devastadas". Foto: Alfred Eisenstaedt, Getty Images

Cuando las Cartas desde el fin del mundo, de Toyofumi Ogura (1899-1996), se publicaron en 1948 en japonés, se convirtieron en el primer testimonio jamás escrito de un bombardeo atómico. Lo que Ogura, superviviente de la masacre, creía la explosión de un polvorín había sido una aniquilación por bomba atómica sin precedentes en el mundo. En estas cartas, que recupera por primera vez en español Ediciones Pasado & Presente, el autor se dirige a su mujer, Fumiyo, fallecida en medio de sufrimientos agónicos a causa de la radioactividad. En el prólogo, el escultor y poeta Kotaro Takamura (1883-1956), estremecido por la lectura, escribió: "Si la muerte cruel de tantas personas no ayuda a alumbrar el camino hacia una humanidad pacífica, ¿para qué servirá? Cualquier político o militar que leyera esta crónica perdería las ganas de hacer la guerra."

A continuación puede leer un extracto del libro.


Carta 7

EL ENCUENTRO

Fumiyo:
La carta que te voy a escribir hoy es alegre, aunque esa alegría sea como la última luz de una vela que se consume.
Pasadas las siete de la tarde del 7 de agosto, oí que alguien me llamaba desde fuera de la residencia. Salí a toda prisa y vi que era Nakamura, uno de los estudiantes que estaba viviendo allí.
- Profesor, su mujer está en la escuela nacional de Fuchu.
- ¿Eh? ¿en Fuchu?
Más que contento, estaba sorprendido. De hecho, no me acababa de creer lo que me había dicho, porque no me imaginaba que hubieras podido llegar a Fuchu desde Funairi. Era una distancia de unos cinco o seis kilómetros. Sin embargo, Nakamura logró convencerme.

Estaba buscando a personas de la fábrica o de la escuela entre los cuerpos aún vivos que estaban en el puesto de socorro improvisado en el salón de actos de la escuela nacional de Fuchu, cuando de repente lo llamaste y le preguntaste por mí. Supongo que reconociste su uniforme y pensaste que igual él sabría algo. Nakamura no te conocía, pero supuso que eras mi mujer. Intentó traerte en seguida, pero por desgracia no quedaba ninguna camilla libre. Arregló las cosas para que te llevaran a la enfermería de la fábrica en cuanto hubiese una disponible, y después de decirte que yo estaba sano y salvo en la residencia, volvió hacia aquí.

Hasta ese día no había tratado nunca con Nakamura, ya que no era alumno de mi clase. El caso fue que se encontraba en el despacho de la residencia justo cuando llegué. Se disponía a salir para realizar tareas de salvamento junto con un grupo de jóvenes trabajadores que portaban camillas. Como nos saludamos brevemente, sabía que yo estaba en la fábrica. Supongo que él tampoco me conocía de antes. Me pregunto qué habría pasado si Nakamura y yo no hubiéramos coincidido en la oficina. Lo que nos volvió a unir a ti y a mí fue una mínima casualidad, o lo que sin duda tú hubieras llamado una «bendición de los dioses». Pero aquel día no me podía permitir pensar en tales cosas.

Nakamura me dijo que en Fuchu había otros heridos que necesitaban atención urgente y que por lo tanto fuera a recogerte con el grupo que se dirigía hacia allí. Cuatro trabajadores jóvenes ya estaban preparados con camillas. En seguida salimos por la puerta trasera de la residencia, que se estaba quedando a oscuras. Los jóvenes caminaban en silencio y yo los seguí sin decir nada. Parecía que se conocían el camino de haberlo recorrido varias veces. Era una carretera campestre, con una ligera pendiente. De vez en cuando nos cruzábamos con personas que llevaban a heridos en carros o camillas y que también caminaban en silencio. Entonces me llegaba un ligero olor a muerte que me recordaba al «campo de batalla sangriento» de la escuela nacional de Koi, donde os había estado buscando a ti y a Kinji la noche anterior.

Había anochecido y no había luna, pero podía distinguir el color blanquecino del camino seco. Sin querer había adelantado a los demás, que iban quedando rezagados. Cada vez que me daba cuenta intentaba aflojar el ritmo, pero al poco volvía a caminar demasiado rápido. Un montón de preguntas rondaban por mi cabeza: ¿Estarías herida o quemada? ¿En qué lugar del cuerpo? ¿Sería grave? A cada una de ellas recordaba el aspecto de los cientos de heridos terminales que había visto.

Poco después llegamos ante la puerta de la escuela nacional de Fuchu. Algunas personas sueltas se movían alrededor de una hoguera que ardía en el patio. Unas hojas de papel clavadas con una chincheta en una pizarra próxima ondeaban cada vez que el fuego flameaba. Allí dije tu nombre y que había venido a recogerte, y una mujer de mediana edad buscó en aquellas hojas. Me informó de que estabas en la sala de actos y me señaló la dirección con la mano izquierda. Al parecer, aquellos papeles eran el registro de personas acogidas en el puesto de socorro.

Pedí a los jóvenes que me esperaran fuera y fui yo solo a la sala de actos. Al igual que la escuela de Koi, desprendía un olor a muerte asfixiante. Pude ver, a la media luz de dos o tres velas encendidas en distintos lugares de la sala, filas de cuerpos tendidos en el suelo. No había tantos como en la escuela de Koi, y estaban más separados unos de otros.

Algunos estaban quietos, como si estuvieran muertos, mientras que otros se agitaban, se incorporaban o se volvían a estirar. Por una parte era una suerte que estuviera oscuro y no pudiera ver el horror en las caras, pero por otra resultaba más difícil identificarte. Con cuidado de no pisar a nadie, fui mirando a uno por uno desde la entrada, inclinándome sobre los cuerpos para verles bien la cara. No te encontraba. Llegué hasta la que creía última víctima, pero no estabas.

Cuando me acercaba a ellos, algunos cerraban los ojos con indiferencia y otros simplemente me ignoraban. A veces me devolvían la mirada con rencor y sus ojos vacíos se me clavaban en el corazón. Seguramente habían sido observados una y otra vez por decenas de personas desde el día anterior, mientras esperaban con impaciencia que la próxima cara fuese la de un amigo o familiar querido. Yo debía de estar defraudando sus expectativas y disipando sus esperanzas.

Así había pasado esa pobre gente un día y una noche, y la segunda noche ya había caído. Había una o dos bolas de arroz cocido al lado de cada víctima, pero sin duda lo que ansiaban no era alimento para el cuerpo, sino para el alma. Aunque sus esperanzas se habían desmoronado decenas de veces, seguían deseando ver las caras de sus amigos y recibir el cariño de sus familiares. Tengo que decir que su desesperación ante las personas desconocidas y su rencor sin fuerzas eran inevitables.

Creí que no iba a poder soportarlo de nuevo, pero como no te había encontrado, volví a buscarte, en esta ocasión empezando desde el fondo. Pero tampoco te vi. la tercera vez di la ronda llamándote en voz baja. Cuando llegué hasta el final y me disponía a retroceder, oí un murmullo a mis pies:

- Estaba aquí hasta hace un momento...
Miré hacia abajo, delante de mí, y vi a una mujer con la cabeza vendada. Estaba sentada con las piernas estiradas, también vendadas, y acunaba a un niño contra su pecho. A su lado había una estera libre con dos bolas de arroz en un rincón. Al inclinarme hacia ella, levantó la cabeza y me preguntó:
- Usted es de la universidad, ¿verdad?
- Sí - le respondí.
- estaba aquí hasta hace un momento... - repitió.
Salí en cuanto la oí, sin ni siquiera darle las gracias. Los jóvenes me esperaban sentados en la entrada, con las piernas extendidas en el suelo y la camilla apoyada en la pared.
- ¿No la ha encontrado?
- No.
- ¿No estará por allí? - me dijo el que parecía más joven.

Al mirar en la dirección que me señalaba, vi una fila de cinco o seis siluetas perfiladas contra las llamas de la hoguera. Estaban tendidas en el suelo en un rincón del patio y parecían cadáveres. Las fui distinguiendo mejor a medida que me acercaba, temeroso.

«¡Es Fumiyo!»
Te reconocí en el acto. No te veía la cara, pero la línea de la silueta desde los hombros hasta las caderas era sin duda la tuya. Corrí hacia ti. Unas moscas echaron a volar, aunque era de noche. Tenías la cara, los brazos y las piernas envueltos con vendas blancas.
- ¡Fumiyo, soy yo! ¿Qué te ha pasado?

Al principio no me dijiste nada, pero debías de ver mi cara a la luz de la hoguera. Pude distinguir tus ojos, tu boca y tu nariz entre las vendas. Tu mirada parecía distraída. Debías de saber, a través de Nakamura, que venía a buscarte, pero parecías completamente desmoralizada. Fijaste tu mirada vacía en mi cara y poco después me dijiste con calma:
- Pensé que había destellado un relámpago enorme. Entonces perdí el conocimiento. Estaba delante de los almacenes Fukuya...
- ¿Delante de Fukuya?
La horrible escena que había visto el día anterior, con todos los cadáveres en la calle de esos grandes almacenes, me vino a la mente con la velocidad del rayo.
- De momento vamos a ponerte en la camilla.
Cuando volví la cabeza, los chicos ya la habían colocado en el suelo y esperaban en silencio. Yo te sujeté la cabeza, un chico te cogió de los pies y otro de la cintura. Te levantamos entre los tres, mientras los otros dos deslizaban la camilla debajo.

Con un gesto que indicaba que estaban acostumbrados a hacerlo, levantaron en seguida la camilla y empezaron a andar. Yo les seguía a un lado. Tú quedabas justo a la altura de mis caderas.

A decir verdad, cuando te encontré pensé que te recuperarías. Desde el día anterior había visto tantas víctimas con heridas y quemaduras horribles, que me había acostumbrado demasiado a ellas. Sin embargo, tú solo te habías quemado en las partes del cuerpo que llevabas descubiertas, es decir la cara, los brazos y las piernas. Se te había rasgado la ropa, pero la conservabas sobre tu cuerpo. Por ello consideré tus lesiones leves en comparación con lo que había visto hasta entonces. Pensé que te recuperarías. Ahora me doy cuenta de que esa primera impresión hizo que subestimara tu estado hasta el último momento.

A lo largo de aquellos cuatro kilómetros de camino en medio de la noche, seguí el ritmo de los jóvenes trabajadores y escuché lo que me ibas contando de forma entrecortada. Estabas lúcida en aquel momento. Pero lo poco que me dijiste sería tu último discurso coherente. Por esto quiero recordar tus palabras y dejarlas por escrito como la única memoria de tu experiencia.