Image: Chiquita

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Letras

Chiquita

Antonio Orlando

1 mayo, 2008 02:00

Antonio Orlando

Premio Alfaguara 2008. Alfaguara. Madrid, 2008 216 páginas, 16’50 euros

Tiene razón Antonio Orlando Rodríguez (Ciego de ávila, Cuba, 1956) al considerar que su Chiquita es -por encima de todo- una novela de aventuras, pues si algo prevalece en este relato largo de 520 páginas, más anexos e ilustraciones, es una gran peripecia narrada con el mismo tono exagerado, simpático y seductor que el autor cultiva en sus lecturas públicas y entrevistas. Rodríguez abandonó Cuba en 1991 y reside en Miami, pero no se considera un exiliado político. En la isla había cosechado ya cinco premios nacionales y publicado diez libros. Novela de aventuras, pues, que contiene mucho "sube y baja de trenes y cambia-cambia de hoteles" (p. 300). Pero Chiquita es además la "biografía imaginaria" de la cantante y bailarina real Chiquita Cenda (1869-1945), de nombre auténtico -culpa del santoral- Espiridiona: una mujer que medía tan sólo 26 pulgadas (66 cm, altura de las rodillas de un adulto medio) y alcanzó su fama de artista de variedades a caballo entre el XIX y el XX entre EE.UU. y Europa. Aunque, bien mirado, ¿qué biografía no es imaginaria, e incluso más aquéllas que se denominan autorizadas? "Soy novelista; es decir: un mentiroso profesional" advertirá, por si acaso, en su última Nota. Bastaría decir que estamos ante un fabulador con mayúsculas, y uno no sabe ya si todo proviene del realismo mágico, o es que el Caribe es así y sólo se manifiesta mediante exuberantes vegetaciones. Esta es una novela de habla caudalosa y hasta irreprimible, pues -como el anarquista Bob de la p. 327- también Rodríguez posee "tremenda labia". Sin embargo, la fantasía convive en esta ambiciosa obra con una concienzuda investigación personal que justifica la extensión del relato.

La novela funde la voz de dos narradores: el propio escritor y un anciano que, siendo joven y pobre de solemnidad, conoció a la artista cuando ella contaba 60 años y tomó al dictado sus memorias en la mansión que la "muñeca viviente" poseía en Long Island. Ambos reconstruyen/reinventan la vida de la "damita tan elegante y refinada" (p. 318), sin detenerse en el morbo. Chiquita nunca quiso ser un freak, un "fenómeno de feria" o "error de la naturaleza". Quizá el mayor acierto narrativo de la novela sea este anciano Cándido Olazábal, este Compay que, condensando la gracia expresiva cubana, agiliza y engrasa el mecanismo del voluminoso libro con la vivacidad de los relatos orales. Tan importante como el decurso vital de la compleja artista cubana (vanidosa, seductora, simpática), que se inició en el espectáculo de la mano de Sara Bernhardt, es el lienzo del cambiante mundo de aquellos años, donde nos salen al paso la Gran Depresión de los años 30, la vida cotidiana de la isla caribeña a finales del XIX, la larga guerra de Independencia entre Cuba y España, el ambiente de los empresarios de la cultura neoyorquina y sus artistas, el submundo de moda de los "liliputienses"-, los inicios del cine o del automóvil, las maquinaciones de los magnates Pulitzer y Hearst -o de la Junta Revolucionaria Cubana- para lograr la intervención estadounidense. El fresco lo puntean divas mayores como la soprano favorita de Wagner, Lilli Lehmann, o menores como la Bella Otero, también reporteras intrépidas, feministas, presidentes asesinados en medio de un gran suspense, visiones y bilocaciones astrales de Chiquita, intrigas por un talismán regalado por un hijo del Zar, una peligrosa Orden de pequeños artífices... No era chiquito, ni fácil, el reto narrativo que Antonio Orlando Rodríguez se autoimpuso hace 5 años: manejar con soltura tanta información y resolver con tanta gracia un asunto incómodo e inquietante, y llegar a fascinarnos con una historia tremenda de superación personal, con un noble alegato contra "los barrotes que delimitan tantas jaulas invisibles".