Image: Ángeles y demonios, por Dan Brown

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Letras

Ángeles y demonios, por Dan Brown

Tras el "Código Da Vinci", Dan Brown invade el mercado editorial español con su último best seller

16 septiembre, 2004 02:00

Dan Brown

Quince millones de ejemplares vendidos en todo el mundo, más de un millón en España, tienen la culpa: 2004 es el año del Código da Vinci y de Dan Brown. Mañana sale en España su último éxito, ángeles y demonios (Umbriel), que fue su primera novela y que tras el éxito del Código fue recuperada en Estados Unidos y lleva 56 semanas en las listas de best sellers del New York Times, que la ha destacado con frases como "Si Tom Clancy y Umberto Eco se fusionaran, el resultado sería Dan Brown". Nos guste o no, y a la crítica le gusta poco, Brown está haciendo historia. Por eso El Cultural anticipa hoy el comienzo de la intriga: un atroz crimen ritual confirma a Robert Langdon que la secta de los Illuminati (enemiga de la Iglesia Católica) ha vuelto y quiere venganza.

Desde los escalones superiores de una galería ascendente de la Gran Pirámide de Gizeh, una joven rió y le llamó.
-¡Date prisa, Robert! ¡Sabía que hubiera tenido que haberme casado con un hombre más joven!
Su sonrisa era mágica.
El hombre se esforzó por acelerar el paso, pero sentía las piernas como si fueran de piedra.
-Espera -suplicó-. Por favor...
A medida que subía, su visión se iba haciendo más borrosa. Sus oídos martilleaban. ¡He de alcanzarla! Pero cuando volvió a levantar la vista, la mujer había desaparecido. En su lugar había una anciana desdentada. El hombre bajó la mirada, y en sus labios se dibujó una mueca de soledad. Después lanzó un grito de angustia que resonó en el desierto.
Robert Langdon despertó de su pesadilla sobresaltado. El teléfono de la mesita de noche estaba sonando. Aturdido, lo descolgó.
-¿Diga?
-Estoy buscando a Robert Langdon -dijo una voz masculina.
Langdon se incorporó en la cama y trató de pensar con claridad.
-Soy... Robert Langdon.
Consultó el reloj digital. Eran las cinco y dieciocho minutos de la mañana.
-Debo verle cuanto antes.
-¿Quién es usted?
-Me llamo Maximilian Kohler. Soy físico de partículas discontinuas.
-¿Cómo? -Langdon era incapaz de concentrarse-. ¿Está seguro de que soy el Langdon que busca?
Es usted profesor de iconología religiosa en la Universidad de Harvard. Ha escrito tres libros sobre simbología y...
-¿Sabe qué hora es?
-Le ruego me disculpe. Tengo algo que ha de ver. No puedo hablar de ello por teléfono.
Un gemido escapó de los labios de Langdon. No era la primera vez que le ocurría. Uno de los peligros de escribir libros sobre simbología religiosa eran las llamadas de fanáticos religiosos, deseosos de que les confirmara la última señal de Dios. El mes pasado, una bailarina de striptease de Oklahoma había prometido a Langdon el mejor sexo de su vida si iba a verificar la autenticidad de una cruz que había aparecido como por arte de magia en las sábanas de su cama. El sudario de Tulsa, lo había llamado Langdon.
-¿Cómo ha conseguido mi número?
Langdon intentaba ser educado, pese a la hora.
-En Internet. La página web de su libro.
Langdon frunció el ceño. Sabía perfectamente que la página web no incluía el número telefónico de su casa. Era evidente que el hombre estaba mintiendo.
-He de verle -insistió el desconocido-. Le pagaré bien.
Langdon se estaba enfadando.
-Lo siento, pero le aseguro...
-Si parte ahora mismo, podría estar aquí a las...
-¡No voy a ir a ninguna parte! ¡Son las cinco de la mañana!

Langdon colgó y se derrumbó sobre la cama. Cerró los ojos e intentó dormir de nuevo. Fue inútil. El sueño estaba grabado a fuego en su mente. Se puso la bata desganadamente y descendió las escaleras.
Robert Langdon paseó descalzo por su casa victoriana de Massachusetts y tomó su remedio habitual contra el insomnio, un chocolate caliente. La luna de abril se filtraba por las ventanas y mañana las alfombras orientales. Los colegas de Langdon a menudo comentaban en broma que la casa parecía más un museo de antropología que un hogar. Las estanterías estaban atestadas de objetos religiosos de todo el mundo: un ekuaba de Ghana, un crucifijo de oro de España, un ídolo de las islas del Egeo, incluso un peculiar boccus tejido de Borneo, el símbolo de la eterna juventud de un joven guerrero.
Cuando Langdon se sentó sobre la tapa de un baúl maharishi de latón y saboreó el chocolate caliente, se vio reflejado en el cristal de una de las ventanas. La imagen estaba distorsionada y pálida... como un fantasma. Un fantasma envejecido, pensó, y se recordó con crueldad que su espíritu juvenil estaba viviendo en un cuerpo mortal.
Aunque no era apuesto en un sentido clásico, a sus cuarenta y cinco años Langdon poseía lo que sus colegas femeninas denominaban un atractivo "erudito": espeso cabello castaño vetea-do de gris, ojos azules penetrantes, voz profunda y cautivadora, y la sonrisa alegre y espontánea de un deportista universitario. Buceador del equipo universitario, Langdon todavía conservaba el cuerpo de un nadador, un físico envidiable de metro ochenta que mantenía en forma con cincuenta largos al día en la piscina de la universidad.
Los amigos de Langdon siempre le habían considerado un enigma, un hombre atrapado entre siglos. Los fines de semana podía vérsele en el patio de la facultad vestido con tejanos, hablando de gráficos por ordenador o de historia de las religiones con los estudiantes; en otras ocasiones, aparecía con su chaleco de cuadros Harris en tonos vistosos, fotografiado en las páginas de revistas de arte en inauguraciones de museos, donde le habían pedido que dictara una conferencia.
Pese a ser un profesor riguroso y un amante de la disciplina, Langdon era el primero en abrazar lo que él denominaba el "arte perdido de pasarlo bien". Se entregaba a la diversión con un fanatismo contagioso que le había granjeado la aceptación fraternal de sus estudiantes. Su mote en el campus ("El Delfín") era una referencia tanto a su naturaleza afable, como a su legendaria habilidad para zambullirse en una piscina y burlar a todo el equipo contrario en un partido de waterpolo.

Mientras contemplaba la oscuridad con aire ausente, el silencio de su casa se vio perturbado de nuevo, esta vez por el timbre de su fax. Demasiado agotado para enojarse, Langdon forzó una carcajada cansada.
El pueblo de Dios, pensó. Dos mil años esperando a su Mesías, y siguen tan tozudos como una mula.
Llevó el tazón vacío a la cocina y se encaminó pausadamente a su estudio chapado en roble. El fax recién llegado esperaba en la bandeja. Suspiró, recogió el papel y lo miró.
Al instante, una oleada de náuseas le invadió.
La imagen que mostraba la página era la de un cadáver humano. El cuerpo estaba desnudo, y tenía la cabeza vuelta hacia atrás en un ángulo de ciento ochenta grados. Había una terrible quemadura en el pecho de la víctima. Le habían grabado a fuego una sola palabra. Una palabra que Langdon conocía bien. Muy bien. Contempló las letras con incredulidad.

-Illuminati -tartamudeó, con el corazón acelerado. No puede ser...
Lentamente, temeroso de lo que iba a presenciar, Langdon dio la vuelta al fax. Miró la palabra al revés.
Al instante, se quedó sin respiración. Era como si le hubiera alcanzado un rayo. Incapaz de dar crédito a sus ojos, volvió a girar el fax y leyó la palabra en ambos sentidos. -Illuminati- susurró.
Langdon, estupefacto, se dejó caer en una silla. Poco a poco, sus ojos se desviaron hacia la luz roja parpadeante del fax. Quien había enviado el fax estaba todavía conectado, a la espera de hablar. Langdom contempló la luz roja parpadeante durante largo rato.
Después, tembloroso, descolgó el auricular.
-¿He captado ahora su atención? -dijo la voz masculina cuando Langdon contestó por fin.
-Sí, ya lo creo. ¿Quiere hacer el favor de explicarse?
-Intenté decírselo antes. -La voz era precisa, mecánica-. Soy físico. Dirijo un laboratorio de investigaciones. Se ha cometido un asesinato. Usted ha visto el cadáver.
-¿Cómo me ha localizado?
Langdon apenas podía concentrarse. Su mente huía de la imagen del fax.
-Ya se lo he dicho. Internet. La página web de su libro El arte de los Illuminati.
Langdon intentó serenarse. Su libro era prácticamente desconocido en los círculos literarios dominantes, pero tenía un buen número de seguidores internautas. No obstante, la afirmación del desconocido era absurda.
-Esa página carece de información de contacto -explicó Langdon-. Estoy seguro.
-Tengo gente en el laboratorio muy experta en extraer información de la Red.
El escepticismo de Langdon no disminuía.
-Da la impresión de que su laboratorio sabe mucho sobre la Red.
-Por fuerza -replicó el hombre-. Nosotros la inventamos.
Algo en la voz del hombre reveló a Langdon que no estaba bromeando.
-He de verle -insistió el desconocido-. No podemos hablar de este asunto por teléfono. Mi laboratorio está a sólo una hora en avión de Boston.
Langdon analizó el fax que sostenía en la mano a la tenue luz del estudio. La imagen era impresionante, pues tal vez representaba el hallazgo epigráfico del siglo, una década de sus investigaciones confirmada en un solo símbolo.
-Es urgente -apremió la voz.

Los ojos de Langdon estaban clavados en el sello. Illuminati, leyó una y otra vez. Su trabajo siempre se había basado en el equivalente simbólico de los fósiles (documentos antiguos y rumores históricos), pero esta imagen era actual. Tiempo presente. Se sintió como un paleontólogo que se encontraba cara a cara con un dinosaurio vivo.
-Me he tomado la libertad de enviarle un avión -dijo la voz-. Llegará a Boston dentro de veinte minutos.
Langdon sintió la garganta seca. A una hora de vuelo...
-Le ruego que perdone mi atrevimiento -dijo la voz-. Le necesito aquí.
Langdon contempló otra vez el fax, un antiguo mito confirmado en blanco y negro. Las implicaciones eran aterradoras. Miró por la ventana. La aurora empezaba a insinuarse entre los abedules del patio trasero, pero la vista parecía algo diferente esta mañana. Cuando una extraña combinación de miedo y júbilo se apoderó de él, Langdon comprendió que no tenía elección. [...]

El aspecto del cadáver era espantoso. El difunto Leonardo Vetra yacía de espaldas, desnudo, y la piel había adquirido un color gris azulado. Los huesos del cuello sobresalían en el punto donde los habían roto, y tenía la cabeza girada por completo hacia atrás. La cara no se veía, aplastada contra el suelo. El hombre estaba tendido sobre un charco congelado de su propia orina, y el vello que rodeaba sus genitales encogidos estaba salpicado de escarcha.
Sobreponiéndose a la náusea que la vista del cadáver le producía, Langdon se obligó a que sus ojos se posaran sobre el pecho de la víctima. Aunque había examinado la herida simétrica una docena de veces en el fax, ésta era infinitamente más impresionante en vivo. La carne, levantada y quemada, estaba perfectamente delineada y el símbolo formado sin mácula. Langdon se preguntó si el intenso escalofrío que recorría su columna vertebral se debía al aire acondicionado o al asombro que le embargó cuando captó el significado de lo que estaba mirando. Su corazón se aceleró cuando caminó alrededor del cadáver y leyó la palabra al revés, lo cual reafirmaba el genio de la simetría. El símbolo se le antojó aún menos concebible ahora que lo miraba.
-¿Señor Langdon?
Langdon no le oyó. Estaba en otro mundo, su mundo, su elemento, un mundo en el que la historia, el mito y la realidad colisionaban e inundaban sus sentidos. Los engranajes giraban.
-¿Señor Langdon?
Los ojos de Kohler le sondeaban, expectantes.
Langdon no levantó la vista. Su atención estaba concentrada por completo.
-¿Ha averiguado algo ya?
-Sólo lo que tuve tiempo de leer en su página web -respondió Kohler-. La palabra Illuminati significa "los iluminados". Es el nombre de una hermandad antigua.
Langdon asintió.
-¿Había oído el nombre antes?
-No, hasta que lo vi grabado en el cuerpo del señor Vetra.
-¿Lo buscó en Internet?
-Sí.
-Y encontró cientos de referencias, sin duda.
-Miles -dijo Kohler-. Su página web, no obstante, contenía referencias a Harvard, Oxford, un reputado editor y una lista de publicaciones relacionadas. Como científico, he llegado a aprender que la información sólo es tan válida como su origen. Sus credenciales parecían auténticas.
Los ojos de Langdon seguían clavados en el cadáver. Kohler no dijo nada más. Esperó a que Langdon arrojara alguna luz sobre lo sucedido. Langdon alzó la vista y paseó la mirada por el piso.
-¿Y si hablamos en un lugar más cálido?
-Esta habitación es perfecta. -Kohler parecía indiferente al frío-. Hablaremos aquí.
Langdon frunció el ceño. La historia de los Illuminati no era nada sencilla. Moriré congelado intentando explicarla. Contempló de nuevo la marca, asombrado.

Aunque las referencias sobre el emblema de los Illuminati eran legendarias en la simbología moderna, ningún erudito lo había visto. Antiguos documentos describían el símbolo como un ambigrama, lo cual quería decir que se podía leer en ambos sentidos. Y si bien los ambigramas eran habituales en la simbología (esvásticas, ying y yang, las estrellas judías, cruces sencillas), la idea de que una palabra pudiera convertirse en un ambigrama parecía imposible. Los expertos en simbología modernos habían intentado durante años imprimir a la palabra "Illuminati" un estilo perfectamente simétrico, pero había fracasado miserablemente. Casi todos los estudiosos habían llegado a la conclusión de que la existencia del símbolo era un mito.
-¿Quiénes son los Illuminati?- preguntó Kohler.
, pensó Langdon, ¿quiénes son, en realidad? Empezó su relato.
-Desde el inicio de la historia -explicó Langdon-, ha existido una profunda brecha entre ciencia y religión. Científicos sin pelos en la lengua como Copérnico...
-Fueron asesinados -interrumpió Kohler-. Asesinados por la Iglesia por revelar verdades científicas. La religión siempre ha perseguido a la ciencia.
-Sí, pero en el siglo XVI, un grupo de hombres luchó en Roma contra la Iglesia. Algunos de los italianos más esclarecidos (físicos, matemáticos, astrónomos) empezaron a reunirse en secreto para compartir sus preocupaciones sobre las enseñanzas equivocadas de la Iglesia. Temían que el monopolio de la "verdad" que ejercía la Iglesia amenazara al esclarecimiento cultural del mundo entero. Fundaron el primer gabinete estratégico científico del mundo, y se autoproclamaron "los iluminados".
-Los Illuminati.
-Sí -dijo Langdon-. Las mentes más preclaras de Europa... dedicadas a la búsqueda de la verdad científica. Kohler guardó silencio.
-Como es natural, los illuminati fueron perseguidos ferozmente por la Iglesia católica. Los científicos sólo consiguieron salvarse gracias a ritos de extremado secretismo. Corrió la voz entre los estudiosos clandestinos, y la hermandad de los Illuminati creció hasta incluir a eruditos de toda Europa. Los científicos se reunían con regularidad en Roma, en una guarida ultrasecreta que llamaban la Iglesia de la Iluminación. Kohler tosió y se removió en su silla.
-Muchos Illuminati -continuó Langdon- quisieron combatir la tiranía de la Iglesia con actos de violencia, pero su miembro más reverenciado los disuadió. Era pacifista, así como uno de los científicos más famosos de la historia.

Langdon estaba seguro de que Kholer reconocería el nombre. Hasta los no científicos conocían la historia del desventurado astrónomo que había sido detenido y casi ejecutado por la Iglesia cuando proclamó que el Sol, y no la Tierra, era el centro del sistema solar. Aunque sus datos eran incontrovertibles, el astrónomo fue castigado con severidad por insinuar que Dios había colocado a la humanidad en un lugar que no era el centro de Su universo.
-Se llamaba Galileo Galilei -dijo.
Kohler alzó la vista.
-¿Galileo?
-Sí, Galileo era un Illuminatus, y también un católico devoto. Intentó suavizar la posición de la Iglesia sobre la ciencia cuando proclamó que la ciencia no socavaba la existencia de Dios, sino que, antes al contrario, la reafirmaba. En una ocasión, escribió que, cuando miraba por su telescopio los planetas, oía la voz de Dios en la música de las esferas. Sostenía que la ciencia y la religión no eran enemigas, sino aliadas: dos idiomas diferentes que contaban la misma historia, una historia de simetría y equilibrio... Cielo e infierno, noche y día, calor y frío, Dios y Satán. Tanto la ciencia como la religión se regocijaban en la simetría de Dios..., la pugna constante entre luz y oscuridad.
Langdon hizo una pausa, y pateó el suelo para calentar los pies. Kohler se limitó a mirarle.
-Por desgracia -añadió Langdon-, la unificación de la ciencia y la religión era algo que la Iglesia no deseaba.
-Claro que no -interrumpió Kohler-. La unificación habría acabado con la pretensión de la Iglesia de que era el único vehículo mediante el cual el hombre podía comprender a Dios. En consecuencia, la Iglesia juzgó por herejía a Galileo, le declaró culpable y le puso bajo arresto domiciliario permanente. Conozco muy bien la historia de la ciencia. Pero esto sucedió hace siglos. ¿Cuál es la relación de este episodio con Vetra?
La pregunta del millón. Langdon fue al grano.
-La detención de Galileo trastornó a los Illuminati. Se cometieron equivocaciones, y la Iglesia descubrió la identidad de cuatro miembros, a los que capturaron e interrogaron. Pero los cuatro científicos no revelaron nada... ni siquiera bajo tortura.
-¿Tortura?
Langdon asintió.
-Los marcaron a fuego. En el pecho. Con el símbolo de la cruz. Kohler abrió los ojos desmesuradamente, y dirigió una mirada inquieta al cadáver.
-Luego, los científicos fueron brutalmente asesinados, y sus cadáveres abandonados en las calles de Roma, como advertencia a los que pensaban unirse a los Illuminati. Debido al acoso de la Iglesia, los restantes Illuminati huyeron de Italia.
Langdon hizo una pausa. Miró los ojos muertos de Kholer.
-Los Illuminati pasaron a la clandestinidad, donde empezaron a mezclarse con otros grupos de refugiados que huían de las purgas católicas: místicos, alquimistas, ocultistas, musulmanes, judíos. Surgieron unos nuevos Illuminati. Unos Illuminati más oscuros. Unos Illuminati profundamente anticatólicos. Adquirieron un gran poder, mediante el empleo de misteriosos ritos y un secretismo mortal, y juraron que un día se alzarían de nuevo y se vengarían de la Iglesia católica. Su poder creció hasta el punto de que la Iglesia los consideró la fuerza anticristiana más poderosa de la tierra. El Vaticano tildó a la hermandad de Shaitan.
-¿Shaitán?
-Es árabe. Significa "adversario"... El adversario de Dios. La Iglesia escogió una palabra árabe porque lo consideraba un idioma sucio. -Langdon vaciló-. Shaitan es la raíz de la palabra... Satanás.


Cosecha 2004: el best seller español
Si tenemos en cuenta que el año 2003 se editaron en España 77.980 títulos, y que las tiradas rondaron los 5000 ejemplares, aunque la mayoría no superase los 3000, se comprende que algunas novedades puedan encaramarse con sólo (¿sólo?) 20.000 o 30.000 ejemplares a las listas de bestsellers. Sin embargo, 2004 ha sido y será un año de grandes lanzamientos y ventas, con 1.200.000 copias del Código Da Vinci, 600.000 de Harry Potter y la orden del Fénix, de Rowling (Salamandra), a las que hay que añadir ahora las 500.000 de ángeles y demonios de Dan Brown (Umbriel), y, en octubre, el millón de ejemplares previstos de Memorias de mis putas tristes, de García Márquez (Mondadori). Por su parte, Arturo Pérez-Reverte, siempre remiso a facilitar cifras de ventas, ha vuelto por donde solía con su nuevo Alatriste, El Caballero del jubón amarillo (Alfaguara), aunque al parecer sin alcanzar los 600.000 de su última novela, La reina del Sur. El reino del dragón de oro, de otra habitual de las listas, Isabel Allende (Plaza), ha superado los 250.000 ejemplares, y continúa el goteo anual de Vázquez Figueroa, en torno a los 50.000...

Por eso sorprende aún más el éxito de La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafón: publicado hace tres años, esta temporada ha sumado 50.000 nuevos cómplices en Planeta, y otros tantos en Círculo, para superar los 450.000, sin contar los 100.000 de Alemania, ni su éxito en México, Chile...

Sin embargo, y como Dan Brown ha marcado la pauta, los mayores éxitos son novelas históricas como La hermandad de la Sábana Santa, de Julia Navarro (Plaza), que alcanza, según la editorial, los 350.000 ejemplares, aunque antes del verano celebrasen sólo sus primeros 70.000, a los que habría que añadir 50.745 de Círculo. Otras sorpresas han sido El anillo: la herencia del último templario, de Jorge Molist (MR), que, avalado por un premio de novela histórica, ha llega a los 75.000, y La piel fría, de Sanchez Piñol (Edhasa), con 80.000 copias en castellano y catalán. Almudena Grandes sigue arrasando con Castillos de cartón al facturar 50.000 en Tusquets, y 67.885 en Círculo, mientras Soldados de Salamina de Cercas prosigue imparable en librerías. Como Ussía y Las dos bodas (Ediciones B), más de 58.000 ejemplares sin apenas apoyo mediático.

En cambio, rondan los 50.000, entre otros, Ensayo sobre la lucidez, de Saramago (Alfaguara); Milenio, I y II de Vázquez Montalbán (Planeta); Delirio, de Laura Restrepo (Alfaguara); Peregrinatio, de M. Asensi (Planeta), Numancia, de J. L. Corral y Rosa de Jericó, de F. Martos (Roca).

Del ensayo proceden dos de los grandes éxitos de la temporada: el argentino Jorge Bucay, y La buena suerte, de álex Rovira y Fernando Trías de Bes (Urano). El primero ha vendido 308.000 ejemplares de Déjame que te cuente; Cuentos para pensar; Amarse con los ojos abiertos, Cartas para Claudia y Todo no terminó (RBA). El segundo, 150.000 ejemplares en castellano y 20.000 en catalán, y se han vendido los derechos en 65 países. También El año que trafiqué con mujeres, de Antonio Salas (Temas de hoy) alcanza los 130.000.

A vueltas con la actualidad, El desquite. Los años de Aznar de Pedro J. Ramírez (La Esfera) supera por 70.000, mientras que los de los protagonistas, Ocho años de gobierno de Aznar (Planeta) y Mis ocho años en La Moncloa, de Ana Botella (Plaza), rondan los 50.000. La guerra civil conquista 60.000 ejemplares de La batalla del Ebro, de Jorge M. Reverte (Crítica), y 53.000 de Checas de Madrid, de César Vidal (Belaqua). Y, finalmente, coquetean con los 50.000, entre otros, Ventanas de Manhattan, de Muñoz Molina (Seix); Nuestra incierta vida normal, de Rojas Marcos (Aguilar); Los lenguajes del deseo, de E. Rojas (Temas de hoy) y Hay algo que no es como me dicen, de Millás (Aguilar).


¿Qué se lee en el mundo?
¿Qué libros han sido los más leídos en Europa durante los últimos doce meses? El gran triunfador del año ha sido, cómo no, Dan Brown con El código Da Vinci: es el libro extranjero más leído en países como España, Francia, Portugal, Italia, Eslovaquia, Suecia, Dinamarca y Luxemburgo. Apenas pudo resistir el ritmo Paulo Coelho con Once minutos, triunfador en Hungría, Chequia, Polonia, Lituania y Estonia. Ya lejos queda Donna Leon con Aguas Muertas, primera de la lista en Alemania y Austria, mientras que J. K. Rowling y su Harry Potter y la Orden del Fénix sólo alcanzaron lo más alto en Malta. Otros triunfadores: Paul Auster y La noche del oráculo -recién traducida al español- en Bélgica y Francia, Isabel Allende en Holanda, Frédéric Beigbeder en Finlandia... Si nos fijamos en quienes jugaban en casa, en España el ganador indiscutible es Carlos Ruiz Zafón; en Italia, Juan Pablo II.

El código Da Vinci ha triunfado también en América. En EE.UU., claro, pero también en Argentina (en competencia sólo con los Argentinos de Jorge Lanata), en México (lejos Laura Restrepo), en Chile y Colombia (aquí en dura competencia con Saramago)... La nota curiosa es Venezuela. Entre sus best-sellers hay un buen número de poetas. En cabeza, Benedetti, Eugenio Montejo y Rafael Cárdenas. En Suráfrica, El código Da Vinci consigue apenas la medalla de bronce, superado por la autobiografía de Bill Clinton. En India la palma se la llevan Arundathi Roy con El álgebra de la justicia infinita y la historia de Pakistán escrita por M. Rafique Afzal. En Australia Dan Brown debe conformarse con el subcampeonato, superado sólo por ¿Quién se ha llevado mi queso? de Spencer Johnson, en una lista en la que también aparece ¿Por qué compramos?, de un tal Paco Underhill. También en Japón El código Da Vinci queda en segundo lugar, superada por la última entrega de Rurouni Kenshin, de Nobuhiro Watsuki. No en todas partes ha triunfado Dan Brown. En Mozambique, por ejemplo, se han repartido el podium Lobo Antunes, Pepetela y la reciente traducción al portugués de El hereje de Delibes, y del Código, por cierto, ni rastro.