Image: José Antonio Marina y el canon de la perversidad

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Letras

José Antonio Marina y el canon de la perversidad

El filósofo aborda en Pequeño tratado de los grandes vicios la genealogía del mal y la trivialización de los valores

30 noviembre, 2011 01:00

José Antonio Marina

Toda moral es fruto de una larga y dramática experiencia, asegura José Antonio Marina. Pero hoy vivimos dominados por un "actualismo flash" que relega la memoria a un segundo plano, usamos el presente sin entenderlo ("igual que los teléfonos móviles, los ordenadores, las leyes o los medicamentos") y eso conduce a la trivialización de los valores. En Pequeño tratado de los grandes vicios, que publica mañana Anagrama, el filósofo y pedagogo toledano parte de esta premisa para sumergirse en la Historia y dibujar el árbol genealógico de las debilidades humanas y de la perversidad. En el próximo número de El Cultural hablamos con este experto en inteligencia emocional. Hasta entonces, les ofrecemos el comienzo del libro, todo un viaje al origen del mal.




Primera parte

La genealogía

Es de creer que las necesidades dictaron los primeros gestos y que las pasiones arrancaron las primeras voces. No se comenzó por razonar sino por sentir. Para conmover a un joven corazón, y que pueda responder a un agresor injusto, la naturaleza dicta acentos, gritos, lamentos. He aquí las palabras más antiguas inventadas y he aquí por qué las primeras lenguas fueron melodiosas y apasionadas antes de ser simples y metódicas. He aquí cómo el sentido figurado nace antes que el literal, cuando la pasión fascina nuestros ojos y la primera noción que nos ofrece no es la de verdad.

Jean-Jacques Rousseau,
Ensayo sobre el origen de las lenguas


I. LA FASCINACIÓN POR EL MAL

Los vicios del hombre contienen la prueba (al no ser más que su infinita expansión) de su gusto por la infinitud; es tan sólo un gusto que se equivoca frecuentemente de ruta [...] Es en esa depravación del sentido de lo infinito donde yace, a mi juicio, la razón de todos los excesos culpables.

Charles Baudelaire,
Los paraísos artificiales


¿No juegan un papel importante en el origen de este Dios los deseos de los hombres? ¿No desea el hombre liberarse de las estrecheces de su cuerpo, no desea ser omnisciente, todopoderoso, omnipresente? ¿No es, por tanto, también este Dios, este espíritu, la realización del deseo del hombre de ser espíritu infinito? ¿No hemos, por ende, objetivado en este Dios la esencia humana?

Ludwig Feuerbach,
Lecciones sobre la esencia de la religión


1. Los vicios

«Vicios» y «virtudes» son palabras erosionadas y empequeñecidas por el uso, cantos rodados en los que resulta difícil reconocer las aristas originales. El primer significado de «virtud» fue «energía», y el de «vicio», «impotencia», «debilidad». Se oponen, pues, como la plenitud y la carencia, como el poder y la sumisión. Cuando escuchamos decir a los filósofos griegos que la virtud da la felicidad, nos suena extraño, porque hemos convertido las virtudes en calderilla beata, y la felicidad en un vulgar pasarlo bien a tope. Martha Nussbaum piensa que es una traición traducir eudaimonia por felicidad, y que sería más correcto hacerlo por flourishing, alcanzar la plenitud personal, florecer. Correlativamente, el vicio sería un cierto empequeñecimiento, una cierta esterilidad. «A todo lo que veas que carece de la perfección de su propia naturaleza», dice San Agustín, «cábele el nombre de vicio» (De libero arbitrio). «El vicio es siempre un fracaso», escribió Sartre en El ser y la nada. Sartre nos va a acompañar en este capítulo precisamente por su lúcida fenomenología de los bajos fondos.

Vicios y virtudes son hábitos que incitan a actuar, mal o bien. La noción de «hábito» me parece fundamental para comprender la personalidad humana. Un hábito es una pauta de respuesta estable, aprendida, que facilita la acción, la hace más sencilla, agradable y eficaz (Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1104 b). Puede haber hábitos musculares, afectivos, intelectuales, volitivos. «Las emociones», dice Solomon, «son con frecuencia hábitos hasta cierto punto aprendidos, productos de la práctica y de la repetición.» A partir de la personalidad heredada, genéticamente determinada, cada uno de nosotros configuramos nuestro carácter, es decir, nuestra personalidad adquirida, mediante las experiencias y la educación. Los hábitos pueden aumentar nuestra capacidad de obrar o limitarla. Hay hábitos de libertad y hábitos de servidumbre. Tomemos como ejemplo un hábito muscular. La finalidad del entrenamiento es alcanzar nuevas destrezas automatizadas. Repitiendo cientos de veces un golpe, el tenista o el golfista van perfeccionando su eficacia. En cambio, si «coge un vicio», por ejemplo, si levanta demasiado la raqueta, o no gira lo suficiente el cuerpo, su eficacia disminuirá. Conviene insistir en que los buenos hábitos aumentan nuestras posibilidades y nuestra libertad. Sólo cuando dominamos perfectamente los mecanismos de un idioma, y no tenemos que estar pendientes de la corrección sintáctica, podemos hablar o escribir creadoramente. La creatividad es un hábito, como también lo es la rutina.

Aunque la noción de «hábito» es muy antigua, sólo ahora sabemos cómo funciona. La plasticidad del cerebro humano hace que los actos vayan estableciendo enlaces neuronales que se fortalecen con la repetición. Al adquirir un hábito estamos construyendo nuestro cerebro. Cuando el pianista ha conseguido los hábitos musculares imprescindibles para su arte, una parte de su cerebro motor se ha desarrollado espectacularmente.

Tanto «vicio» como «virtud» se utilizan casi exclusivamente con un significado moral. Son una creación más de nuestra inteligencia, mestizos de naturaleza y cultura. En ellos «psicología» y «valores» se hibridan. Un género entero -la psicomaquia- plantea la relación entre vicio y virtud como una batalla, en el interior del hombre, y esa analogía subyugó la imaginación durante siglos. La Psychomachia de Prudencio (siglo V) se traduce en piedra en el ciclo de la virtud y del vicio del pórtico de Notre-Dame de París.

Los hábitos configuran nuestra segunda naturaleza. Jean-Paul Sartre expuso con gran éxito de público la peregrina idea de que la libertad exigía no depender en absoluto del pasado, poder negar su acción por completo. El Sartre del miércoles no tenía nada que ver con el Sartre del martes por la noche. Era una ingenuidad dogmática que hacía la libertad inexplicable y el amor invivible. Si queremos comprender nuestros actos nos vemos obligados a hacer espeleología íntima, descender al manantial en ebullición del que surgen nuestras acciones. Y allí descubrimos una energía poderosa y magmática: las pasiones moduladas por los hábitos.

2. Iniciando el viaje

Mi tesis es que el interés por la intimidad humana, por el análisis interior -intimus es superlativo de «interior»-, no fue primariamente científico, sino moral, y que eso sesgó parcialmente sus descubrimientos. La ética fue anterior a la psicología. Las primeras terapias fueron morales, y el afán de la psicología por intervenir en los comportamientos, la facilidad con que se convierte en consejera de la conciencia, delata esa larga historia. Fueron los moralistas los primeros que pusieron en práctica las técnicas de modificación de conducta. El «examen de conciencia» no se instaura para descubrir nuestras fortalezas interiores, sino nuestras carencias. Por ejemplo, Epicuro, uno de los primeros terapeutas filosóficos, exigía a sus discípulos que escrutaran sus creencias inconscientes y que confesaran públicamente sus faltas para poder corregirlas. Y Séneca, una vez que habían retirado las luces y su cámara estaba en silencio, examinaba cuál había sido su comportamiento durante el día. Aristóteles todavía tiene una visión apacible de nuestra alma, pero epicúreos y estoicos se sumergen en las profundidades, descubren el inconsciente, la anchura, oscuridad y espesura de nuestro interior. Y asisten a inclementes tormentas. El reto al que se enfrentaba el análisis moral era investigar esas profundidades y dominarlas. Era importante explicar el origen de los comportamientos malos, criminales y violentos para poder evitarlos. Muchos siglos después, destilando múltiples textos y experiencias, Tomás de Aquino encuentra tres causas internas del mal: la ignorancia, la pasión, la malicia (que es la inversión en la escala de valores). De estas tres, la que me interesa más por ahora es la pasión.

Nietzsche ya vio con gran agudeza que la introspección fue un fruto del pensamiento moral. Y, a su juicio, un repliegue enfermizo. El hombre sano vive en la acción, no en la reflexión. Vive en el sentimiento, no en el resentimiento. Sólo la preocupación moral -que incluía también intereses y pasiones poderosas- podía tener fuerza para provocar esa colosal torsión de la mirada, de fuera adentro, y esa gigantesca torsión de la acción, de la expansión natural de la fuerza al control sospechoso de la vitalidad. Su idea casi patológica del análisis de conciencia resuena todavía en Sartre, que hace decir al protagonista de La náusea: «No quiero secretos, ni estados de alma, ni cosas indecibles; no soy virgen, ni sacerdote, para jugar a la vida interior.» Al parecer no era una exageración poética, porque en La plenitud de la vida, esa autobiografía conjunta que escribió Simone de Beauvoir, leemos: «Los dos "pequeños camaradas" [Sartre y ella] sentían una gran repugnancia por lo que se llama "vida interior"; en esos jardines donde las almas de calidad cultivan secretos delicados, ellos veían pantanos hediondos; allí tienen lugar a la chita callando todos los tráficos de la mala fe, allí se saborean las delicias encenagadas del narcisismo.»

Buscando explicar y corregir el mal, la introspección psicológica descubrió un dominio peligroso. El epicúreo Lucrecio -uno de mis descubrimientos en este libro- describe, con una violencia desgarrada, la fiera lucha de las pasiones, en el interior del hombre. Y Séneca compara el alma con una oscura arboleda apartada, formada por arcadas de ramas; con estanques que parecen sagrados debidos a su oscuridad o a su profundidad insondable (Ep., 41). No es de extrañar la desconfianza del archimoralista Kant hacia las emociones humanas, a las que consideraba patología moral. Proporcionaron una visión sesgada, porque no olvidemos que el análisis psicológico crea en parte los fenómenos que cree descubrir, como la historia del psicoanálisis ha confirmado. Los pacientes de Freud tenían sueños freudianos y los de Jung sueños junguianos. La psicología europea es pesimista y la estadounidense es optimista. El sesgo moral dio una visión oscura de nuestra psicología, porque el ser humano parece poco de fiar. Se concluyó que la única posibilidad de convivir en paz era controlando o erradicando las pasiones, convertidas en origen del mal. La civilización se entiende como la gran represión pasional. Todavía Foucault interpretó toda nuestra historia reciente como una confabulación criminal contra las pasiones. Pero esto no había sido una ocurrencia de Freud. Ya Tucídides (Historia de la guerra del Peloponeso, II, 43) advirtió que «para que los hombres se convirtieran en ciudadanos» era necesario que la comunidad social trabajara tenazmente para que fueran capaces de interiorizar los valores de la convivencia. Y Lucrecio, en su De rerum natura, describe el proceso de la civilización como el debilitamiento de la ferocidad humana. Siglos después, Norbert Elias hizo una interpretación parecida en su psicogénesis de la cultura. En efecto, los antropólogos afirman que la vida social presionó al individuo humano para que se volviera reflexivo.