Image: El safari de la estrella negra

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Letras

El safari de la estrella negra

por Paul Theroux

24 julio, 2003 02:00

Paul Theroux. Foto: Carlos Barajas

Pascal creía que la principal causa de infortunio del hombre era su incapacidad para permanecer quieto en ningún lugar, especialmente en su casa. Bruce Chatwin, en cambio, sostenía que los nómadas, incluidos los viajeros de hoy, siempre están contentos con lo que descubren al viajar, mientras que los sedentarios se muestran inquietos y por eso necesitan cambiar lo que les rodea. Sin embargo, es posible viajar sin salir de casa. Más aún, los literarios resultan los mejores viajes, las más apasionantes aventuras. Por eso, El Cultural ofrece hoy un fragmento del último libro de ese viajero impenitente que es Paul Theroux. Se titula El safari de la estrella negra y lo publicará en otoño Ediciones B. Además, nuestro crítico Román Piña presenta los mejores viajes literarios de la temporada y Gustavo Martín Garzo, Rosa Montero, Luis García Montero y Zoé Valdés descubren su paraíso perdido.

Todas las noticias que llegan de áfrica son negativas. Tenía ganas de ir, pero no por el horror, los lugares conflictivos o las historias sobre matanzas y terremotos que se leen en los periódicos; anhelaba el placer de volver a estar en áfrica. Sentía que el continente era tan vasto que escondía muchas historias sin contar, además de esperanza, humor y dulzura, sentía que áfrica era mucho más que miseria y horror. Por eso mi intención era adentrarme en el bundu, como solíamos llamar al monte, y deambular por las ancestrales zonas del interior. Allí había vivido y trabajado, feliz, hacía casi cuarenta años, en el corazón del continente más verde.

Para ir avanzando, diré que escribo esto un año después, justo cuando acabo de regresar de áfrica, tras mi largo safari. Me equivoqué en muchos sentidos: sufrí retrasos, tiroteos, gritos y robos. No hubo matanzas ni terremotos, pero sí un calor sofocante, carreteras en estado lamentable, trenes más que destartalados y teléfonos inexistentes. Los granjeros blancos, exasperados, decían: "¡Se ha ido todo al carajo!" áfrica está materialmente más decrépita ahora que cuando la conocí por primera vez: hay más hambre, más pobreza, menos alfabetización, más pesimismo, más corrupción y es imposible distinguir a los hechiceros de los políticos. Los africanos, menos valorados que nunca, me parecieron las personas a quienes más se miente del planeta: manipulados por sus gobiernos, estafados por los expertos extranjeros, engañados por las organizaciones humanitarias y timados a cada paso. Ser un líder africano equivalía a ser un ladrón, pero también los predicadores le robaron la inocencia a la población y las agencias de cooperación, que velan por sus propios intereses, le dio falsas esperanzas, lo cual parecía peor. Como respuesta, los africanos esperaron o intentaron emigrar, suplicaron, reclamaron, exigieron dinero y regalos convencidos, con una brusca y extraña sensación de que tenían derecho a ellos. Tampoco es que áfrica sea un lugar homogéneo. Se trata de un conglomerado de repúblicas variopintas y reinos sórdidos.

Me puse enfermo, me quedé tirado, pero nunca me aburrí; de hecho, mi viaje fue una delicia y una revelación. Este párrafo exige una explicación: por lo menos un libro; quizá este libro.

Como iba diciendo, en aquella época pasada y poco dramática en la que fui profesor en el bundu, la gente vivía junto a los senderos que se abrían donde terminaban los caminos de arcilla roja, en aldeas de tejados de paja. Tenían una nueva bandera con la que sustituir a la del Reino Unido, acababan de conseguir el voto, algunos tenían bicicletas, muchos hablaban de comprarse su primer par de zapatos. Estaban esperanzados, igual que yo, un maestro que vivía cerca de una aldea de cabañas de adobe entre árboles polvorientos y campos agostados: los gritos de los juegos de los niños, las mujeres encorvadas con la azada -la mayoría de ellas con bebés colgados a la espalda- entre el maíz y las judías, los hombres sentados a la sombra dejándose atontar por el chibuku, la cerveza local, o el kachasu, la ginebra local. ése era el orden natural en áfrica: niños juguetones, mujeres trabajadoras, hombres holgazanes.

De vez en cuando surgían problemas: alguien aparecía atravesado por una lanza, había peleas de borrachos o violencia política, es decir, brigadas policiales ataviadas con la camiseta del partido en el poder y armando un buen lío. Pero, en general, el áfrica que yo conocí era soleada y encantadora, una inmensidad verde de árboles bajos y de copa plana y un monte denso, con graznidos de ave, niños risueños, carreteras rojizas, acantilados marrones agrietados y crujientes que parecían recién horneados, colinas que se recuerdan de color azul, animales a rayas y con manchas, y otros con el pelaje amarillo y colmillos, y seres humanos de todas las tonalidades, desde hacendados de rostro sonrojado con calcetines hasta las rodillas a indios tostados y africanos con la piel negra y reluciente y, en el extremo final del espectro, algunas personas tan oscuras que parecían de color violeta. El sonido predominante en el monte africano era el arrullo de la tórtola, no el barrito de los elefantes ni el rugido de los leones.

Después de marcharme de áfrica se produjo una erupción de noticias negativas: desastres naturales, desastres causados por tiranos, guerras tribales y epidemias, inundaciones y hambrunas, airados comisarios políticos y soldados adolescentes que iban por la vida a machetazos: "¿Manga larga?", bromeaban cuando cercenaban una mano; "manga corta" significaba cortar todo el brazo. En las matanzas de Ruanda de 1994 murieron un millón de personas, tutsis en su mayoría. Las carreteras africanas continuaban siendo de arcilla, pero estaban repletas de refugiados harapientos y cargados de bultos.

Los periodistas los perseguían. Acosados por sus jefes para que saciaran la sed pública de pruebas de salvajismo en el planeta, los corresponsales se colocaron junto a africanos medio muertos de hambre en su último balbuceo tembloroso y declararon en las noticias para los espectadores que engullían tentempiés en el sofá mientras miraban la tele horrorizados: "Y estas personas -entrada de un primer plano de un estertor de la muerte-, estas personas son las afortunadas."

Uno siempre piensa: "¿Quién lo dice?", pero quizá algo haya cambiado desde que estuve allí. Quería averiguarlo. Mi plan era ir desde El Cairo hasta Ciudad del Cabo, de norte a sur, y ver todo lo que queda en medio.

En aquel momento las noticias sobre áfrica eran tan terribles como los rumores: se decía que el continente estaba sumido en la desesperación: incalificable, violento, asolado por las epidemias, hambriento, desesperado, incapaz de tenerse en pie. ¡Y éstos son los afortunados! Pero pensé que, puesto que disponía de mucho tiempo y no tenía nada apremiante que hacer, podría unir los puntos, traspasar fronteras y ver el interior en vez de saltar de una capital a otra y caer en manos de guías turísticos empalagosos. No tenía ningunas ganas de ver reservas de animales, aunque suponía que en algún momento lo haría. La palabra suajili safari significa "viaje", y nada tiene que ver con animales, alguien que está "de safari" está lejos, es imposible contactar con él, está ilocalizable.

Yo quería estar ilocalizable en áfrica. El deseo de desaparecer es lo que hace partir a muchos viajeros. Si uno está completamente asqueado de esperar en casa o en el trabajo, viajar es perfecto: que esperen otros por una vez. Viajar es una especie de venganza por el hecho de que hayan puesto tu llamada en espera, o por tener que dejar mensajes en contestadores automáticos, por desconocer la extensión de tu interlocutor, por haber estado esperando a lo largo de toda la vida laboral: ésos son los sinsabores del escritor confinado en casa. No obstante, tener que esperar forma parte de la condición humana.

Pensé: que otras personas expliquen dónde estoy, y me imaginé la conversación.
-¿Cuándo volverá Paul?
-No lo sabemos.
-¿Dónde está?
-No lo sabemos a ciencia cierta.
-¿Podemos ponernos en contacto con él?
-No.

Viajar por el monte africano también puede ser una especie de venganza contra los móviles y los faxes, los teléfonos y la prensa diaria, contra los aspectos más repulsivos de la globalización que permiten a cualquiera ponerte sus manos insinuantes encima. Deseaba estar ilocalizable.