Imagen | Los Rostros ocultos de Dalí

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Letras

Los Rostros ocultos de Dalí

Se publica por primera vez íntegra, 'Rostros ocultos', la única novela del artista. El Cultural ofrece en primicia absoluta algunos de los fragmentos censurados más interesantes

8 enero, 2004 01:00

Salvador Dalí sólo escribió una novela, Rostros ocultos, que jamás se publicó íntegra en España a causa de la censura. La historia es la siguiente: tras el éxito de su Vida secreta, Dalí decidió escribir una novela sobre el derrumbe del viejo orden en Europa y su resurrección espiritual. Refugiado en la finca del Marqués de Cuevas en New Hampshire (Estados Unidos) en 1943, tardó cuatro meses en acabarla, a razón de “catorce horas por día”, de lo que el propio artista dedujo que era “el más trabajador de nuestro tiempo”. Además, y como Dalí explicaba en el prólogo, trataba de completar la “trilogía pasional” de istmos inaugurada por el marqués de Sade. Tras el sadismo y el masoquismo, decía Dalí, venía el cledalismo, “es decir, la abnegación erótica y la sublimación”. La novela, homenaje nada secreto a Lorca, apareció originalmente en francés, y en el 44 se editó en Francia, Inglaterra y Estados Unidos. Hasta 1952 no vio la luz en España, publicada por Luis de Caralt y censurada, ya que se suprimieron todos los pasajes eróticos, unas treinta páginas, de la novela del artista. No se trataba, pues, de una censura ideológica, puesto que en el trasfondo de la novela, absolutamente caótica, hay una especie de vuelta al catolicismo y se pasa revista a los trascendentales acontecimientos políticos españoles y europeos del momento.

La celebración del centenario del artista va a propiciar la publicación, por primera vez íntegra, de Rostros ocultos, a cargo de la editorial Destino. El Cultural ofrece a sus lectores en primicia absoluta algunos de los fragmentos censurados más interesantes:

Solange de Cléda hizo su entrada bruscamente en la habitación del conde, cuando éste estaba sentado junto a Dick d’Angerville y Maître Girardin ante la mesa que para el té se había instalado en el centro de la estancia. Los tres interrumpieron en el acto su conversación, y Grandsailles, que siempre necesitaba cierto tiempo para ponerse en pie, no se había levantado todavía del asiento cuando Solange estuvo a su lado, le presentaba una mejilla para que la besase y se sentaba en el brazo del sillón. Grandsailles se retiró hacia el respaldo con el fin de dejar más sitio a la mujer, y mientras procuraba adaptarse a la nueva situación, pasó un brazo familiarmente sobre la cintura de Solange, que notó el descenso de la mano del conde por su columna hasta aferrarse al cinturón de piel, posándose ahí para evaluar la esbeltez de su cintura antes de detenerse un buen momento en el prominente hueso pélvico, que contuvo con la copa de su mano con un movimiento tan natural como si estuviera sosteniendo un objeto. Los dedos del conde lo acariciaban suavemente, hasta descubrir una costura de la falda que quedaba justo por encima de aquella protuberancia. La palpó con las yemas de los dedos y se sirvió de ella a modo de raíl para guiar los movimientos de aquella mano que se hallaba suspendida en la cadera, que reseguía su contorno sin apenas tocarla.

A pesar de la fingida seguridad de todos sus movimientos, rayana en la indiferencia, Solange advirtió inmediatamente, por un atisbo imponderable de extraña torpeza, que la mano de Grandsailles estaba excitada. Solange había alcanzado el primer efecto que se había propuesto: la intimidación. Y estaba dispuesta a conservar esta ventaja, sabedora de que era uno de los medios más seguros de aumentar su influencia sobre el altivo conde. Grandsailles se hallaba, indudablemente, anonadado por la desconcertante aparición de Solange, aun cuando no había tenido tiempo para analizar con exactitud en qué consistía el cambio de aspecto de la mujer.

Solange estaba demasiado próxima a él para que pudiera examinarla sosegadamente, y esta circunstancia aumentaba la confusión de los sentimientos del conde. Le pareció recibir la impresión de hallarse repentinamente oprimiendo entre sus brazos el cuerpo de un nuevo ser que, a las seducciones de una insatisfecha intimidad, constantemente incrementada por el juego de actitudes y reticencias estudiadas, añadiese inesperadamente las de otra persona, completamente desconocida y deseable, vista solamente durante un segundo a la luz fugitiva de un relámpago. [...]

-Parece divertirse poniendo a prueba la solidez de mi osamenta, estimado Hervé -dijo Madame de Cléda, deteniendo la mano de él-. Pero de entre todos mis huesos, prefiero los de la rodilla. -Y conforme hablaba, condujo la mano de Grandsailles hasta ellos y dejó que le tocara las rodillas, algo frías, tersas y de un tono azulado, como el de las piedras del río bajo el efecto de la pálida luz de la noche.

***

Camisones de dormir con ingeniosas aberturas para permitir a las parejas temerosas de Dios que llevaran a cabo el acto de la procreación sin caer en el pecado: la estipulación explícita de que la pareja “no debe cerrar los ojos” durante el acto, y de que “deben mirar al otro de frente, preferiblemente a la nariz, para evitar así e impedir representaciones o recuerdos pecaminosos de otras personas”. Y en todo momento deben humedecerse la frente con una cruz de agua bendita, para alejar los pensamientos impuros, impidiendo así que penetren el alma y el cuerpo de espíritus maléficos peligrosamente ávidos de poseer la carne en tan propicias circunstancias. Y la represión constante de la máxima terrible “Pulva eris et pulva reverteris”, que debería servir para extinguir los fuegos de toda lubricidad incontrolada en el momento supremo en que puede producirse la fecundación de un santo, de un monstruo, de un espíritu malvado... o de un rey. El conde de Grandsailles pensaba que bastaba con tomar al pie de la letra estas ricas y sustanciosas creencias y supersticiones de la Iglesia y arrojar sobre ellas la luz de las ciencias especiales de nuestro tiempo para ver cómo el sinuoso camino de la Verdad se abría ante uno mismo: pecado mortal por representación.

En efecto -se diría para sus adentros-, si existe la moral, las infidelidades y los adulterios más terribles y reprobables no son aquellos que se cometen furtivamente y lejos del ser amado; antes bien, son aquellos en que se incurre cuando se está en sus brazos, en el momento del acto, representada voluntaria o involuntariamente la imagen de otro, transmitiendo así una vida impura. A partir de esta capacidad de disociación y de interdependencia de las funciones psicológicas y fisiológicas del ser humano, nacen todas las teorías del cuerpo considerado como un mero navío, un receptáculo de los humores que, comoquiera que están constantemente presentes, en comunicación y en “contacto” por medio del poder de evocación de la memoria, pueden materializarse en sangre. Esta idea de la cantidad de cuerpos habitables se encuentra en el origen de todas las antiguas creencias de Oriente. ¿Acaso era algo más que la escisión, la reencarnación y la trasmigración de las almas? La metempsicosis, no obstante, que tildaba de error metafísico de peso, se había erigido a sus ojos en una verdad cotidiana. La Europa de la Edad Media, a su entender, había dado justamente con las soluciones más “prácticas” y con las normas más cercanas y que mejor se adaptaban a la realidad, las del mundo onírico de los íncubos y los súcubos, cuyos secretos se hallaban recopilados, ¡y con qué precisión habían recogido los detalles empíricos!, en los anales de la Demonología y en las prácticas satánicas de la magia simpática. Y toda la ciencia moderna del hipnotismo ya aparecía en dichas prácticas, pues la hipnosis es, en efecto, la manifestación hiperestética de un estado permanente de animismo y de transmigración.

¡Sí! Estaba convencido de que la realidad tangible y sanguínea de los sueños les arrastraban a él y a Solange, llevados por la misma corriente. Sí, a ese respecto, seguía pensando como un campesino. Y cuando un campesino de Libreux decía de una nueva novia: “Está preocupada porque teme que dará a luz a un niño bajo el influjo del mal de ojo”, una vida futura que dependería de una mirada distante que podría sembrar el caos en su espíritu, ¡cuán cerca de la realidad, o cuando menos de la realidad tal y como la entendía, estaba aquella manera de explicar el fenómeno! ¡Sí! Cien veces sí. El enigma de la procreación: qué medio más maravilloso, vehículo mágico de satanismo, de tentación y de damnación. Porque lo que le aguardaba era la damnación. ¿Acaso existía mayor sumisión carnal del espíritu que servirse del placer para forzar a las células, al plasma y a las vísceras a crear un parecido físico en los ojos, las encías y los estallidos de ira de un ser hostil moldeado a imagen y semejanza de una mujer que no había poseído sino espiritualmente? ¿Tan perverso era plantearse gestar un hijo de Solange de Cléda, con un océano de por medio, en el cuerpo de Verónica? Sí, era posible, como lo era recibir a Solange en su imaginario cada vez que quisiera venir y apropiarse de él, penetrando en todos sus pliegues con la imperial realidad de su imagen radiante (una realidad imperial, una imagen radiante: ¡qué palabras para describir a la pobre Solange, enferma en cuerpo y alma, lejana y sola!) [...]

¡El mito de la sangre! ¡Y te poseo completamente, toda tu alma! Pero es tu sangre lo que se me escapa, y el día en que podía tenerla, contigo desnuda ante mí sin más propósito que éste, y pude entregarte la mía, te regalé media granada de rubíes. ¡Menudo tonto esteta! Y por eso también caiga la maldición sobre mí. Pero más estúpidas son las doctrinas que niegan las leyes inmanentes e incomprensibles de los “injertos”, en virtud de las cuales la pulpa de una naranja se ha visto forzada a heredar la falsa sangre de una granada; pero seríamos en exceso crédulos si concibiéramos el injerto de un “íncubo” con sangre, con sangre real, material que no sólo no deja de agitarse por medio de toda representación, sino que se ve modificada y emponzoñada por éstas hasta el punto de provocar misteriosos tumores y abortos de falsos embriones en el fibroma vaginal que precisan de intervenciones quirúrgicas. “¡Curioso es el parecido del cáncer con el ‘íncubo encarnado’!”, exclamó Grandsailles sumido en el silencio de sus meditaciones abrumadoras y desesperantes... “Sí, la magia simpática, como los sueños, se lleva en la sangre, y es incurable. Solange de Cléda es como un tumor maligno que ha empezado a devorarme y que ha empezado a invadir mi cerebro”.

En aquel momento, percibió un algo cálido y rojo que se apretaba dulcemente contra su boca. Verónica lo estaba besando. El conde se estremeció. ¿Desde cuándo estaba su esposa a su lado, probablemente observándolo con ansiedad en tanto que él, absorto en sus fantásticas teorías, no se daba cuenta de su presencia?
El conde su puso en pie inseguramente, como si despertase de una pesadilla.
-Los caballos nos esperan. ¿Vas a cumplir tu promesa de dar un paseo conmigo por el de-sierto? -le preguntó Verónica con voz teñida por la amargura. Después, comenzó a moverse a su alrededor como un león dócil. Al fin, dijo-: Sé que no puedo preguntarte lo que estás pensando... Ya estoy acostumbrada. No me quejo de nada; pero me agradaría poder ayudarte. Si hemos convenido que jamás compartiré la vida de tu alma, lo que me está prohibido, permíteme, al menos, acompañarte de vez en cuando, para obligar a tus cuitas a galopar y cansarse, acaso a dormirse, exactamente del mismo modo que sé disipar tus recuerdos con mis abrazos.
-Si te acercases a esos recuerdos, morirías por haberlo hecho: son recuerdos desnudos y sin abrazos -dijo Grandsailles, quien parecía volver lentamente a la realidad, en tanto que se peinaba el cabello con su peine de oro.
-¡Oh, Dios mío!- exclamó Verónica rebelde y desdichadamente-. ¿Por qué nunca puedo hacerte feliz, como tú a mí? ¡Sí! ¿Por qué negarlo? Hay otra mujer en tu vida, una mujer que está lejana o quizá muerta. Jamás lo sabré; pero puesto que lo he aceptado desde el principio como suposición, ahora me agradaría convertirme en ella en carne y hueso, de modo que puedas considerarme ella toda vez que soy yo quien aún consigue excitar tu sangre..., antes de que el ardor de tu deseo empiece a declinar.

Grandsailles hizo un gesto de protesta, y Verónica, acercándose más a él, apretó su mejilla contra la del conde.
-¡Sí, lo sé! ¡Ya me quieres menos que antes! -dijo.
Grandsailles la contestó por medio de un largo beso; y cuando levantó la cabeza, vio que la condesa cruzaba el patio y le lanzaba una mirada de disgusto. “¿Por qué últimamente me mira de ese modo?”, se preguntó el conde.
Al llegar a la puerta que se abría ante el camino que conducía al desierto, vieron los dos caballos. Uno de ellos era blanco como la escarcha; el otro tan negro como un pecado. El blanco estaba en la sombra y el negro, iluminado por un rayo de sol.
-¿Cuál de los dos escoges? -preguntó Verónica sonriendo maliciosamente; y ella misma contestó a su pregunta-: Lo sé: ¡el pecado! Este caballo parece el diablo, ¿no es cierto?
Y en tanto que hablaba, pasó la mano por el morro del caballo.
-¡Con qué gracia me recuerdas tu promesa de repetir hoy nuestro pecado! -le dijo el conde en voz baja.
Verónica pareció un tanto turbada.
-¿Por qué te empeñas en calificar tan extraño y violento tipo de amor de ese modo? Para mí, antes bien, es como una tormenta de agua que cae del cielo, la lluvia dorada de Dánae.
-¡Qué deseo más digno de ser embellecido, chérie! -dijo el conde, atónito a su vez por la decisión mostrada para llevar a cabo el plan que su mente había pergeñado.
-¿Qué necesidad tenéis vosotros los latinos, estetas como sois, de afear todo aquello que pertenece a los oscuros reinos del deseo? ¿Acaso importa la puerta por la que uno entra, si conduce al paraíso de la carne? ¿Por qué os empeñáis en ver el demonio en todas las cosas?
-¡Porque el demonio existe! -respondió Grandsailles mientras montaba el caballo negro y lo forzaba a retroceder con un agudo espolonazo. En aquel momento, la canonesa, que estaba agachada en el suelo, de espaldas a ellos, limpiando una jaula, se inclinó más hacia delante, hasta apoyarse de pies y manos en tierra, con lo que descubrió las piernas en toda su longitud hasta las rodillas. El conde dirigió una mirada a las pantorrillas de la mujer, que brillaban con blancura bajo la luz del sol, fustigó al caballo y se alejó al galope con dirección al desierto. Verónica lo siguió, pero no pudo alcanzarlo hasta dos horas más tarde. El conde se había detenido para desmontar al borde de un oasis que hasta aquel momento no había descubierto. Cuando Verónica se hubo apeado, a su vez, se acercó a él y le rodeó el cuello con los brazos. Y ambos permanecieron de este modo unidos en un largo abrazo en tanto que los lomos de sus caballos despedían un espeso vapor.

A su alrededor, en un radio de dos horas de galope, no había ningún ser vivo, y hasta se hallaba ausente la característica flora del desierto californiano.., no había nada sino un terreno mineralizado, sin hierbas ni cactos, nada sino rocas rotas, mohosas, negruzcas, como meteoros que hubieran estallado en fragmentos y hubieran caído del cielo, lisas, ardientes, lo mismo que óxido de hierro ígneo, calcinantes y rechinantes, y que hubieran llenado el terreno de fisuras de esterilidad... Y de pronto, en medio de aquella vehemente desolación de un planeta extinguido, el frenético gorjeo de millares de aves se elevó de una zona de vegetación lujuriante, fresca, esmeraldina.
-Es un paraíso -dijo Verónica-. Jamás vi en la tierra un lugar tan hermoso como éste.