Image: Tolkien el viejo profesor

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Letras

Tolkien el viejo profesor

por Daniel Grotta Aparece la biografía definitiva del autor de El Señor de los anillos

6 marzo, 2002 01:00

De muchos autores se ha dicho que inventaron un mundo: de ninguno de forma tan cierta como de J. R. R. Tolkien, creador de la Tierra Media, de las razas que la habitan y de las enrevesadas lenguas que hablan. Pero ¿cómo fue la vida del creador de ese universo? ¿Qué cosas de ese mundo tienen que ver con él, con su vida, y de qué modo? ¿En qué forma estaba la Tierra Media dentro de Tolkien? ¿Estaba su vida vacía, como compensación a su imaginación desbordante, o fue por el contrario una existencia plena? A esas interrogantes responde una nueva biografía: J.R. R. Tolkien, El arquitecto de la Tierra Media (Andrés Bello), obra de Daniel Grotta, de la que El Cultural adelanta en exclusiva las páginas que siguen.

Mientras trabajaba en su anticuada máquina de escribir, marca Hammond, en el estudio del desván, mientras registraba, con esfuerzo y detalle, la historia de la primera y de la segunda Edad de la Tierra Media, el profesor Tolkien debió parecerse al mismísimo Bilbo Bolsón de Rivendell, el acucioso cronista de las fantásticas aventuras que relata en el Libro Rojo de la Marcha hacia el Oeste. La habitación era fiel reflejo de un autor a quien su amigo C. S. Lewis describió una vez con estas palabras: "un gran hombre lleno de dilaciones y exento de método". Había libros por todas partes, en pilas y en estantes. Los estantes también tenían filas y filas de latas de tabaco de cubierta oscurecida. Desparramados o bien amontonados en cajones, había papeles llenos de genealogías, historias y borradores sobre los elfos. En el escritorio descansaba un gran reloj azul, de cuerda, con alarma, para recordar a Tolkien sus citas y entrevistas. Un "polvo de lo más distinguido", como lo llamaba Tolkien, lo cubría todo.

De la moldura de la ventana colgaba un mapa de la Tierra Media, en el cual se advertían los viajes de Bilbo y de Frodo. Sobre la puerta que daba al jardín había un cuerno cafre de pólvora, de Suráfrica, y en el suelo, junto al escritorio, yacía una vieja y muy viajada valija de colores apagados que alguna vez fueron los de la piel de antílope. En cierta ocasión un visitante le preguntó qué contenía esa valija. Sonrió Tolkien. "No está allí por ninguna razón particular, excepto que aquí dentro están todas las cosas que alguna vez quise responder. Pero ya he olvidado las preguntas".

En medio de la confusión, fumando su pipa, se instalaba el profesor, sonriente, de cara cuadrada, de pelo plateado. Tolkien bien pudo haber servido, en sus últimos años, de perfecto modelo de caballero inglés: alto, algo caído de hombros, ligeramente regordete, cuidadoso del atuendo, con cierta propensión a usar chaleco sin mangas o bien un sweater bajo impecables trajes de tweed. Reía más de lo que suele hacer la mayoría de los hombres; se divertía constantemente haciendo bromas. Aunque era hombre retraído y a menudo pesimista, compartía su sentido del humor y del fair play con cuantos entraba en contacto. Un periodista inglés describió una vez a Tolkien como "un cruce entre Bilbo y Gandalf" y, en realidad, su aspecto y disposición se parecían mucho a los de sus amados hobbits. Y esta es la descripción que hace Tolkien de los hobbits en El señor de los anillos: "[sus] caras, por regla general, manifestaban más buen talante que belleza, eran amplias, de ojos brillantes, mejillas rojas, con bocas dispuestas para la risa y para beber y comer. Y reían, en efecto, y comían y bebían, a menudo y con entusiasmo, siempre prontos para la chanza sencilla y directa". Los hobbits, además, "aman la paz y la tierra sosegada y boscosa: un campo ordenado y bien cultivado era su refugio favorito". Los hobbits, por otra parte, aman apasionadamente el tabaco y las setas, los colores brillantes y prefieren una vida cómoda en casa antes que el viaje o la aventura. Esa descripción se podría aplicar directamente al mismo profesor Tolkien. "Soy un hobbit en todo menos en el tamaño", le dijo una vez a alguien que lo entrevistaba y había notado la semejanza.

La fama y el éxito que El señor de los anillos trajo a Tolkien cuando ya tenía más de setenta años lo dejaron perplejo. Le agradaba que sus libros alcanzaran inmensa popularidad, pero se resistía a aceptar el manto de la fama que sus lectores intentaban imponerle. Aunque en ocasiones se mostraba accesible a los admiradores que solicitaban formalmente una entrevista, Tolkien solía resultar inaccesible. Se retiró progresivamente de la vida pública a medida que fue creciendo su popularidad.

A Tolkien no le gustaron las críticas académicas ni las periodísticas de El señor de los anillos. Consideraba que los críticos, que intentaron desvelar alegorías en su obra mayor, se equivocaban. Insistía en que El señor de los anillos nada tenía de alegórico. Prefería un buen relato directo o una verdadera saga.

Parecía trabajar varias horas diarias en su estudio del número 76 de Sandfield Road, en Headington, un suburbio de Oxford. Temía que lo interrumpieran. La menor intrusión inesperada o cualquier desviación de la pauta de trabajo que se hubiera fijado para el día le perjudicaba el flujo de la escritura. Y Tolkien era perezoso. Era un escritor desorganizado, un postergador incorregible, un trabajador de notoria lentitud. Cuando intentaba escribir, solía divagar y dibujar, o trabajar en lenguas élficas o practicar caligrafía con trazos meticulosos, negros, casi ilegibles. Confiaba, por otra parte, en que alguna visita de amigos o de parientes pudiera liberarlo y le permitiera dejar de lado el trabajo. No obstante, se lamentaba de lo difícil que le resultaba escribir. "¡Agotador!" es la primera palabra que utilizó para describir sus sensaciones sobre la escritura a un periodista del New York Times. "Que Dios me ayude, sí. Casi siempre estoy luchando con la inercia natural del perezoso ser humano."

Conversar con Tolkien era una tarea exigente: muchas veces resultaba muy difícil comprender con exactitud lo que decía. Hablaba con una voz suave, baja, rápidamente, sin molestarse en enunciar ni en articular con claridad. Su discurso solía ser confuso, y hasta quienes lo escuchaban con más atención, incluidos sus amigos, se desconcertaban, pues nunca conseguían discernir si estaba bromeando o maldiciendo en voz baja. Otro problema: casi nunca se molestaba en quitarse la pipa de la boca.

Carecía de habilidad para contar chistes y narrar anécdotas graciosas. Siempre fallaba en la frase clave (o no llegaba a ella), se tragaba palabras o bien reía cordialmente en medio del relato y antes de que nadie comprendiera nada. Según uno de sus amigos, Tolkien resultaba a veces exasperante: cambiaba de tema sin aviso o dejaba un pensamiento a medio camino sin molestarse en redondearlo. Para colmo, una vez que proponía un nuevo tema o dejaba de lado lo que exponía, no había modo de volver atrás. Pero Tolkien hablaba el lenguaje común de los académicos (aunque a veces ese lenguaje común fuera el gótico, el galés, el islandés, el anglosajón, el finés o incluso el élfico).

Tolkien apenas sabía de lo que ocurría fuera de Oxford e Inglaterra, y nunca pasó de un conocimiento sumamente superficial de los grandes eventos y desastres que se convertían en noticias de primera página. Durante muchos años ni siquiera leyó un periódico; prefería escuchar un resumen, predigerido, en la Senior Common Room, conversando, o leer los informes que podía hallar en High Table. Recelaba de todo compromiso político, le interesaban muy poco los movimientos o los conflictos sociales y no se le podía molestar con relatos de crímenes ni con cuentos escandalosos. Y, no obstante, el cúmulo de conocimientos que poseía Tolkien, aparte de sus materias propias de filología y mitología, era enorme. Leía con una intensidad y amplitud prodigiosas (aunque con los años fue leyendo cada vez menos) y hablaba con solvencia sobre cualquier asunto, desde literatura francesa (que detestaba) hasta ciencia ficción (que le entusiasmaba), desde alpinismo suizo hasta el problema de comunicarse con los taxistas de Turquía. Le gustaba contar chistes en inglés, cantar en gótico, narrar sagas en islandés, canturrear en élfico y recitar poesías en anglosajón.

Tuvo una vida larga y en general feliz. Le confió a un periodista que no tenía el menor remordimiento. La catarata de fama y fortuna que le cayó encima al final de su vida apenas si le alteró los quehaceres cotidianos. Es posible que sus primeros años de ahorros y estrecheces le dejaran hábitos permanentes de parsimonia personal; gastaba frugalmente y medía su dinero con cuidado. Era generoso sin embargo cuando se trataba de ayudar a la familia, a los amigos o de hacer donativos anónimos. Fue un hombre rico, pero se negó a vivir ostentosamente o a gastar sin discernimiento. A excepción de su impecable guardarropa y de algunas vacaciones en el extranjero, Tolkien vivió casi siempre como lo hizo durante años, en la misma casa, comiendo la misma comida, viendo a los mismos amigos.

Si alguien hubiera preguntado al profesor Tolkien qué le habría gustado más haber conseguido en la vida, quizás habría contestado que terminar su primer gran amor, El Silmarillion. Esta obra, una "precuela" de El señor de los anillos, que abarca la historia de la primera y de la segunda época de la Tierra Media, la había empezado en su juventud, le dio una forma primaria durante la primera guerra mundial, fue reescrita en los años 30, guardada en armarios durante décadas, rechazada por un editor y sólo se llenó de polvo después de la fama de su autor. Tolkien intentó retomar El Silmarillion cuando ya tenía más de setenta años, pero el doble filo de la espada del éxito y de las enfermedades de la edad impidieron continuamente su progreso. Permanecía inconclusa cuando Tolkien murió en 1973.