Image: Los dos estilos del primer Borges

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Letras

Los dos estilos del primer Borges

25 julio, 1999 02:00

Como Quevedo, el Borges de esos años mozos buscaba el lucimiento verbal, la astucia retórica, el léxico ingenioso y la expresión aguda. Su poesía, en cambio, lleva la impronta del ultraísmo, aunque su entusiasmo pronto trocaría en desdén y aun en agresividad.

La etapa juvenil de la obra de Borges está signada por dos lenguajes literarios que constituyen los dos puntos de partida de los que arranca su obra. En la prosa, el barroco y en la poesía, el ultraísmo. Lo que otorga mayor dramatismo a esos inicios es su futura aversión y eventual rechazo de los dos lenguajes en su obra madura. Para el primer Borges, la prosa que merecía ser imitada, la prosa que aparecía ante sus ojos como el estilo por antonomasia era la prosa del barroco español. Góngora, Saavedra Fajardo, Espinel, Quevedo, Torres Villarroel eran para el poeta de mediados del 20 (Inquisiciones recoge ensayos escritos entre 1923 y 1925, el año de su publicación) hermanos mayores de la generación ultraísta que Borges capitaneaba. O, como él mismo explicó en un ensayo sobre Torres de esa época: "Quiero puntualizar la vida y la pluma de Torres Villarroel, hermano de nosotros en Quevedo y en el amor de la metáfora..." Para el joven de 25 años, para el poeta ultraísta contemporáneo de Girondo, Torres Villarroel era "un milagro".

Borges ha absorbido del barroco no solamente su regusto por la metáfora sino todos aquellos procedimientos que, según Curtius, definen el estilo manierista desde los efectos que buscaba provocar en el lector: "sorprender, causar asombro, deslumbrar" (1963). Todos o casi todos los rasgos distintivos de la prosa manierista aparecen en la prosa del primer Borges. Su estilo es un espejo del estilo de Torres. Los excesos y alardes manieristas de esta "provincia de Quevedo" reaparecen en el Borges de Inquisiciones: metáforas contorsionadas, neologismos mostrencos, regusto por el latinismo, paralelismo en la sintáxis, goce jacarista por el vocablo popular y de germanía. Quevedo, que fue el maestro de ese "enquevizado" -como Borges llama a Torres-, se convirtió también en el maestro del joven Borges. Como Quevedo, el Borges de esos años mozos buscaba el lucimiento verbal, la astucia retórica, el léxico ingenioso y la expresión aguda.

Su poesía de este período, en cambio, lleva la impronta del ultraísmo, ese esfuerzo hispánico por rescatar y asimilar la manera audaz de concebir y escribir poesía después del paso innovador de las vanguardias por las literaturas europeas. Pero el ultraísmo no estaba reñido con los esfuerzos del barroco por potenciar la metáfora. Muy por el contrario, el culto barroco de la metáfora coincidía con el primer principio de los cuatro con los que Borges resumía la estética ultraísta en el "manifiesto ultraísta" publicado en la revista "Nosotros" de dic. de 1921: "Reducción de la lírica a su elemento primordial: la metáfora" (Lafleur: 1968, 24). Y más adelante agregaba: "Los poemas ultraicos constan pues de una serie de metáforas, cada una de las cuales tiene sugestividad propia y compendiza una visión inédita de algún fragmento de la vida" (Lafleur: 24-25).

Borges no tardó mucho en renegar de la "equivocada secta ultraísta", o como resume Guillermo de Torre en su artículo de 1964 "para la prehistoria ultraísta de Borges": "Su entusiasmo de una época, de unos años -de 1919 a 1922- pronto se trocó en desdén y aun en agresividad...(81) Cuando Borges publica su primer libro de poemas (Fervor de Buenos Aires, 1923), excluye, salvo una, todas las composiciones de estilo ultraísta, acogiendo únicamente otras más recientes, de signo opuesto o distinto" (G. De Torre: 1976, 82). "La causa determinante de tal cambio" (en su poesía) habría sido, para de Torre, "el choque psíquico recibido por el reencuentro con su ciudad nativa, Buenos Aires, tras varios años de permanencia en Europa" (82). Pero si esta explicación es aceptable en lo que toca a los temas de su poesía, -que deja atrás las trincheras expresionistas, los tranvías del futurismo, el Kremlin de la revolución soviética, la Guerra mundial y la imaginería vanguardista de la primera época, para concentrarse ahora en la percepción íntima de la ciudad de Buenos Aires- se queda corta respecto a los cambios en la factura del poema, en su lenguaje y en la exaltación de la metáfora. Me he ocupado en otro lugar de este aspecto de Fervor de Buenos Aires [Jaime Alazraki, "Sobre las circunstancias de Fervor en Buenos Aires" (manuscrito no publicado)] y no voy a repetir mis argumentos. Sólo me interesa subrayar ahora un doble proceso que se cumple en el verso como en la prosa.

El primer Borges admiraba el estilo denso y meándrico del barroco y escribió sus tres primeros libros de ensayos bajo la seducción de ese estilo. Pero aunque Inquisiciones (de 1925), El tamaño de mi esperanza (de 1926) y El idioma de los argentinos (de 1928) están escritos imitando una retórica barroca, el estilo no es uniforme en las tres colecciones y es posible notar diferencias de grado. Se aligera considerablemente en los ensayos del último volumen y ya en el segundo se nota un mayor esfuerzo de claridad y fluidez. Estas gradaciones de prosa barroca alcanzan su máxima tensión en un ensayo de 1926 donde Borges postula el reverso de la estética barroca. Si el manierista busca asombrar, deslumbrar, sacarle brillo a la frase, Borges propone un estilo "cuyas dos perfecciones serían" -como escribe en el ensayo dedicado a Eduardo Wilde de 1926 (IA)- "plena eficiencia y plena invisibilidad" (Borges: 1928, 158). El salto es osado. ¿Cómo pasar de un estilo recargado, exhibicionista y hasta pedante a un lenguaje que por su transparencia desaparece? ¿Cómo sacudirse el lastre barroco, en cuya apuesta Borges jugó todas sus fichas, para entrar en un juego nuevo en el que la condición sine qua non era abandonar todas las armas del artificio barroco para que el lenguaje quedara libre de oropeles, al desnudo, eficacia pura?

La primera respuesta es tal vez el reconocimiento, por parte del propio Borges, de la enormidad del error. La segunda, una reacción violenta hacia esos libros (los tres primeros volúmenes de ensayos) que consistió en no permitir su reimpresión -que es una forma de olvidarlos-, en negar que hubieran existido, que es una forma de reprobación, y en proponerse quemar los ejemplares que encontrara y estuvieran a su alcance que equivale al acto de "destruir el cuerpo del delito". En su Autobiografía, resume este capítulo de su obra: "Ese período de 1921 a 1930 fue de gran actividad, aunque buena parte de esa actividad fue quizá imprudente y hasta inútil. Escribí y publiqué siete libros: cuatro de ensayos y tres de poemas" (el cuarto sería Evaristo Carriego de 1930 y que Borges reeditó en versión aumentada en 1955).

"Nunca autoricé la reedición de tres de esos cuatro libros de ensayos, cuyos nombres prefiero olvidar" (Borges: 1999, 79). Y más adelante comentaba sobre los ensayos de esos volúmenes olvidados: "Al escribir esos artículos intentaba imitar prolijamente a dos escritores barrocos del siglo XVII, Quevedo y Saavedra Fajardo, que en su español árido y severo creaban el mismo tipo de prosa que sir Thomas Browne en Urne Burriall. Yo hacía todo lo posible por escribir latín en español, y el libro se desmoronaba bajo el peso de sus complejidades y sus juicios sentenciosos" (80-81). Y concluye: "Los gnósticos afirmaban que la única manera de evitar un pecado era cometerlo, y así librarse de él. En mis libros de aquella época creo haber cometido la mayoría de los pecados literarios... Esos pecados eran la afectación, el color local, la búsqueda de lo inesperado y el estilo del siglo XVII. Hoy ya no me siento culpable de esos excesos; esos libros fueron escritos por otra persona. Hasta hace unos años, si el precio no era muy alto, compraba ejemplares y los quemaba" (82).

Exceptuando el color local, los demás pecados son atribuíbles a la retórica barroca. ¿Qué factores intervinieron para que Borges diera ese salto de un extremo al otro, para que abandonara el barroco como el modelo de su prosa primera y terminara viéndolo como "el estilo que deliberadamente agota sus posibilidades, linda con su propia caricatura...y corresponde a la etapa final de todo arte, cuando éste exhibe y dilapida sus medios"? (H.U.I., Borges: 1954, 9). Borges tenía conciencia del salto que había dado su prosa desde los lejanos días de Inquisiciones a la prosa de madurez que a partir de 1932, año de la publicación de los ensayos de Discusión, es un esfuerzo ininterrumpido por desmantelar los restos de utilería barroca que aun se deslizaban en su prosa. En varias entrevistas definió la naturaleza de ese cambio. La primera que registramos tuvo lugar en 1961, en Austin, Texas, donde Borges era profesor visitante de esa universidad. En esa ocasión explicó: "Yo antes escribía de una manera barroca, muy artificiosa. Me pasaba lo que les pasa a muchos escritores jóvenes, creo. Por timidez creía que si hablaba sencillamente la gente creería que no sabía escribir. Sentía la necesidad de demostrar que sabía muchas palabras raras y que sabía combinarlas de un modo sorprendente. Yo creía que la literatura era técnica y nada más, pero ya no estoy de acuerdo con eso. Los mejores escritores no tienen artificio; en todo caso, sus artificios son secretos" (1968, 35).

Con ligeras variantes, Borges repite, siete años más tarde, esa primera explicación del cambio operado en su prosa y una vez más atribuye su pasado barroco a la vanidad y a la timidez. En una entrevista de 1968, más explícitamente que en el 61, dijo: "Empecé escribiendo de un modo muy self-conscious, de un modo muy barroco. Eso tal vez se debiera a la timidez de la juventud. Los jóvenes suelen sospechar que sus argumentos, sus poemas, no son muy interesantes. Entonces tratan de ocultarlo o de enriquecerlo con otros medios. Cuando yo empecé a escribir, trataba de hacerlo a la manera de los clásicos españoles del siglo XVII, a la manera de Quevedo o de Saavedra Fajardo, digamos. Luego pensé que mi deber como argentino era escribir como argentino. Compré un diccionario de argentinismos y llegué a ser tan argentino en mi modo de escribir, en mi vocabulario, que no me entendían, y yo mismo no recordaba lo que había querido decir. Las palabras pasaban directamente del diccionario al manuscrito, sin que correspondieran a ninguna experiencia" (Guibert: 1976, 339).