Albert Boadella en una imagen de archivo. Foto: David Zorrakino / Europa Press

Albert Boadella en una imagen de archivo. Foto: David Zorrakino / Europa Press

Teatro

Albert Boadella: "Acepto que el teatro público exista, pero debería ser privado en un 90 por ciento"

El actor, director y dramaturgo publica 'Joven, no me cabree', un ensayo en el que expone sus ideas sobre el arte y ataca la cultura de Estado

8 septiembre, 2022 14:19

El actor, dramaturgo y director teatral Albert Boadella (Barcelona, 1943) publica Joven, no me cabree (Ediciones B), un ensayo dirigido a instruir a los jóvenes que quieren dedicarse a su oficio y en el que sigue el modelo literario de los diálogos platónicos. Es un libro entre filosófico y pedagógico, con un fondo de humor, en el que expone sus ideas sobre el arte, la belleza y la tradición, y en el que defiende la necesidad de un nuevo renacimiento estético.

También es un libro político, porque el exdirector de Joglars combate las dos grandes herramientas del progresismo irracional: la cultura de Estado y las universidades actuales, que han pasado de ser lugares de debate de ideas desde su fundación a centros de propagación del pensamiento del poder.

Pregunta. Dice en el libro que “un buen título puede ser inspiración de una obra”. Con el título tan chistoso que le ha puesto al suyo me pregunto si fue antes el título o su contenido.

Respuesta. La verdad es que me costó un poco titular el libro, porque en él hablo de asuntos que abordan con cierta profundidad lo que representa el arte, la belleza, el comportamiento social… y estaba en la disyuntiva de darle pábulo a un cierto cachondeo y, a la vez, mantenerme en la parte más comprometida de mi libro. Al final me decidí por este porque tiene un fondo de humor que no quería desestimar.

P. Las ideas estéticas y políticas del libro resultarán familiares para quien haya leído su ensayo sobre el arte El rapto de Talía, sus Memorias de un bufón, haya visto su monólogo Sermón del bufón o cualquiera de sus obras. Lo novedoso es su atrevida crítica a la universidad como incubadora de los huevos de la serpiente de lo que una vez llamó “la pandemia progre”.  

R. Estamos viviendo algo que me parece muy peligroso: el deseo de exterminar el pasado como sea, de "si no nos gusta, lo cambiamos". Es algo suicida, especialmente en las artes, y la universidad tiene una responsabilidad muy grande, la tienen también las profesiones, sobre todo las que han pasado a ser universitarias como las Bellas Artes o incluso la Arquitectura, porque se alejan de la idea de un oficio para entrar en disquisiciones teóricas y técnicas.

"En mi oficio hay poca cosa de interés en el presente —no tenemos Shakespeares, ni Lopes ni Calderones— y, sobre todo, lo que tenemos es un gran pasado"

Esta fobia al pasado, que es natural cuando uno es joven y tiene deseos de reconstrucción, no es natural a partir de cierta edad, de los 30, 40, 50 años. Y es suicida especialmente en mi oficio porque no hay nada en el futuro, hay muy poca cosa de interés en el presente —no tenemos Shakespeares, ni Lopes ni Calderones, hay lo que hay— y, sobre todo, lo que tenemos es el pasado, un gran pasado. Y aquí está el principal problema en la construcción del arte.

P. ¿Cómo explica esta deriva del mundo académico en la instrucción, pero también en combatir la libertad de expresión?

R. La universidad tiene muchísima culpa porque se ha apuntado a lo más rabiosamente contemporáneo y entiéndase el término en sentido peyorativo. No ha sido instructora del conocimiento, sino que da pábulo a todas las teorías que aparecen, sin filtrarlas desde un punto de vista científico y académico. Hay una responsabilidad de los dirigentes de la universidad y una falta de rigor en la docencia. La universidad también se ha frivolizado. Fruto de ello es lo que sucede en los campus, yo no he podido ir a hablar en ninguna universidad de Cataluña, me juego que me hagan un escrache.

P. Remata su libro con una diatriba que también me ha parecido novedosa, porque ataca la institucionalización de la cultura y, en concreto, el teatro público, un teatro del que usted ha sido parte como director de los Teatros del Canal de Madrid.

R. Bueno, ya sabe que no hay peor cuña que la de la misma madera. Sí, puedo hablar con conocimiento de causa. Cuando dirigía Joglars, ya nos sentíamos perjudicados por las políticas teatrales del gobierno. Y es verdad que después probé de esta medicina, la tomé a gusto y hasta creo que lo hice con cierto éxito, pero después, con la distancia del tiempo, lo que yo había experimentado con mi compañía, lo he confirmado.

"Me enfrento a la cultura de Estado porque el arte es algo privado. Los Estados siempre actúan con dirigismo"

P. ¿En qué sentido?

R. Con Joglars siempre tuve rifirrafes con el teatro público, el mundo de la subvención me parecía peligroso porque era una forma de dirigismo político y comercial. Cuando llegó la crisis íbamos por los teatros del país y los ayuntamientos nos decían que no podían pagar un caché como antes, pero nos brindaban el teatro. Nuestro problema no era llenarlo, sino que la gente estaba acostumbrada a pagar seis o siete euros por la entrada. Era una ruina asegurada y nosotros no podíamos subir el precio. Fue entonces cuando me di cuenta de la tela de araña tejida por la cultura de Estado en la que estábamos atrapados.

Y si ahora me enfrento a la cultura de Estado es porque entiendo que el arte es algo privado y el transmisor de esta privacidad es determinante. Los Estados en esa transmisión siempre actúan con dirigismo, mayor o menor en unas partes u otras, pero siempre existe. El ejemplo más terrible es la prohibición a Plácido Domingo por el ministro de Cultura de actuar en los teatros públicos, haciéndole un juicio paralelo, y la aceptación absoluta de esta decisión por el gremio y por los directores de estos teatros.

P. ¿Entonces cerraría los teatros públicos?

R. Deben existir por una actitud ecológica, para producir por ejemplo el patrimonio operístico o el patrimonio de teatro clásico o las grandes orquestas. La ópera es impensable sin la contribución pública, a pesar de que en Estados Unidos se hace desde lo privado y producen las cosas más importantes. Acepto que el teatro público exista, pero en un 90 por ciento debería ser privado. El teatro es una actividad que la mayoría de su público podría pagar a su precio real, me refiero al teatro de obras contemporáneas, actuales.

P. ¿No cree que sería un desastre ecológico, que probablemente la mitad de las personas que se dedican al oficio tendrían que buscar otro?

R. Sería una cosa ecológicamente buena, hay un porcentaje muy alto que se dedica a esto por razones terapéuticas, no sabe qué hacer. Cuando en mi libro instruyo a este alumno con el rigor y la disciplina a la que le obligo es porque entiendo que nuestro oficio tiene un alto grado de exigencia, hay que hacerlo difícil y doloroso para el que lo quiere aprender. Hay que filtrar a la gente que se dedica a este oficio.

P. Antes el público ejercía de filtro, pero en el teatro público ¿quién actúa de filtro?

R. Efectivamente, antes el público era el filtro. En el momento en que se desvirtúa la relación entre el actor y el público, en el sentido de que puedes tener menos espectadores pero sobrevives porque te insuflan dinero desde las administraciones, se pierde una relación natural, es más, se pierde la relación de libertad. En el fondo, si me paga el público el artista es más libre. ¿Que tendré que hacer un producto que guste a los espectadores? ¡Hombre, esto es la ley humana del comercio! Si hago cosas que no gustan, estaré perdido, es obvio. Van Gogh se murió de hambre, pero Johann Strauss se forró. Eso no es ejemplo de nada. Por otro lado, una cosa es un arte caduco como el teatro y otra cosa es un arte más o menos perenne como la pintura o la escultura. Si lo que hago no gusta en el presente, tendré que replantearme las cosas y este reflejo se ha perdido en el teatro actual, y en gran medida el responsable ha sido el teatro público.

P. Le habla mucho a su alumno sobre el ideal de belleza. ¿Por qué cree que la belleza ha sido desplazada del arte contemporáneo?

R. Al final de la II Guerra Mundial hay un deseo de destrucción, de enfrentarse con el pasado, de establecer lo feo como posibilidad artística. Cuando un pintor visita el Prado, los Uffizi, el Louvre, empiezan los complejos. Lo mismo podríamos decir del mundo del teatro, pero no podemos ver cómo lo hacían, leemos las partituras de Shakespeare, Calderón o Molière. En la pintura hay una necesidad de romper con el pasado porque su peso es tremendo y aquí está el tema. Y la belleza deja de tener importancia y la pintura pasa a importar como inversión financiera, ocurre algo parecido al comercio de reliquias religiosas en el siglo XVI.

El ideal de belleza que manejo es el concepto platónico, pero creo que sigue estando vigente, porque la gente sigue quedándose boquiabierta ante un Leonardo o escuchando El lago de los cisnes de Chaikovski. Por tanto, esta belleza no ha muerto, hay que hacer lo que hicieron en el Renacimiento: esto no funciona, no hemos conseguido una belleza suficiente, tenemos que recurrir al pasado y reinventarlo.

"En el arte lo transgresor no se acaba nunca, hay que poner siempre el dedo en la llaga"

P. En el libro su discípulo está empeñado en que le hable de su etapa transgresora en el teatro, pero usted le rehúye constantemente. ¿Es que se arrepiente de ella?

R. En el arte lo transgresor no se acaba nunca, hay que poner siempre el dedo en la llaga. La idea de que en el arte llegas a un sitio y ya te olvidas es inexistente. Si algún artista pensara eso, no existirían las mejores obras de la humanidad. Siempre se está en el inconformismo, en la búsqueda. Por eso, cuando mi discípulo me dice que le hable de mi etapa transgresora, yo le digo que no se ha acabado, sigo en la transgresión. Para mí el teatro como arte no es la pieza psicológica o sociológica, sino una búsqueda de una forma que ordene las emociones y que se acerca a la poesía y la música.

"La única cosa que puedes dominar es hacer las cosas con enorme honradez y valentía. Y en ciertas circunstancias eso requiere ciertos cojones"

P. La última recomendación que le hace a su discípulo es que hay que tener coraje en el oficio, defender tus ideas, algo que justamente no se lleva en estos tiempos de pensamiento único.

R. Forma parte del aspecto ético de cualquier oficio público, te inmiscuyes automáticamente en una cuestión ética y lo que dices tiene unas consecuencias que tú no controlas. La única cosa que puedes dominar es hacer las cosas con enorme honradez, valentía y con la seguridad de que es lo mejor que puedes transmitir. Y en ciertas circunstancias eso requiere ciertos cojones. Si me meto en una determinada sátira, cuando me enfrento a las cuestiones de Cataluña, tengo que ir hasta el fondo, y pensar que es muy importante lo que hago porque la situación afecta a millones de personas, y probablemente eso tendrá consecuencias.

P. Actuar así tiene un coste alto para el artista.

R. En el momento que entras en imprecisiones, las cosas son más fáciles. Cuando tú lanzas el dardo y pones en el punto de mira instituciones y personas concretas, toma otro cariz. Mi gremio ha optado por las imprecisiones, ciertas abstracciones, tiene un riesgo limitado. Cuando monté Y si nos enamoramos de Scarpia, solo se ha podido ver en el Canal, nadie lo ha contratado. Desde el punto de vista artístico, es una de las obras más perfectas que he hecho. Pero hay un conjunto de programadores, sujetos a los consejeros de cultura, a sus concejales, a la presión del ambiente ideológico, que no ven con buenos ojos mis sátiras contra el feminismo actual.

P. Por último, en el libro su prologuista, Cayetana Ávarez de Toledo, señala que tiene "un afecto desbordante por el género humano". ¿De verdad?

R. En realidad, sí tengo afecto por mis colegas, por toda esta gente que hace lo que sea para que disfruten 300 o 500 personas y que, aunque los detesto en muchas otras cosas, se entrega a que los demás se rían y lloren de emoción con el teatro. Después está la familia y está mi pueblo, al que no le tengo tanto afecto [ríe].