Image: Comienzo de El ciclista

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Letras

Comienzo de El ciclista

por Tim Krabbé

9 julio, 2010 02:00

Tim Krabbé fue campeón de ajedrez en su juventud y corrió como ciclista aficionado durante años

Los libros del Lince. Traducción: Marta Arguilé Bernal

'El ciclista' es la historia de una carrera, el Tour del Mont Aigoual, narrada por uno de sus participantes, el novelista Tim Krabbé. La novela es también un emotivo homenaje a un deporte único y a sus grandes figuras. Tim Krabbé (Amsterdam, 1943) debutó en la literatura precisamente con 'El ciclista' (1978), un libro mítico que fue muy pronto éxito internacional, pero que había permanecido inédito en español hasta ahora.

"Si mi libro tiene alguna fuerza, si tal vez dice algo profundo sobre la condición humana, debe de ser porque ésa no era mi intención. Lo único que traté de hacer fue contar el desarrollo de esa carrera que se disputó en el sur de Francia el 26 de junio de 1977. Una carrera que yo quería ganar", comenta Krabbé. Su obra posterior ha sido traducida en nuestro país por Salamandra. Hasta ahora, su novela más conocida es 'La desaparición', adaptada dos veces al cine, primero en Holanda (con guión del propio Krabbé) y posteriormente en una producción de Hollywood. Otras obras del mismo autor traducidas a nuestro idioma son 'La cueva' y 'La hija de Kathy'.

Meyrueis, Lozère, 26 de junio de 1977. Tiempo caluroso y nublado. Saco las herramientas del coche y monto la bicicleta. Desde las terrazas de los cafés, turistas y lugareños observan. No son corredores. El vacío de esas vidas me turba.
Por todos lados hay coches aparcados o circulando con cornamentas de ruedas y cuadros. Algunos corredores ya están rodando por los alrededores. Sonríen, saludan. No los conozco a todos. ¿Corredores de nivel? ¿Mediocres? A los buenos ciclistas se los distingue por la cara, y a los malos también, aunque eso sólo funciona con los que ya conoces.
Voy a buscar mi dorsal a un bar; estrecho una mano por el camino.
-¿En forma?
-Lo veremos luego en la carrera.
-Vale.

En el bordillo, entre el parachoques de su coche y del mío, está sentado, pensativo, un corredor con el maillot azul celeste de Cycles Goff. Frente a él, sobre el pavimento, hay una rueda trasera; a su lado, una caja de madera llena de dientes de piñón: su juego de cambios. Aún tiene que elegir qué desarrollos va a montar. Hay cuatro puertos para hoy, nadie sabe lo duras que son las pendientes. Yo sí, he reconocido el terreno.
No conozco a este tipo. Farfullamos un saludo y él se sume de nuevo en sus cavilaciones. Me cambio detrás del coche. Pantalón de competición, sudadera, tirantes, maillot. Arrojo la ropa de calle al asiento trasero, observo cómo se arruga al caer. Así se quedará hasta que vuelva a ponérmela o hasta que un policía la recoja si me dejo la vida en la carrera.
Apoyado en el guardabarros me como un plátano y un bocadillo. Faltan cuarenta y cinco minutos para la salida. Quiero ganar esta carrera.

El Tour del Mont Aigoual comprende ciento treinta y siete kilómetros, dos bucles que cruzan Meyrueis. El Mont Aigoual es la cima más alta de las Cévennes, con 1.567 metros de altitud. Se halla en el segundo bucle. El cielo está gris en esa dirección. El descenso final hacia Meyrueis pasa por el Col du Perjuret, que Roger Rivière hizo famoso el 10 de julio de 1960.
El Tour del Mont Aigoual es la carrera más interesante y dura de la temporada.

El corredor de Cycles Goff elige seis piñones y los monta sobre la rueda trasera. Asiente para sí: el asentimiento de quien cierra el último libro antes del examen.
Pelo dos naranjas, me como media y guardo el resto en el bolsillo trasero del maillot. Lleno el bidón con Evian, me enjuago las manos y cierro el coche. Le doy las llaves y las ruedas de repuesto a Stéphan. Él conduce el coche de apoyo de mi equipo: el Anduze.
Limpio las ruedas y me subo a la bicicleta. Recorro la última recta desde la línea de meta. Cuento las pedaladas. Cuarenta. Eso son doscientos cincuenta metros; un tramo largo para ir a tope desde la curva. ¿Demasiado largo? ¿Y si cambio durante el sprint? ¿O es demasiado corto para hacerlo?
Recorro el último kilómetro. Justo antes de la recta final hay dos curvas muy cerradas, separadas sólo por un pequeño puente. Si quiero ser el primero en tomar esas dos curvas tengo que ponerme en cabeza no más lejos de aquí. Frente a ese cartel blanco: CULTO PROTESTANTE. SERVICIOS LOS DOMINGOS A LAS DIEZ Y MEDIA.
Sigo pedaleando hasta las afueras de Meyrueis. Allí me bajo de la bicicleta para mear. Veo a otros dos corredores que hacen lo mismo un poco más allá.
No, tres.
Me vuelvo hacia el Mont Aigoual, hacia el cielo oscuro, limpio las ruedas y emprendo el regreso. Así que aquí me pongo delante. Curva. Curva. ¡Zas!
Y luego ¿le meto más desarrollo o no? A lo mejor llego solo.

Lebusque se me acerca con su maillot azul y amarillo.
-Qué bochorno -dice.
-Sí -contesto.
-Igual nos cae un chaparrón -comenta. Señala el cielo.
-Sí.
-¿Qué piñones llevas?
-Catorce, quince, diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte.
-Ah, yo trece-dieciocho.
Lebusque tiene cuarenta y dos años. Es alto y corpulento; con mucho, el hombre más fuerte que haya tenido jamás al alcance de la mano. Se parece al gigantón de las películas de Chaplin, ése que acaba echándolo siempre de los restaurantes.

Ya hay algunos corredores en la línea de salida. Miro a través de los gruesos cristales de las gafas de Barthélemy. No nos saludamos, estamos peleados. Barthélemy es uno de los favoritos, pero si lo pusieras en el Tour de Francia se le notaría cara de un mal corredor.
Está hablando con Boutonnet, un chico delgado y guapo de treinta años y mirada aviesa. Al principio de la temporada, cuando se publicó que Merckx, Maertens y Thurau correrían con un doce en la rueda trasera, a Boutonnet le faltó tiempo para ir a Italia a comprarse uno. Y ahora participa con él en nuestras carreras. Nos burlamos un poco de él: "Allez, le douze".

Ahí está Reilhan con su maillot verde, un chaval de diecinueve años cuyo suave rostro derrocha aires de superioridad. La semana pasada los dos estábamos en el grupo de escapados. Dio un relevo de tres pedaladas y eso fue todo. Y luego me superó en el sprint. También es buen escalador y capaz de seguir un ritmo fuerte si es preciso. Es lo que suele llamarse una joven promesa. Eh, Reilhan. Chuparrueda. Me he olvidado los higos.
Mierda, me he olvidado los higos.
Busco a Stéphan y le pido mis llaves.
-Estamos a punto de empezar.
-Dame las llaves.
Pedaleo hasta el coche y me guardo tres higos en el bolsillo trasero. ¿O mejor me llevo cuatro? ¿O cinco? Peso inútil, nunca me como más de dos en una carrera, los otros acaban marrones y brillantes por el sudor.
¿Peso inútil? Pero si creo que esos gramos de más van a suponerme un estorbo siempre me los puedo comer, ¿o no? Jacques Anquetil, ganador del Tour de Francia en cinco ocasiones, solía sacar la botella de agua del portabidones antes de cada ascensión y se la metía en el bolsillo trasero del maillot. El holandés Ab Geldermans, su gregario de lujo, le vio hacer aquel gesto durante años hasta que finalmente no pudo resistir más la curiosidad y le preguntó el motivo.
Y Anquetil se lo explicó.
-Un ciclista -le dijo Anquetil- consta de dos partes: una persona y una bicicleta. La bicicleta es, sin duda, el medio del cual se sirve la persona para ir más rápido, pero su peso también supone un freno para su velocidad. Eso es especialmente importante en los momentos duros, y en las ascensiones sobre todo hay que procurar aligerar la bicicleta lo máximo posible. Una buena forma de conseguirlo es sacar la botella del portabidones.
De modo que, antes de cada subida, Anquetil trasladaba la botella de agua del portabidones al bolsillo trasero. No tenía vuelta de hoja.

Lebusque es de Normandía, igual que Anquetil. Dice que corrió con él hace veinticinco años y que en alguna ocasión le ganó.
Yo suelo ganar a Lebusque.

En realidad, Lebusque no es más que un cuerpo. De hecho, no es un buen corredor. Una persona consta de dos partes: una mente y un cuerpo. De las dos, el ciclista es, sin duda, la mente. Que esa mente disponga de dos instrumentos -un cuerpo y una bicicleta- que deben ser lo más ligeros posible no viene al caso. Lo que Anquetil necesitaba era fe. Y para tener una fe sólida e inquebrantable no hay como estar equivocado.
Jean Graczyk solía cortar una patata por la mitad todas las noches y se acostaba con un trozo en cada párpado. Gabriel Poulain aplastaba los radios de las ruedas. Los hermanos Pélissier entrenaban solamente con el viento a favor (a veces tardaban años en llegar a casa). Boutonnet corre con un doce. Después de cada etapa del Tour, Coppi se hacía subir en brazos las escaleras de su hotel. Rivière hinchaba los neumáticos con helio. Las ruedas de Poulain cedían bajo su peso.
Si le hubieran prohibido a Anquetil ponerse el bidón en el bolsillo trasero en las subidas, jamás habría ganado un Tour de Francia.

Me como un higo y me echo cuatro más al bolsillo. Pedaleo hasta la línea de salida. Ya hay unos cuarenta corredores esperando. Faltan cinco minutos para que dé comienzo la carrera.
-¿En forma? -me pregunta el chico que tengo al lado.
-Pronto vamos a verlo. ¿Y tú?
Se encoge de hombros y se lamenta del poco tiempo que ha tenido para entrenar. Todos los corredores dicen lo mismo, siempre. Como si temiesen ser juzgados por esa parte de su potencial en el que justamente reside su mérito.
"Tíos -solté una vez en el vestuario-, me he matado a entrenar." Se produjo un silencio de asombro seguido de algunas risillas, pero temí que fuesen a tomarme en serio.
Delante de la línea de salida está el coche de megafonía con el que Roux, el director de carrera, abrirá la marcha. Se oye una música de acordeón interrumpida por la voz amplificada de Roux. Informa al público de que el Tour del Mont Aigoual es una carrera excepcionalmente dura de ciento cincuenta kilómetros y cinco puertos de montaña. A nosotros nos dice que habrá algunos premios. Tres premios de cien, setenta y cinco, y cincuenta francos para los tres primeros corredores que lleguen a Meyrueis en la primera vuelta, y dos más de cincuenta francos en Camprieu, al pie del Mont Aigoual.
Kléber está delante de mí. Nos saludamos. Le señalo el manillar.
-¿Cinta nueva?
Esboza una sonrisa de disculpa.
-Para subirme la moral.
Kléber es mi compañero de entrenamiento habitual. Hicimos juntos el reconocimiento del itinerario de hoy. A los dos nos gustan las carreras largas con muchos puertos. Pero él corre en el equipo de Barthélemy y durante la carrera se ciñe estrictamente a su función.
Estoy en la cola del pelotón, pero no importa. Antes pensaba que eso nunca importaba. Hasta que participé en mi carrera número 145, el 31 de agosto de 1974. Fue mi primera clásica amateur de los Países Bajos, la Vuelta de los Cuatro Ríos. Una carrera de ciento setenta y cinco kilómetros, así que me dije que no había prisa. Rodamos a paso de tortuga por las calles de Tiel, detrás del coche del director de carrera. Había veinte corredores en paralelo que ocupaban la calzada de punta a punta, sin dejar un solo hueco para adelantar. "Qué raro", pensé.
No sospechaba nada.
A la salida de Tiel, el director de carrera hizo ondear una bandera, oí cómo aceleraba el coche y, antes de darme cuenta, el pelotón salió disparado a toda pastilla. A los diez segundos tuve que poner el plato más grande que tenía pensado reservar para la última hora. La carretera se estrechó. Gritos, imprecaciones, roces, rotura de radios. Una curva, una rampa, al parecer habíamos volado dique arriba. Atisbé fugazmente a un corredor encogido contra un poste. El mundo se redujo al dolor en el pecho y la rueda ante mí. Y al viento. Aquello duró unos minutos. No adelanté a nadie, nadie me adelantó a mí, sólo pedaleando al límite de mis fuerzas logré mantenerme pegado a la rueda que tenía frente a mí.
Cuando momentáneamente el ritmo se hizo menos demoledor, levanté la mirada. En la cadena de corredores se había abierto una brecha enorme, diez puestos por delante de mí. Veinte puestos más allá, otra brecha. El pelotón se había roto irremisiblemente en tres partes. A los diez minutos, cuando aún no llevábamos recorridos ni diez kilómetros, la carrera ya estaba perdida para cien de los ciento veinte participantes.
Las peculiaridades propias de cada carrera evolucionan como los dialectos; parece ser que sólo las clásicas amateur holandesas empiezan así.

¿Tengo tiempo de mear? Roux ya está leyendo los nombres, no queda tiempo. Cincuenta y tres participantes. Un corredor limpia las ruedas con el guante. El alcalde de Meyrueis agita el pañuelo. Salimos. Llevo seis semanas viviendo para esta carrera.