Letras

Antonio Martínez Sarrión

"Mi madre confesó no entender nada"

31 julio, 2009 02:00
Desde los diez años venía yo publicando gurrrapatos y tonterías, en verso y prosa, que salían en semanarios rurales, cuyo director era amigo familiar o en el diario de mi ciudad, acogido a la benevolencia del que daba la orden de tirada, un periodista oriundo de Hellín y ex-divisionario, al que la precariedad de los tipos de imprenta cambiaba casi cada día su nombre y apellidos bajo la mancheta del título. Se llamaba Antonio Andujar Balsalobre y podía aparecer como Antonio Alsasua Badulaque o algo igual de absurdo. Luego, salió en Albacete una buena revista "progre" de crítica y creación Cal y canto y allí asomó lo que yo estimaba crítica y no era otra cosa que declaración de entusiasmo por la poesía de Blas de Otero.

Era en el 59 o 60. A la muerte de Faulkner, en el verano del 62, y como el sueño tardaba por el calor, me puse a la máquina y compuse en prosa un "réquiem" -estaba cantado- por el gran escritor sureño, del que solo me llegó un eco: el de cierta amiga de mi madre, mujer leída y con salón vespertino en la capital manchega. En revistas universitarias murcianas, que tripulaban fervorosos congregantes marianos, logré colar alguna otra cosa, igualmente deplorable y ese era todo el bagaje bibliográfico con que me establecí en Madrid, corriendo 1963 y sin saber que sería, ya para siempre, mi ciudad.

A través de terceros conecté, al llegar, con poetas universitarios todos unánimemente "rojos", pero alguno con cierta picardía andaluza, que le llevaba a leerte sus obras completas en verso con algún salero, tesoro que guardaba en el bolsillo de la chaqueta, en hojas de libreta transparentes a fuerza de lamparones y quemaduras de cigarrillo.

Un día subí en el escalafón de la clase de tropa del verso, porque dos nuevos amigos, Pepe Esteban y Gabino - Alejandro Carriedo, éste ex-postista, me llevaron a uno de los santuarios, acaso el mayor, de la literatura de izquierdas en la capital: el espectral sótano de la cafetería Pelayo, en Alcalá esquina a Príncipe de Vergara, entonces General Mola y ¡vaya si molaba el general! Allí contemplé con respeto infinito, sin abrir la boca y en segunda fila, a mis dioses: Celaya, Hortelano, Ángel González, Alfonso Sastre, Ferres, López Sainas y López Pacheco, a los que hacía años vigilaba desde otra mesa, un agente de la Brigada Político-Social de Franco, invitado sistemáticamente cada semana, por aquellos rojazos, a café y copa.

Más en plan familiar, empecé a frecuentar el mítico piso de Alenza 8, donde Félix Grande y Paquita Aguirre, repartían cuanto tenían. Eran reuniones con sudamericanos, entonces una rareza, como Alberto Santiago y Juan Carlos Curutchet. A la guitarra, el dueño de la casa, rasgueaba tangos argentinos y flamencos. Una isla de los mares del sur en aquel desamparo, un recuerdo imborrable.

Por mediación de Carriedo y Ángel Crespo, que todavía no había huido, con nueva pareja, primero a Suecia y luego a Puerto Rico, pude publicar, no el primero, sino el segundo libro de poesía que compuse.

Porque el primero lo extravié. Se llamaba Poesía impura, título que ya proclamaba su filiación nerudiana y su desapego de cuanto oliera a Juan Ramón Jiménez. Lo pasé a máquina, una Remington Portable de la guerra, que había sido de mi padre, agavillando con grapa el montón de hojas de papel cebolla, mal entintadas con el violeta de una cinta, que había girado más que un tiovivo de pueblo. La joya, en ejemplar único, la llevé a la cita con una chica, a la que me quería ligar y no se si le di los folios o con el arrobo y las copas trasegadas, el fruto de mi estro, se quedaron en lo alto de un perchero, siendo utilizado al día siguiente, en el retrete del antro, por la suavidad del papel.

Como a los veintipocos se supera todo y aquellos papeles distaban galaxias de los que extraviaron Antonio Machado o Walter Benjamín, me puse y escribí, entre el 64 y el 65, otro libro, que primero llevé y leí a Vicente Aleixandre, al que había empezado a visitar. El maestro me dio el "nihil obstat", lo pasé a Carriedo y a Crespo y ellos me recomendaron a su colega y compadre Carlos de la Rica, un personaje de lo mas peregrino y conmovedor. Era cura rural en un pueblo miserable de Cuenca, donde lo adoraban durante el año, permitiéndole, en verano, algún relajo playero que lo llevó una vez hasta Brasil, donde alguien lo vio en Ipanema, luciendo un "tanga" minúsculo, tachonado de estrellas. Para que se fastidiaran gazmoños y currinches, pensaba entonces y pienso hoy.

Carlos de la Rica dirigió una muy exigente colección de poesía, "El toro de barro" y tras libros inéditos de Chicharro, Crespo y Carriedo y de una antología de Cabral de Melo Neto, el gran lírico brasileño, me publicó a mí, un infusorio. Nunca se lo agradeceré bastante. El libro, aparecido en 1967, lo leyeron los amigos y casi nadie más. Mi madre confesó no entender nada, rogándome que escribiera claro y con sentimiento, como Gabriel y Galán y Campoamor. Supongo que erré no haciéndole caso.

De Teatro de operaciones, título que me regaló un amigo y titulador privilegiado, Vicente Molina Foix, la sensación más grata que tengo tiene que ver con la recogida, en una imprenta madrileña donde se hizo, de los primeros ejemplares, que calentaban como brasas muy mansas, el bolsillo de mi abrigo. Tiene que ver asimismo, con una generosa y larga crítica la cual, para mi asombro, escribió Lorenzo Gomis en La Vanguardia y con una maravillosa carta de Julio Cortázar, al que había remitido el libro, a unas señas parisienses que me proporcionó -otra vez generoso y único- Félix Grande.

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DESDE ENTONCES

Antonio Martínez Sarrión (Albacete, 1939) ha continuado labrando versos en poemarios como Pautas para conjurados (1970), Una tromba mortal para los balleneros (1975), El centro inaccesible (1981), Ejercicio sobre Rilke (1988), Cordura, (1999) o Última fé (2005). También ha publicado sus memorias en tres tomos, el último de los cuales se titula Jazz y días de lluvia (2002)