Image: El ascenso del zar postsoviético

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El ascenso del zar postsoviético

La periodista Masha Gessen repasa en El hombre sin rostro la turbia trayectoria de Vladímir Putin, con testimonios confidenciales de alto nivel

29 febrero, 2012 01:00

Vladímir Putin. Foto: archivo

El hombre sin rostro (Debate) es el relato escalofriante de cómo un espía mediocre y cerrado de miras de la KGB ascendió a la presidencia de Rusia y de la noche a la mañana echó por tierra años de progreso convirtiendo a su país una vez más en una amenaza para su propio pueblo y para el mundo entero. Cuidadosamente elegido como sucesor por el entorno de un debilitado y cada vez más impopular Boris Yeltsin, Vladimir Putin parecía la solución perfecta para la oligarquía, para llevar a cabo sus propósitos. De pronto, el hombre que había permanecido entre las sombras, soñando con gobernar el mundo, era una figura pública, y su popularidad se disparaba. Rusia y un occidente miope estaban decididos a ver al líder progresista de sus sueños, aunque hubiera tomado el control de los medios, mandado a enemigos políticos al exilio o a la tumba, y machacado el frágil sistema electoral del país, concentrando el poder en manos de sus compinches.

Como periodista residente en Moscú, Masha Gessen ha vivido esta historia de primera mano, y ha tenido acceso a información y a testimonios exclusivos de alto nivel para construir el relato de cómo un hombre anónimo manipuló su camino hasta alcanzar un poder absoluto y corrupto.

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El presidente accidental



Imagine que tiene un país y nadie que lo dirija. Ese era el problema al que creían enfrentarse Borís Yeltsin y su círculo de confi anza en 1999.

Yeltsin llevaba mucho tiempo muy enfermo. Había sufrido varios infartos y había superado una operación a corazón abierto poco después de haber sido elegido para un segundo mandato en 1996. Mucha gente creía que bebía mucho, una dolencia habitual y fácilmente reconocible entre los rusos, aunque algunas personas de su entorno insisten en que los ocasionales episodios de desorientación y de retraimiento de Yeltsin se debían a sus continuos achaques físicos y no a la bebida. Fuera cual fuese la razón, a Yeltsin se le había notado incoherente o ausente durante varias visitas de Estado, dejando desolados a sus seguidores y decepcionados a sus votantes.

En 1999, Yeltsin, habida cuenta de que su popularidad estaba por debajo del 10 por ciento, no era ni la mitad del político que una vez fue. Aún seguía empleando muchas de las tácticas que en otra época lo encumbraron, realizando nombramientos inesperados, alternando períodos de gobierno intervencionista con otros de laissez-faire y haciendo uso estratégico de su imponente imagen, pero, por aquella época, a lo que más se parecía era a un boxeador que ha perdido la vista, agitándose en el ring, abalanzándose sobre adversarios imaginarios y dejando que se le escapasen los reales.

En la segunda mitad de su segundo mandato, Yeltsin llevó a cabo repetidas y frenéticas remodelaciones en su gobierno. Destituyó a un primer ministro que había ocupado el cargo durante seis años, sustituyéndolo por un desconocido de treinta y seis años, lo restituyó seis meses después y terminó reemplazándolo de nuevo a las tres semanas. Nombró a un sucesor suyo tras otro, desencantándose con cada uno de ellos de forma muy pública, lo que conseguía avergonzar tanto al causante del disgusto de Yeltsin como a cualquiera que presenciase la muestra de rechazo.

Cuanto más errático se volvía el presidente, más enemigos se ganaba y más se unían estos. Un año antes de que expirase su segundo mandato, Yeltsin se encontraba en el vértice de una pirámide muy frágil. Sus muchas remodelaciones habían propiciado la salida de varias generaciones enteras de políticos profesionales; muchos de los ministerios y organismos federales estaban ahora dirigidos por jóvenes mediocres que habían sido atraídos por el vacío de poder en lo más alto. Yeltsin tenía tan pocos aliados de confi anza y estaban tan recluidos que la prensa los llamaba la Familia; entre estos estaban la hija de Yeltsin, Tatiana; su jefe de gabinete, Alexánder Voloshín; su antiguo jefe de gabinete, Valentín Yumáshev, con quien Tatiana se casaría; otro antiguo jefe de gabinete, el economista y arquitecto de la privatización rusa Anatoli Chubáis, y el empresario Borís Berezovski. De la media docena de los llamados «oligarcas» -los hombres de negocios que se habían enriquecido enormemente bajo Yeltsin y que se lo habían agradecido orquestando su campaña de reelección-, Berezovski era el único que seguía fi rmemente junto al presidente.

Legalmente, Yeltsin no tenía derecho a optar a un tercer mandato ni estaba en condiciones físicas de intentarlo, y tenía muchos motivos para temer a un sucesor que le fuese hostil. No solo era un presidente impopular sino que era también el primer político en el que los rusos habían confi ado jamás, y la decepción que sentían su pueblo era tan profunda como entusiasta había sido el apoyo que le dieron en su momento.

El país estaba maltrecho, traumatizado y decepcionado. Había experimentado la esperanza y la unidad a fi nales de los años ochenta, que culminaron en agosto de 1991, cuando el pueblo se enfrentó a la junta que había amenazado al gobierno de Gorbachov. Habían depositado sus esperanzas en Borís Yeltsin, el único líder en la historia de Rusia elegido libremente. A cambio, el pueblo ruso padeció una hiperinflación que en unos pocos meses se tragó sus ahorros de toda una vida, vio cómo burócratas y empresarios abiertamente robaban al Estado y se robaban entre sí y un grado de desigualdad económica y social que nunca había alcanzado. Lo peor de todo fue que muchos, quizá la mayoría, de los rusos perdieron cualquier tipo de confi anza en su futuro y, con ella, el sentimiento de unidad que los había impulsado durante los años ochenta y principios de los noventa.

El gobierno de Yeltsin había cometido el grave error de no afrontar el dolor y el miedo del país. A lo largo de la década, Yeltsin, que había sido un verdadero populista, montando en autobuses y subiéndose a los tanques -lo que la situación exigiese-, se fue retirando a un mundo impenetrable y extremadamente protegido de limusinas negras y reuniones a puerta cerrada. Su primer ministro, el joven y brillante economista Yégor Gaidar, epítome de las reformas económicas postsoviéticas, dejó bien claro en público que pensaba que el pueblo era demasiado estúpido como para tener algo que decir sobre las reformas. El pueblo ruso, abandonado por sus líderes en su momento de duelo, buscó consuelo en la nostalgia; no tanto en la ideología comunista, que hacía décadas que había agotado su capacidad de inspiración, sino en un anhelo por recuperar para Rusia el estatus de superpotencia. En 1999 la tensión podía palparse en el ambiente, lo que justifi caba en gran medida los miedos de Yeltsin y la Familia.

El dolor y la agresividad suelen cegar a la gente. El pueblo ruso no era consciente en buena medida de los logros reales de la década de Yeltsin. A pesar de las muchísimas decisiones erróneas tomadas en el proceso, Rusia había privatizado con éxito muchas de sus empresas, había saneado las más importantes y ahora eran competitivas. A pesar del crecimiento de la desigualdad, una gran mayoría de los rusos había experimentado una mejora general de su nivel de vida: aumentó el número de hogares con televisores, lavadoras y frigoríficos; se duplicó el número de coches, y el número de personas que viajaron al extranjero como turistas casi se triplicó entre 1993 y 2000. En agosto de 1998, Rusia había entrado en quiebra, lo que causó un breve pero importante repunte de la infl ación, pero desde entonces la economía había crecido de manera sostenida.

Los medios de comunicación florecieron: en un período de tiempo inusitadamente corto, los rusos habían aprendido a producir programas de televisión sofi sticados y atractivos, crearon también un número desmedido de publicaciones impresas y varias publicaciones electrónicas incipientes. Se habían abordado muchos de los problemas de infraestructuras del país, aunque desde luego no todos; los trenes interurbanos volvían a ser puntuales, el servicio de correos funcionaba y aumentaba el número de hogares con líneas de teléfono fi jo. Una empresa rusa fundada en 1992, proveedora de servicios de comunicación móvil, había empezado a cotizar, con buenos resultados, en la Bolsa de Nueva York.

Aun así, el gobierno parecía completamente incapaz de convencer al pueblo de que las cosas realmente iban mejor que un par de años antes, y sin duda mejor que una década atrás. La sensación de incertidumbre que los rusos tenían desde que la Unión Soviética se había hundido ante sus ojos era tan enorme, que cualquier pérdida parecía confi rmar el desastre que estaban esperando, mientras que cualquier ganancia se convertía en miedo a una pérdida aún mayor. Yeltsin solo podía recurrir a sus gestos populistas; no podía afrontar o moldear las expectativas; no podía conducir al país en busca de nuevos ideales y de una nueva retórica. Solo podía intentar darle a los rusos lo que querían.

Y lo que querían claramente no era a Yeltsin. Decenas de millones de rusos le hacían personalmente responsable de cada desgracia que les había sucedido durante los diez años anteriores, de sus esperanzas frustradas y de sus sueños rotos -incluso de su juventud perdida-, y lo odiaban apasionadamente. Quienquiera que tomase las riendas del país después de Yeltsin conseguiría que su popularidad subiese fácilmente si decidía procesarlo. Lo que más temía el debilitado presidente era que un partido político denominado Otechestvo- Vsya Rossiya (Patria-Toda Rusia; el nombre, híbrido de dos cabeceras políticas, suena tan poco elegante en ruso como en traducción), dirigido por un antiguo primer ministro y varios alcaldes y gobernadores, llegase al poder, se cobrase venganza contra él y la Familia, y tener que pasar sus últimos días en prisión.

Ahí es donde entró en escena Vladímir Putin.

Según cuenta Berezovski, aunque está trufada de importantes incongruencias, la Familia estaba buscando un sucesor. Un pequeño grupo de personas, aisladas y asediadas, buscaban a alguien que se hiciese cargo de la extensión de tierra más grande del mundo, con todas sus cabezas nucleares y su trágica historia, y lo único más exiguo que el número de candidatos parece que era la lista de requisitos que se les exigían. Cualquiera con un cierto capital político y con verdadera ambición -cualquiera cuya personalidad diese la talla para el cargo- ya había abandonado a Yeltsin. Todos los candidatos eran hombres normales y corrientes vestidos de gris.

Berezovski afi rma que Putin era su protegido. Como me contó en su mansión a las afueras de Londres -mantuve mi promesa de olvidar su ubicación exacta en cuanto volviese a la ciudad-, Berezovski conoció a Putin en 1990, cuando buscaba la forma de extender su negocio a Leningrado. Berezovski era un académico convertido en vendedor de coches. Su negocio era vender Ladas, el nombre que los rusos le habían puesto a un coche fabricado chapuceramente a partir de un modelo muy anticuado de Fiat. También se dedicaba a importar coches europeos usados y a construir talleres donde reparar lo que vendía. Putin, que entonces era ayudante del presidente del consejo municipal Anatoli Sóbchak, había ayudado a Berezovski a abrir un taller en Leningrado y había rechazado un soborno, lo cual fue sufi ciente para que Berezovski se acordase de él. «Fue el primer burócrata que no aceptaba sobornos -me aseguró-. En serio. Me impresionó muchísimo.»

Berezovski adquirió la costumbre de «pasar» por el despacho de Putin cada vez que estaba en San Petersburgo. Conociendo la forma de ser frenética de Berezovski, muy probablemente eran visitas relámpago en sentido literal, durante las que el oligarca debía de irrumpir en el despacho, hablar agitadamente y desaparecer, posiblemente sin prestar demasiada atención a la reacción de su anfi trión. Cuando hablé con Berezovski, le costó mucho recordar algo de lo que Putin le había dicho. «Pero lo veía como una especie de aliado», me dijo. También le impresionó que Putin, ascendido a teniente de alcalde de San Petersburgo cuando Sóbchak pasó a ocupar la alcaldía, rechazara más adelante un cargo con el nuevo alcalde cuando Sóbchak no logró la reelección.

Cuando Putin se trasladó a Moscú en 1996 para ocupar un puesto administrativo en el Kremlin, se empezaron a ver con más frecuencia, en el exclusivo club que Berezovski poseía en el centro de la ciudad. Berezovski había hecho uso de sus contactos para que se colocasen señales de «Prohibido el paso» en ambos extremos de una manzana, marcando así como suyo un tramo de una calle residencial. (Los vecinos de los edifi cios de viviendas situados al otro lado de la calle ya no podían llegar con el coche hasta sus casas legalmente.)

Pero a principios de 1999 Berezovski era un hombre asediado, más aún que el resto de la Familia: era el único de entre ellos que sentía apego por su posición en la sociedad moscovita. Atrapado en una desesperada lucha de poder que tenía todas las de perder con el antiguo primer ministro Yevgueni Primákov, líder de la coalición anti-Yeltsin, Berezovski se había convertido casi en un paria. «Era el cumpleaños de mi mujer, Lena -me dijo-, y decidimos no invitar a mucha gente porque no queríamos que nadie pusiese en peligro su relación con Primákov. Así que solo estábamos entre amigos. Y entonces mi guardaespaldas me dice: "Borís Abrámovich, Vladímir Vladimírovich Putin llegará en diez minutos". Pregunté: "¿Qué ha pasado?", y me respondió: "Quiere felicitar a Lena por su cumpleaños". Diez minutos más tarde apareció con un ramo de rosas y le dije: "Volodia, ¿por qué haces esto? Ya tienes bastantes problemas. ¿O solo lo haces por quedar bien?". Y me dijo: "Sí, lo hago para quedar bien". Y así es como nuestra relación se afi anzó. Empezando por que no quiso aceptar un soborno, después por que se negó a abandonar a Sóbchak y finalmente este episodio, que me dejó claro que era un hombre bueno y directo; del KGB, sí, pero un hombre igualmente.» Esto se le quedó grabado a Berezovski.

Berezovski estaba cortado con el mismo patrón que otros de los primeros empresarios rusos. Como todos ellos, era muy inteligente, había tenido una buena educación y amaba el riesgo. Como la mayoría, era judío, lo que lo señaló desde pequeño como un intruso. Como todos ellos, poseía una ambición desmedida y una energía ilimitada. Era un doctor en matemáticas que había entrado en los negocios con una empresa de servicios y de importación y exportación de coches. Haciendo uso de créditos en momentos de hiperinfl ación, consiguió de hecho estafarle millones de dólares al mayor fabricante de coches ruso. A principios y mediados de los años noventa, se metió a banquero sin dejar de lado el negocio de los coches, adquirió parte de una gran compañía petrolera y, lo que es más importante, de todo, se puso al timón de la Televisión Pública Rusa, o Canal Uno, la cadena más vista del país, lo que le proporcionó acceso directo al 98 por ciento de los hogares rusos.

Como otros oligarcas, Berezovski contribuyó económicamente a la campaña para la reelección de Yeltsin en 1996. A diferencia de los demás, aprovechó su infl uencia para lograr una serie de nombramientos políticos. Viajó de una punta a otra del país para facilitar acuerdos políticos, negociar la paz en Chechenia y disfrutar de la atención mediática. Cultivó su imagen de persona de gran influencia, sin duda exagerándola y creyéndose tan solo la mitad de lo que decía o parecía querer decir. Dos generaciones consecutivas de corresponsales extranjeros en Rusia creyeron que Berezovski manejaba el país en la sombra.



Nadie resulta más fácil de manipular que quien exagera su propia influencia. Mientras la Familia buscaba al futuro líder de Rusia, habían comenzado una serie de reuniones entre Berezovski y Putin. Para entonces, Putin era el director de la policía secreta rusa. Yeltsin había destituido en varias ocasiones a los altos mandos de todas las organizaciones, y el FSB -el Servicio Federal de Seguridad, como se denominaba entonces el organismo que sucedió al KGB- no era ninguna excepción. Si hubiese que creer a Berezovski, habría sido él quien le mencionó el nombre de Putin a Valentín Yumáshev, jefe de gabinete de Yeltsin. «Le dije: "Tenemos a Putin, que estuvo en los servicios secretos, ¿no es así?". Y Valya dijo: "Sí, así es". A lo que yo respondí: "Escucha, creo que es una opción. Piénsalo: a fi n de cuentas, es un amigo". Valya dijo: "Pero su rango es bastante bajo". Y le contesté: "Mira, estamos en mitad de una revolución, todo está revuelto, así que...".»

Como descripción del proceso de toma de decisiones que conduce al nombramiento del director del principal organismo de seguridad de una potencia nuclear, esta conversación suena tan absurda que yo me inclino por creer que es cierta. Efectivamente, el rango de Putin era bajo; había abandonado el servicio activo como teniente coronel y había ascendido automáticamente a coronel estando en la reserva. Después diría que le habían ofrecido las estrellas de general al tomar el mando del FSB, honor que había rechazado. «No es necesario ser general para dar órdenes a unos coroneles -dijo su mujer para explicar su decisión-. Solo hace falta alguien capaz de hacerlo.»

Fuese capaz de hacerlo o no, Putin se sentía claramente inseguro en su trabajo en el FSB. Enseguida empezó a nombrar, para los cargos más importantes de la estructura federal, a gente que conocía del KGB de Leningrado. Entretanto, ni siquiera se sentía seguro en su propio despacho: todas sus reuniones con Berezovski las celebraba en el hueco de un ascensor en desuso cercano a su ofi cina, el único sitio del edifi cio donde Putin pensaba que sus conversaciones no serían grabadas. En ese escenario desolado y disfuncional, Berezovski se reunía con Putin casi a diario para hablar sobre su lucha con el antiguo primer ministro Primákov y, un tiempo después, sobre la posibilidad de convertirse en presidente de Rusia. En un principio, el potencial candidato era escéptico, recordaba Berezovski, pero estaba dispuesto a escuchar. En una ocasión, Putin, sin darse cuenta, cerró la puerta que separaba el hueco del ascensor del pasillo frente a su despacho y quedaron encerrados dentro. Putin tuvo que aporrear la pared para que alguien los sacara de allí.

Finalmente, Berezovski, que se sentía un genuino representante de Rusia, cortejó a Putin. En julio de 1999, Berezovski voló a Biarritz, en el suroeste de Francia, donde Putin estaba pasando sus vacaciones. «Lo llamé antes -recordaba Berezovski- y le dije que quería ir y discutir con él un asunto importante. Llegué y estaba descansando con su mujer y sus dos hijas, que por aquel entonces eran aún muy pequeñas, en un edifi cio modesto, a medio camino entre un bloque de apartamentos y un aparthotel. Una cocina pequeña y uno o dos dormitorios. Verdaderamente muy modesto.» En aquella época, los millonarios rusos, de los que sin duda Putin formaba parte, acostumbraban a pasar sus vacaciones en mansiones enormes en la Costa Azul; por eso Berezovski quedó tan impresionado con el humilde alojamiento de Putin.

«Pasamos un día entero conversando. Al fi nal dijo: "De acuerdo, intentémoslo. Pero entiende que debe ser Borís Nikolayévich [Yeltsin] quien me lo diga".»

Todo esto sonaba a un viejo chiste de shtetl. Una casamentera convoca a un sastre mayor para discutir la posibilidad de concertar la boda de su hija mediana con el heredero del imperio Rothschild. El sastre pone varias objeciones: no gana nada casando a su hija mediana antes de haber encontrado pareja para las mayores, no quiere que su hija se vaya a vivir lejos de su casa y no está seguro de que los Rothschild sean lo sufi cientemente píos como para casarse con su hija. La casamentera responde con este argumento a cada objeción: a fi n de cuentas, se trata del heredero de la fortuna de los Rothschild. Finalmente, el viejo sastre acaba cediendo. «Excelente -dice ella-. Ahora solo me queda hablarlo con los Rothschild.»

Berezovski tranquilizó a Putin. «Le dije: "Volodia, ¿qué estás diciendo? Fue él quien me envió aquí para asegurarse de que no había malentendidos, para que cuando él te lo propusiese no le respondieses, como me has dicho a mí tantas veces, que no es lo que quieres". Así que aceptó. Volví a Moscú y le conté nuestra conversación a Yumáshev. Poco tiempo después, no recuerdo exactamente cuántos días, Putin volvió a Moscú y se reunió con Borís Nikolayévich, que tuvo una reacción desconcertante. Al menos, recuerdo que me dijo esto: "Parece un buen tipo, pero es algo bajito".»

La hija de Yeltsin, Tatiana Yumásheva, recuerda el episodio de otra manera. Según ella, Voloshín, por aquel entonces jefe de gabinete de Yeltsin, se enzarzó en una discusión con uno de sus predecesores en el cargo, Chubáis; ambos estaban de acuerdo en que Putin era una buena elección como sucesor, pero Chubáis no confi aba en que el Parlamento ruso confi rmase a Putin como primer ministro, el necesario primer paso. Mientras ambos le exponían sus argumentos a Yeltsin, Berezovski voló a Biarritz para tantearlo, porque quería que Putin y el resto del país creyesen que tenía una gran infl uencia.

Como el resto de los participantes en el proceso de selección presidencial, Tatiana Yumásheva recuerda el pánico con el que afrontaban la situación política y el futuro del país. «Chubáis pensaba que la Duma no confi rmaría a Putin. Habría tres votaciones y después el Parlamento se disolvería. Los comunistas, junto con [el antiguo primer ministro] Primákov y [el alcalde de Moscú Yuri] Lúzhkov conseguirían una amplia mayoría en las siguientes elecciones, posiblemente incluso una mayoría constituyente, tras lo cual el país se deslizaría hacia el desastre, que podría desembocar incluso en una guerra civil. El mejor escenario posible era un régimen neocomunista, ligeramente adaptado a unas condiciones más modernas; sin embargo, las empresas volverían a nacionalizarse, se cerrarían las fronteras y también muchos medios de comunicación. »

«Estábamos al borde de la catástrofe -lo describió Berezovski-. Habíamos perdido el tiempo y, con él, nuestra posición ventajosa. Primákov y Lúzhkov se estaban organizando a escala nacional. Alrededor de cincuenta gobernadores [de un total de 89] ya se habían sumado a su movimiento político. Y Primákov era un monstruo que quería revertir todo lo que se había conseguido durante esos años.»

¿Por qué, si a la Familia la situación le parecía desesperada, veían en Putin a su salvador? Chubáis decía que era el candidato ideal. Berezovski claramente pensaba que era una elección inteligente. ¿Quién pensaban que era Putin? ¿Por qué creían que estaba preparado para dirigir el país?



Posiblemente, la circunstancia más extraña sobre la ascensión de Putin al poder es que quienes lo elevaron al trono sabían menos sobre él de lo que sabe usted. Berezovski me contó que nunca consideró que Putin fuese su amigo ni le pareció interesante como persona; una afirmación contundente viniendo de alguien tan vivaz que tiende a atraer hacia su órbita y a mantener en ella de forma fi rme y entusiasta, gracias a su magnetismo personal, a cualquiera con ambición intelectual. El hecho de que Berezovski nunca considerase a Putin lo sufi cientemente atractivo como para tratar de captarlo, parece indicar que nunca detectó en él ni un ápice de curiosidad. Pero cuando pensaba en Putin como sucesor de Yeltsin, parecía dar por sentado que las mismas cualidades que le hacían mantener la distancia con él lo convertían en el candidato ideal; Putin, que parecía carecer de personalidad e interés personal, sería maleable y disciplinado. Berezovski no podía haber estado más equivocado.

En cuanto a Chubáis, había tratado brevemente a Putin cuando ocupó el puesto de asesor económico del alcalde Sóbchak en San Petersburgo y Putin acababa de ser nombrado teniente de alcalde. Recordaba al Putin del primer año que trabajó para el alcalde; había sido un año especialmente cargado y Putin se había mostrado inusitadamente activo y curioso, siempre haciendo preguntas. Chubáis abandonó San Petersburgo en noviembre de 1991 para entrar a formar parte del gobierno en Moscú, y esa primera impresión fue la que perduró.

¿Y qué sabía el propio Borís Yeltsin sobre aquel a quien pronto nombraría como sucesor? Sabía que era uno de los pocos hombres que había seguido siéndole fi el. Sabía que pertenecía a otra generación: a diferencia de Yeltsin, de su enemigo Primákov y de su legión de gobernadores, Putin no había ascendido desde las fi las del Partido Comunista y, por tanto, no había tenido que expresar públicamente un cambio de lealtades cuando la Unión Soviética se hundió. Tenía otra ventaja: todos estos hombres, sin excepción, eran fornidos y de ceño permanentemente fruncido, o así lo parecía. En cambio, Putin -delgado, pequeño y vestido habitualmente con elegantes trajes europeos- se parecía mucho más a la Rusia que Yeltsin había prometido a su pueblo diez años antes. Yeltsin también sabía, o creía saber, que Putin no permitiría que lo procesasen o persiguiesen cuando se retirase. Y si Yeltsin conservaba aún al menos parte de su extraordinario instinto político, sabría que a los rusos les gustaría este hombre que recibían en herencia, y que los heredaba a ellos.

Cualquiera podía proyectar en este hombre gris y ordinario lo que quisiera ver en él.

El 9 de agosto de 1999, Borís Yeltsin nombró a Vladímir Putin primer ministro de Rusia. Una semana más tarde, una amplia mayoría de la Duma lo confi rmó en el puesto; resultó ser tan atractivo, o al menos tan aceptable, como Yeltsin había intuido.