Letras

Doce cuentos españoles del s. XVI

Ed. Gonzalo Pontón

2 enero, 2000 01:00

Muchnik Editores. 247 págs., 1.400 ptas. Once cuentos españoles del siglo XVII. Muchnik. 362 págs., 1.700 ptas.

Parecen correr buenos tiempos para el cuento. Hay premios para relatos de esta naturaleza, amplios espacios en revistas, e incluso editoriales antes reacias que ahora se avienen de buen grado a publicar volúmenes de cuentos, con frecuencia de autores distintos. Es lógico. Las nuevas formas de vida han creado un lector impaciente, apresurado, que lee a saltos y a matacaballo porque no siempre dispone de mucho tiempo seguido para el paladeo moroso de textos extensos. Ese espécimen nada raro cuya materialización visible y cotidiana es el lector de metro o de tren de cercanías, es acaso el destinatario idóneo de este género narrativo.

Aprovechando este auge de la narración breve, Gonzalo Pontón ha querido recordar que fue un género floreciente en el Siglo de Oro y ha compilado varias muestras en dos volúmenes, cada uno de ellos con una ajustada introducción y con un vocabulario al final para que el lector poco familiarizado con la lengua de la época pueda solventar en unos instantes cualquier duda. Alguna perplejidad suscita la inclusión en el glosario de palabras todavía comunes hoy, llaneza, rúa, venablo, visages o clavicordio. Y sorprende la exclusión de otras. Así, sólo en las páginas 160-161 del volumen dedicado al siglo XVI aparecen usos que tendrían que haber figurado en el vocabulario: camarita, parar ("preparar"), cuartos ("miembros", "pedazos") buitrino, etc. Y hay giros que sin duda exigen aclaración, como "caerle (a uno) la sopa en la miel", que figura en la narración extraída del Guzmán de Alfarache. Nos hallamos ante una obra de divulgación, pulcramente realizada, que pone al alcance del lector común dos docenas de narraciones, algunas de las cuales sólo se encuentran en ediciones muy especializadas o incluso fuera de comercio, como sucede en los casos de José Camerino o Baltasar Mateo Velázquez. Acaso lo único discutible de esta selección sea precisamente la selección, y también la denominación de los textos. El concepto de cuento no posee una delimitación precisa. Un nutrido grupo de estudiosos que, por caminos diferentes, se han planteado la cuestión -Propp, Baquero Goyanes, Maria Rosa Lida, Simonsen, Krümer, Anderson Imbert, entre muchos—, distan de ofrecer caracterizaciones acordes y satisfactorias. Los límites del cuento con el apólogo, la novela corta, el "enxemplo" medieval o la fábula son borrosos. En estas condiciones, denominar "cuentos" a los relatos incluidos en estos dos volúmenes es bastante impreciso, sobre todo cuando figuran en la recopilación obras como Rinconete y Cortadillo, que es una de las "novelas ejemplares" cervantinas, término que adaptado del italiano (novella), equivalía a lo que hoy llamamos convencionalmente, y sin que tampoco sea posible establecer límites definidos, novela corta. Catalogar la relación cervantina como "cuento" parece una libertad excesiva. Por otra parte, algunas de estas narraciones no son enteramente autónomas, sino que se encuentran originariamente intercaladas en otras más amplias, como partes de un conjunto de donde han sido desgajadas para integrarlas en esta compilación: la Diana, de Montemayor, o bien el Guzmán de Alfarache, o el Marcos de Obregón. En rigor, estas unidades que constituyen partes o episodios de narraciones mayores sólo alcanzan su sentido pleno como tales partes, engarzadas en la concatenación de peripecias del conjunto. Extirparlas es una manera de amputar lo que nació para no ser descuartizado. Claro está que es legítimo hacerlo, pero convendría subrayar la pertenencia de estos textos a un contexto más amplio y apuntar, en la medida de lo posible, su función y su relación con el resto.

En cualquier caso, estas observaciones no afectan radicalmente a la utilidad de la edición, sobre todo si se tienen en cuenta sus propósitos. La transcripción de los textos es impecable y las correcciones efectuadas sobre la puntuación para adecuarla a los usos modernos resultan perfectamente plausibles. Ojalá muchos lectores encuentren aquí una puerta, un primer acceso para ingresar en el riquísimo y fascinante mundo literario del Siglo de Oro. Porque la afición a la lectura obedece en muchas ocasiones a un proceso de adicción que conviene estimular: se comienza inevitablemente por dosis mínimas y se acaba por consumir cantidades masivas. Saludable adicción ésta que sería conveniente cultivar y fomentar por todos los medios a nuestro alcance.