Image: La iluminación

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Letras

La iluminación

25 julio, 1999 02:00

Borges y María Kodama, por Grau Santos

Borges, a quien su padre enseñó, desde niño, filosofía, sintió desde muy temprano, desde la infancia, la inquietud metafísica. Creció bajo el signo del agnosticismo que, de algún modo, heredó de su padre, librepensador. He aquí el retrato del Borges místico dibujado por su viuda, María Kodama.

Creo que podríamos hablar, en el caso de Borges, de una mística de la creación. Si el camino de la mística implica el rigor del ascetismo, para llegar a la iluminación que culminará en la fusión con Dios, podríamos decir que, en esa experiencia, Borges queda detenido en la iluminación...

Quizá nada despierte más compasión -en el sentido etimológico de la palabra- que esa sensación de un patético orgullo que es propio del agnosticismo. Aquel que cree en Dios lo afirma y lo da por sentado, e igualmente está seguro de su negación, el ateo. En el caso del agnóstico, cada instante lo encuentra tratando de aprehender lo inasible, a través del único medio que nos hace seres humanos, la capacidad de razonar, y que, paradójicamente, nos limita en esa otra dimensión que indagamos. Nadie, tal vez, está más próximo a Dios que el agnóstico.

Borges, a quien su padre enseñó, desde niño, filosofía, sintió desde muy temprano, desde la infancia, la inquietud metafísica. Y junto a las explicaciones de las aporías de Zenón de Elea, estaba el recitado y comentario de los versículos de la Biblia, por el lado de su abuela inglesa. Así, mezclados el razonamiento y el Libro de Libros, creció bajo el signo del agnosticismo que, de algún modo, heredó de su padre, librepensador.

En el epílogo de El Hacedor, Borges escribe: "Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años, puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara".

Esa cara que le parece entrever en "Paradiso XXXI, 108", de esta misma obra: "Tal vez un rasgo de la cara crucificada acecha en cada espejo, tal vez la cara se murió, se borró, para que Dios sea todos". Borges, profundo conocedor de las religiones orientales, recuerda aquí, a Farid al Din Attar, persa de la secta de los sufíes, que "concibió el extraño Simurgh (Treinta pájaros)". Lo relata Borges en "El Simurgh y el Aguila", incluido en Nueve ensayos dantescos.

Volvemos a encontrar esta idea en El Aleph, de 1949. El Aleph es esa esfera en la que cabe todo el universo. Borges se refiere a su desesperación de escritor ante la imposibilidad de describir con palabras, esa simultaneidad que vieron sus ojos; porque la palabra es sucesiva, porque el hombre está hecho de tiempo, ese tiempo que humanamente es sucesivo. Ya en este cuento, Borges insiste en la imposibilidad de definir el infinito Aleph. Los místicos, dios, prodigan emblemas para significar la divinidad. Entre esos emblemas, menciona al Simurgh.

Y con todo, intenta apresar con las inútiles palabras, la visión de lo indecible: "...vi en el Aleph, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado, el inconcebible universo."
Análoga idea en El Zahir: "Para perderse en Dios, los sufíes repiten su propio nombre o los noventa y nueve nombres divinos hasta que estos ya nada quieren decir. Yo anhelo recorrer esa senda. Quizá yo acabé por gastar el Zahir a fuerza de pensarlo y de repensarlo; quizá detrás de la morada está Dios."

Obsérvese la fuerza del deseo expresada con ese "Yo anhelo".

También la fuerza que arrastra la conciencia finita hacia la plenitud de lo infinito lo hace exclamar a Tzinacán, en La escritura de Dios: "¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir!... Vi el dios sin cara que hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola felicidad y, entendiéndolo todo, alcancé también a entender la escritura del tigre". Alcanzada esta revelación, ya nada le importa. Porque al comprender el universo, él es nadie.

En este cuento está presente, también, como en Las ruinas circulares, la idea de un sueño dentro de otro sueño. Esto sucede cuando Tzinacán sueña con los granos de arena que lo ahogan y lo sofocan. "Alguien me dijo: No has despertado de la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito, que es el número de los granos de arena. El camino que habrá que desandar es interminable y morirás antes de haber despertado realmente". Aquí está presente la doctrina budista, la idea del mundo como un sueño.

Podría encuadrarse la experiencia de Tzinacán en el Yoga, es decir, en la unión del individuo con lo divino, perseguida a través de un ejercicio perseverante: hay una dieta, una postura, una respiración, la concentración intelectual y la disciplina moral. Todo ello hace que el hombre, vencida su naturaleza inferior que lo sume en el oscurecimiento, entre en el sansúki y se encuentre cara a cara con hechos que nunca pudieron brindarle el instinto o la razón.

Citando el Vivekananda (Finiga Yoga, London, 1896): "No hay sentimiento del yo y, sin embargo, la mente trabaja, sin deseos, libre del cuerpo. Entonces la verdad brilla en todo su esplendor y sabemos lo que realmente somos (porque el Zamadhi yace potencialmente en todos nosotros), libres, inmortales, omnipotentes, libres de lo finito y sus contrastes de bien y de mal, somos uno en el Atman, el Espíritu Universal".

Borges, que en el Poema de los dones imagina el Paraíso bajo la forma de la biblioteca, había escrito en 1941 La biblioteca de Babel, en la que el microcosmos está representado por los hexágonos de las galerías de la biblioteca, ese alucinante universo "(que otros llaman la biblioteca)". Aquí también está la preocupación por hallar esa explicación última que se le escapa una y otra vez: "(Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes: pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios.)". Habla, también, el relator, del Hombre del Libro. Los bibliotecarios creen que "... debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demas: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios [...] Muchos peregrinaron en busca de él..."

Borges medita en distintos cuentos sobre esa doble lectura del libro de los hombres y el libro de la naturaleza o libro de Dios, imposible de abarcar con el entendimiento humano, bajo pena de quedar destruido en el intento, como Funes el memorioso, para quien la suma de recuerdos, la multiplicidad y sutileza de diferencias en un insecto u otro animal, los infinitos cambios de un instante a otro, sólo servían para abrumarlo, ya que estaban en él como estaban, también, aparentemente, los volúmenes de la biblioteca de Babel. Funes no es un místico, no alcanza en la simultaneidad, la comprensión que da la eterna armonía.

Así, en el poema, en el ensayo, en el cuento, aparece siempre la inquietud metafísica de Borges. Y ese anhelo de visión total le hace pedir que "...en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique."

La biblioteca de Babel finaliza con la misma lucha interminable de la razón por entender, por traspasar sus límites: "... Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: ‘La biblioteca es limitada y periódica'. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden, (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza." Como vemos, esta preocupación de Borges por el Orden, por la justificación de la Biblioteca, el sentimiento de que formamos parte de un todo, que puede ser Dios o la naturaleza, son constantes que aparecen de distintos modos en su obra. Y esta continua preocupación de Borges traza su agnóstica busca de ese momento en el que tuvo su experiencia mística.
Borges, en una entrevista, muchos años después de que le sucediera, narra lo que considera una experiencia mística. Dice que duró sólo unos minutos o unos segundos, y agrega que no podría definirla porque esas cosas ocurren fuera del tiempo.

Narra esta experiencia en una de sus primeras obras, El idioma de los argentinos, de 1928, y luego la incluye en dos publicaciones más. La titula "Sentirse en muerte": "La tarde que precedió a esa noche, estuve en Barracas, localidad no visitada por mi costumbre, y cuya distancia de las que después recorrí, ya dio un sabor extraño a ese día. Su noche no tenía destino alguno; como era serena, salí a caminar y recordar, después de comer. No quise determinarle rumbo a esa caminata; procuré una máxima lentitud de probabilidades para no cansar la expectativa con la obligatoria antevisión de una sola de ellas. Realicé en la mala medida de lo posible, eso que llaman caminar al azar [...]. Con todo, una suerte de gravitación familiar me alejó hacia unos barrios, de cuyo nombre quiero siempre acordarme y que dieran reverencia a mi pecho. No quiero significar así el barrio mío, el preciso ámbito de la infancia, sino sus todavía misteriosas inmediaciones, confín que he poseído entero en palabras y poco en realidad, vecino y mitológico a un tiempo.

El revés de lo conocido, su espalda, son para mí esas calles penúltimas, casi tan efectivamente ignoradas como el soterrado cimiento de nuestra casa o nuestro invisible esqueleto. La marcha me dejó en una esquina. Aspiré noche, en asueto serenísimo de pensar. La visión, nada complicada por cierto, parecía simplificada por mi cansancio. La irrealizaba su misma tipicidad. La calle era de casas bajas y aunque su primera significación fuera de pobreza, la segunda era ciertamente de dicha. Era de lo más pobre y de lo más lindo. [...] La vereda era escarpada sobre la calle, la calle era de barro elemental, barro de América no conquistado aún [...]

Me quedé mirando esa sencillez. Pensé con seguridad en voz alta: Esto es lo mismo de hace treinta años... Conjeturé esa fecha: época reciente en otros países, pero ya remota en este cambiadizo lado del mundo. [...] El fácil pensamiento ‘Estoy en mil ochocientos y tantos' dejó de ser unas cuantas aproximativas palabras y se profundizó a realidad. Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo; indefinido temor imbuido de ciencia que es la mejor claridad de la metafísica. No creí, no, haber remontado las presuntivas aguas del Tiempo; más bien me sospeché poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra ‘eternidad'. Sólo después alcancé a definir esa imaginación" (Otras inquisiciones, en Nueva refutación del tiempo, O.C., tomo II, pág. 142-143).

Evidentemente, esta experiencia sacudió profundamente su ser, piénsese que incluye este episodio en tres de sus obras y vuelve a recordarlo en una entrevista de 1977.
De algún modo, esta semilla que veremos fructificar a través de algunas de sus composiciones, ya está en Fervor de Buenos Aires que, como él mismo dijo, prefiguraría todo lo que hizo después. En esta obra, creo sentirla en el poema "Un Patio".

Terrible la otra experiencia, quizá de lo trascendental, que le inspiró "Mateo, XXV, 30" (en El Otro, el mismo, de 1964); recuérdese el versículo: "Y al siervo inútil libradle en las tinieblas de afuera,/ allí será el lloro y el rechinar de dientes".

Borges sabe que todavía no ha escrito el poema. Ese poema sería atrapar el Verbo, poseer la inconcebible hoja central, sin revés, de la Biblioteca de Babel, la visión del universo en el Aleph, y poder contarla sin tiempo sucesivo. Con la nostalgia de su experiencia mística sabe, sin embargo, que lo que lo redimirá será seguir su destino y convertir el dolor y la alegría de su vida terrena en poesía, no en vano consideró en "De la salvación por las obras" que, gracias a la poesía, a un haiku, la humanidad se salvó.
Borges sabe que, como el místico panteísta Angelus Silesius dijo en un díptico: "La rosa es sin porqué/florece porque florece".