Larra

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Letras

Los dos siglos de Larra

Este bicentenario sirve para incorporar al autor, sin la más mínima reserva, a la nómina más selecta de nuestros clásicos, pues su género predilecto, el artículo nunca fue lo mismo que antes de su contribución

20 marzo, 2009 01:00

La única fórmula para saber por qué un escritor —y, en general, un artista— se convierte en clásico, esto es, en modelo irrenunciable y canónico, exige antes de nada dejar que pase el tiempo. Únicamente los años podrán ofrecernos la perspectiva suficiente que permita apreciar los caminos que el escritor abrió, los motivos y recursos que sirvieron posteriormente a otros autores como dechados incitadores para ensanchar las sendas nuevas y proseguir la exploración iniciada.

Jorge Manrique, Petrarca, Cervantes, Shakespeare o Velázquez son clásicos porque ni la poesía, ni la novela, ni el teatro o la pintura pueden ser ya lo mismo que eran antes de su contribución, y es necesario tenerlos presentes —para emularlos servilmente, para rechazarlos o para aprovechar y enriquecer sus innovaciones—, porque forman ya parte de ese repertorio inmenso e insoslayable de formas sobre las que cada artista moldea su propia creación.

Pues bien: los dos siglos que han transcurrido desde el nacimiento de Larra proporcionan los elementos de juicio suficientes para incorporar al autor, sin la más mínima reserva, a la nómina más selecta de nuestros clásicos. El bicentenario es una magnífica ocasión para reflexionar sobre este asunto y para preguntarse por qué un escritor fallecido en 1837 mantiene hoy plenamente su vigencia entre nosotros.

Costumbrismo y periodismo

La obra de Larra, interrumpida tempranamente por su trágica muerte, se desarrolla a lo largo de tan sólo nueve años, y, dejando aparte algunas incursiones en la novela y el teatro —que no figuran entre lo más apreciado de su producción—, se centra esencialmente en el género literario de moda: el artículo de costumbres.

Con una diferencia esencial, que separa a Larra del costumbrismo coetáneo cultivado por autores como Mesonero Romanos y, algo más tarde, por Estébanez Calderón y otros: Mesonero pinta escenas y tipos tomados “del natural” —como se dirá pocos años después—, y hay en su contemplación cierta indisimulada complacencia, cierto regusto nostálgico ante un mundo y unas costumbres que se hallan en trance de desvanecerse.

La mirada de Mesonero, como la de casi todos los escritores costumbristas, es una mirada retrospectiva: registra lo que ve como residuo de lo que ya ha desaparecido, como testimonio de lo que perdura resistiéndose a la implacable erosión del tiempo. El punto de partida de Larra se encuentra a una distancia abismal.

Formado en el espíritu reformista dieciochesco y educado en Francia, Larra contempla su entorno y apenas encuentra nada memorable, sino una sociedad arcaica, anclada en costumbres y valores fosilizados, atenazada por la parálisis y la inacción, envuelta en estériles contiendas dinásticas —la sangría de las interminables guerras carlistas— que no sólo empobrecen el país, sino que frenan decisivamente su necesaria modernización. Comprende que su misión radica en mirar a su alrededor, en no perderse en disquisiciones sobre el pasado y en abrir los ojos a sus compatriotas acerca de la necesidad de una transformación social indispensable.

Para ello cuenta con un género naciente, destinado a llegar a un número considerable de lectores: el artículo periodístico. Allí, renunciando a pergeñar tipos pintorescos de una sociedad que le parece rechazable, creará el moderno periodismo de opinión, caracterizado por la atención crítica a los problemas acuciantes de la actualidad —el periodismo será actualidad o no será nada—, sin omitir ningún asunto: las costumbres, los espectáculos, el teatro, los toros, la caza, la pena de muerte, la opresión política, la incultura general, la censura y la falta de libertad, la mala literatura, el empecinamiento del carlismo más montaraz…

Estas reflexiones, animadas por la denuncia incesante de situaciones y conductas, por un afán reformista que parece anunciar el regeneracionismo finisecular, encuentran en el breve espacio de unas pocas páginas, preludio de los artículos de fondo y las columnas del periodismo contemporáneo, su hábitat adecuado, su acomodo natural, y por ello sientan las bases de los discursos ensayísticos posteriores, muchos de ellos nacidos también al amparo del artículo periodístico, como sucede en los casos de Unamuno, Ortega y Gasset, Manuel Azaña, Pérez de Ayala y otros autores.

El escritor

Esta actitud inconformista y rebelde, esta conversión de la estampa costumbrista en instrumento de opinión para sacudir las conciencias amodorradas, fue sin duda lo más atractivo de la obra de Larra para los hombres del 98 —Baroja y Azorín, sobre todo—, para sus inmediatos sucesores —Ortega, por ejemplo, menciona en alguna ocasión las “páginas egregias” de Larra— y para los ensayistas y periodistas de hoy.

Pero nada de esto habría tenido la misma eficacia en los lectores si Larra no hubiera sido el brillante escritor que fue. Su prosa, cuya variedad y riqueza hacen pensar a veces en cierta propensión al exhibicionismo lingüístico, es un monumento de ironía y mordacidad, merced al uso de numerosos recursos expresivos.

A veces, una afirmación queda humorísticamente anulada por otra posterior: “Ahora se puede hablar claro y sin rodeos todo lo que se piensa, cuando se piensa”. El procedimiento puede combinarse con la ruptura de un cliché expresivo: “Sabía dónde le apretaba el zapato, si bien no lo gastaba”. Abunda los juegos de palabras: “[Los facciosos] clamaban: ¿Qué hemos hecho? ¿Qué hemos de hacer? ¿Qué haremos? ¿Qué nos harán? Ahora se andan en las conjugaciones. Mejor les fuera contentarse con declinar”.

En el artículo “¿Qué hace en Portugal su majestad?”, que es un modelo de sarcasmo difícilmente superable, se juega con las diversas acepciones del verbo hacer: “Hace castillos en el aire, hace tiempo, hace que hace, hace ganas de reinar, hace la digestión, hace antesala en Portugal, hace oídos de mercader, hace cólera, hace reír, hace fiasco, hace plantones, hace mal papel, hace ascos a las balas, hace gestos, hace oración, se hace cruces”. Las comparaciones jocosas de los carlistas con plantas en “La planta nueva, o El faccioso” tienen un lugar de honor en la mejor literatura satírica de nuestra lengua.

Artículos como éstos, o como “El reo de muerte” -donde el tono grave sirve de vehículo expresivo a la escalofriante denuncia de un problema que aún perturba las conciencias- y “El castellano viejo”, que, apoyándose en una sátira de Boileau para sobrepasarla ampliamente, ofrece una envoltura humorística para atacar la tosquedad de las costumbres tradicionales, hacen de Larra un clásico, un escritor de permanente actualidad, infinitamente más vivo que muchos coetáneos nuestros.

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