
El escritor Robert Brasillach, a la izquierda, junto a Jacques Doriot, en el frente del este (1943).
La historia de Robert Brasillach, el escritor francés ejecutado por prestar su pluma a los invasores nazis
Se publica en español el ensayo clásico de Alice Kaplan sobre el la importancia del caso para la construcción de la Francia de Charles De Gaulle.
Más información: La increíble historia de los trotskistas que intentaron extender la revolución por todo el mundo
Agosto, 1944. Es una noche cálida en París. En los jardines del Instituto Alemán, sede oficiosa del colaboracionismo francés, se sirve la última cena antes de la Liberación. La ciudad lleva ocupada cuatro años y muchos de los que se pusieron al servicio del invasor han huido o huirán en las próximas horas: los más notables –Céline, entre ellos– a un castillo de Sigmaringen, Alemania, con el gobierno de Vichy, que aún boqueará unos meses antes de desaparecer.

El caso Brasillach
Alice Kaplan
Traducción de Francisco Campillo
Fórcola, 2025
424 páginas. 32,50 €
El ambiente es fúnebre. Uno de los asistentes, un intelectual menudo y locuaz, con gafas redondas y un mechón sudoroso pegado a la frente, insiste en que no se irá de la ciudad. Hasta 1943 ha sido redactor jefe de Je Suis Partout, órgano del fascismo francés, y desde allí ha arremetido contra los judíos, ha denunciado a miembros de la Resistencia y ha instado a la ejecución de comunistas. El hombre está sentado con el director del instituto, Karl Epting, y con el censor alemán, Gerhard Heller. Pronto el tiempo en el que ha "cohabitado" con los alemanes será solo, como él mismo escribirá, un "dulce recuerdo".
El 17 de agosto, dos días antes de que estalle la insurrección popular contra los ocupantes, este hombre irá al teatro, a ver A puerta cerrada, de Sartre, y allí oirá decir a un actor: "El infierno son los otros". Al día siguiente dará los últimos retoques a una antología de poesía griega que lleva meses preparando y, horas después, poco antes de que la multitud salga a la caza del colaboracionista, se mudará a una buhardilla secreta. "Los judíos han vivido en armarios durante casi cuatro años, ¿por qué no imitarlos?", escribirá en su diario.
Un mes más tarde, al entregarse, Robert Brasillach (1909-1945) ya era uno de los colaboracionistas más buscados de París. Sus invectivas no eran peores que las de Céline o La Rochelle –por citar dos casos modélicos–, pero él iba a convertirse en el mártir de su causa. Era muy conocido. No había dudas de su entrega al invasor y, por tanto, de su traición a Francia.
Este cargo, el de traición, fue el que lo llevó ante el pelotón de fusilamiento seis meses después de presentarse en comisaría. Hoy, al leer sus textos, escandalizan sobre todo las andanadas antisemitas, pero en aquel momento, con la guerra aún en marcha, la traición a la República (según él, "una vieja puta sifilítica, empapada de pachuli e infectada de candidiasis") y el apoyo al ocupante justificaban su condena. Nunca pudo probarse que sus señalamientos en Je Suis Partout fuesen la causa directa de ninguna ejecución.
Brasillach era un patriota que lamentaba la derrota de su país, pero ensalzaba a Alemania como modelo de pureza
Pero si algo inquieta de la trayectoria de Brasillach es su inquebrantable fanatismo. A diferencia de otros colaboracionistas, a él, niño prodigio de la literatura y crítico famoso antes de los treinta, no le movían intereses espurios, sino la convicción de estar en el lado correcto de la historia. "Creía que mis artículos eran útiles para mi país", dijo en el juicio. Apoyado en el estrado, enumeró, con la destreza retórica del normalien que era, las ideas de las que, a esas alturas –finales de 1944– seguía convencido. Su antisemitismo, dijo, era previo a la guerra y entroncaba –no le faltaba razón– con una "arraigada tradición francesa".
Creía que la República y sus líderes –Mandel, Blum, Reynaud: en sus piezas más vitriólicas había fantaseado con verlos muertos a todos– eran culpables de la derrota, y que la Resistencia, a la que persiguió sin descanso, estaba contaminada por maleantes y extranjeros (extranjeros quería decir judíos).
Brasillach manifestaba una doble cara de tintes casi patológicos. Era un crítico sagaz y un novelista sensiblero, pero también un articulista bronco y violento.
Alice Kaplan (Mineápolis, 1954), autora de este estudio imprescindible del colaboracionismo francés, señala cómo la crueldad de sus textos políticos fue impregnando su estetizante obra literaria. Y repasa también sus confusas posturas políticas, que él defendió –para horror de su abogado, que centró la defensa en ponderar al literato que se perdería Francia si lo ejecutaban– durante su juicio.
Como todo fascista francés, cabalgaba una contradicción irresoluble. Era un patriota que lamentaba la derrota de su país, pero a la vez pintaba su patria como un lugar decadente y corrupto, y ensalzaba a Alemania como modelo de pureza con el que fundirse. Su nacionalismo, como todos los nacionalismos, obviaba la cuestión de cómo convivir con otros nacionalismos.
Pese a todo, una vez dictada la sentencia, no pocos escritores –algunos, como Mauriac, víctimas de sus señalamientos públicos– intentaron frenar la ejecución. Albert Camus demostró su altura moral y firmó la petición de indulto, pese al "desprecio" que sentía por Brasillach, para manifestar su rechazo a la pena de muerte. Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir no firmaron; tampoco Picasso, que obedeció la directriz del Partido Comunista.
De Gaulle rechazó la petición. Más tarde, sin nombrar a Brasillach, escribió que "en la literatura, como en todo, el talento confiere responsabilidad". Pero lo cierto es que, como señala Kaplan, solo cinco escritores fueron ejecutados por prestar su talento a la propaganda. Y desde luego fueron muchos más los que apoyaron en la prensa francesa la ocupación alemana.
La ejecución de Brasillach, dice Kaplan, cumplió una función simbólica: "En el aspecto literario, sirvió para reforzar la importancia de la palabra escrita en un tiempo en que Francia necesitaba reconstruir su élite intelectual". Juan Manuel de Prada, en la introducción, delimita su función política: "Brasillach fue el chivo expiatorio que De Gaulle necesitaba para poder instaurar su genial ficción política de una Francia mayoritariamente resistente frente a una minoría rectora colaboracionista".