Image: Cartas de la cárcel

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Letras

Cartas de la cárcel

Louis-Ferdinand Céline

17 julio, 2002 02:00

Louis-Ferdinand Céline, por Gusi Bejer

Trad. Carlos Manzano. Lumen. Barcelona, 2002. 447 páginas, 21’50 euros

El registro cambia en función del interlocutor, pero todas las cartas comparten el carácter obsesivo de las justificaciones, ideas y demandas que el escritor expresa desde su rigurosa celda. El Céline vitriólico asoma aquí, como el escritor de raza que era. Su rabia y su dolor se vierten en una suerte de monólogo interior

Recuerdo haber vivido en Francia las controversias suscitadas a principios de los noventa por el tratamiento público de un tema hasta entonces tabú, el de las actitudes colaboracionistas de la sociedad francesa en su conjunto durante los años de la ocupación y el régimen de Vichy. La versión cinematográfica de una novela de 1948, Uranus, fue uno de los desencadenantes de aquella polémica, y su autor no era otro que Marcel Aymé, condenado en 1946 a una "reprobación sin publicidad" por su indefinición y siempre amigo fiel de Céline. El volumen de las cartas que este último escribió en Dinamarca entre mayo de 1945 y junio de 1947 fue publicado finalmente por Gallimard a finales de aquel decenio de diatribas, y ahora aparece en español con una cuidada traducción de Carlos Manzano y la eficaz introducción, anotación y cronología de François Gibault.

Se trata de un epistolario compuesto por unas trescientas piezas, la mayoría -que no todas- firmadas por el escritor, casi siempre con su verdadero apellido, Destouches, que presentan un interesante contrapunto en sí mismas, pues aunque dirigidas al abogado danés Thorvald Mikkelsen, al amparo del secreto profesional de esta comunicación se introducen sistemáticamente párrafos o páginas dirigidas por el escritor a su esposa Lucette.

Lógicamente, el registro cambia en función del interlocutor, si bien la reiterada relación con el abogado y su dramática dependencia de él le llevan a Céline a un tratamiento confidente y cordial, pero todas comparten desde muy pronto el carácter obsesivo de las ideas, justificaciones y demandas que el escritor expresa desde su rigurosa celda de Vestre Faengsel o desde el más soportable enclave del Hospital al que periódicamente le llevan sus numerosas dolencias. La descripción exhaustiva de estas últimas es uno de los asuntos más reiterados, desde las secuelas de sus heridas de 1914 que hicieron de Céline un mutilado de guerra, hasta la pelagra adquirida durante su encarcelamiento. Pero junto a este tema, comprensiblemente pugnaz, están otros que rea- parecen, casi con las mismas palabras, en cartas incluso consecutivas: la protesta que Céline hace de que su atisemitismo, no más agresivo, por caso, que el de Churchill, nacía de su pacifismo, de su deseo de evitar una nueva guerra, o su desesperación porque al drama del exilio se le añadiese, en su caso, el de una prisión no justificable en términos legales, sino debida a la fuerza de determinados grupos de presión daneses y a "odios y venganzas literarias" procedentes de su propio país, personalizadas en Mauriac, Malraux, Jean Cassou y, en general, el Consejo Nacional de los Escritores, pero relacionables también con la supuesta tradición francesa -"nuestro deporte nacional", exagera Céline en su carta de 16 de agosto de 1946- de perseguir a los literatos, de la que "pocos de los grandes" se libraron y él, que se consideraba como tal, evidentemente no podría escapar.

Hay una breve "metacarta" de 28 de mayo de 1946 en la que el autor pide perdón por el tono febril de sus misivas anteriores, que no deben ser tenidas en cuenta por proceder de un preso "enfermo, inválido y loco".

Otra de sus obsesiones es la de refugiarse en España, adonde lamenta no haber escapado ya en 1940 pues reconocidos colaboracionistas como el ministro Gabolde vivían aquí sin ser reclamados por el gobierno galo y Franco "está muy estable" (página 199). A estos efectos, cuenta sobre todo con los diplomáticos Antonio Zuloaga, Lequerica y Juan Serrat.

A este último, no obstante, lo califica en cierto momento como "el cretinito español", en una manifestación contrapuntística más por la que Céline, cuando puede hacerle llegar clandestinamente una carta a su esposa, llama a su abogado bribón, payaso y cómplice de sus carceleros, o incluso ataca ferozmente a Lucette por sus "asquerosos instintos de anarquía y derroche, tus vicios de saltimbanqui" (página 218), en perversa referencia a su condición de bailarina. El Céline vitriólico asoma aquí, como también el escritor de raza que era luce en algunas -pocas- cartas, donde su rabia y su dolor se vierten en una suerte de monólogo interior o flujo de la conciencia inconexo pero sobrecogedor. Y también en algunas alusiones a otros novelistas, como Henry Miller, "uno de mis plagiarios" (página 296), o Jules Romains, a quien no duda en definir como "claramente pro nazi" y un esforzado artesano de la novela, "uno de esos paranoicos que se proponen rehacer La Comédie Humaine" (carta 162).