Image: Sartre en el telar

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Teatro

Sartre en el telar

23 junio, 2005 02:00

Michel Aumont, Christine Fersen y Murielle Mayette en el estreno de Hui-closs en la Comidie Française, en 1990

El 14 de junio el filósofo Jean-Paul Sartre hubiera cumplido cien años. Al número especial que El Cultural publicó la semana pasada dedicado a la figura y el pensamiento del más popular de los intelectuales franceses se suma ahora este ensayo de Francisco Nieva sobre su faceta como hombre de teatro. En él su autor, que vivió en el París de Sartre, sostiene que su obra dramática ha sobrevivido al tiempo y las versiones.

Recién llegado yo a París, mi iniciación en las vanguardias ya me daba pie para rechazar la estética de Sartre, aunque ni siquiera me ocupaba de él, ni tampoco del existencialismo. Yo estaba en otra onda, y tuve la fortuna de conocer al filósofo Georges Bataille -y simpatizar bastante con él- que era un anti-sartriano declarado. Yo me hubiera afiliado al partido comunista si no fuera por una amiga rusa, Nina Gurfinkel, que había trabajado con Stanislawsky y con Meyerhold, y contándome sus angustiosas desavenencias con los comisarios del pueblo me quitó las ganas. El teatro de Ionesco y el de Beckett me interesaban mucho más que el teatro de Sartre. Pero echando ahora la vista a atrás, un acontecimiento en mi vida de hombre de teatro me obligó a estudiarlo con atención de profesional, pues hube de intervenir activamente en los montajes de algunas obras suyas: Las moscas y Los secuestrados de Altona, en particular, a pesar de que hubiera execrado públicamente ese teatro, tildándolo de involutivo en relación a sus formas, que todo se lo debían a las del teatro burgués - y francés- más tradicional, al margen de lo impactante, valiente y comprometido de sus ideas. Para mí, eran mucho más estimulantes las de Marcuse, que hoy tampoco van muy allá.

Hablemos, pues, de esa necesaria identificación a un texto y a su plena aceptación. Las cosas hay que hacerlas bien. Y entonces comprendí los muchos motivos por los que Sartre "también" había logrado tan sonoro triunfo sobre las tablas. ¿Una habilidad más? A este individuo, con alma de gurú, y rey de las conciencias, no le faltaba nada, ¿o es que Sartre era congénitamente "hombre de espectáculo", nacido para él? El público más común de hoy no tiene la menor idea de El ser y la nada, pero se puede altamente conmover con Hui-closs o La puta respetuosa como si fuera ayer. ¿Todavía no les dice a ustedes nada este detalle, después que sus postulados políticos y morales hayan caído en el desdén? La extraña calidad del artefacto triunfa sobre el nombre y los propósitos didácticos y proselitistas del autor. ¿No les parece bastante extraño y paradójico que, a la memoria de Sartre pensador, le tienda una mano socorrista la estética teatral? La estética, en abstracto, para la que las ideas - buenas o malas- cuentan menos que las formas y la belleza material. De pensador se trasmuta en artista. Porque Sartre era ese tipo de razonador parecido a un cortacésped, que todo lo dejaba uniforme de ideología pero, a la vez, era un gran escritor dramático y pergeñador de espectáculos de auténtico "suspense", para un tipo de espectador que abundaba entonces, algo más intelectual que el presente, digamos que más "enteradillo" en general. El teatro engagé, el comprometido y adoctrinador, de Sartre, estaba técnicamente muy bien hecho. Digamos, incluso, que con primor; primor de lenguaje y expresión. Una perfección. Sartre, con todo ese desagarrarse la túnica por el marxismo, tenía la habilidad "teatrera" -o la cocina- de un Sardou o de un Mirabeau, unidas a la novedad -o actualidad- de su temática. Sartre había hecho teatro toda su vida, con su orfandad y con su chapoteo trascendental en "la nada". Pero sobre todo era un pillín, cuando escribía teatro y debía de hacerlo con tanto gusto y regodeo que salía de... "mano maestra".

Técnicamente, el teatro de Sartre está fundado en el molde de "la comedia bien hecha", es decir, aristotélica, según entendieron los franceses a Aristóteles en el siglo XVIII y luego prodigaron como modelo en el XIX y principios del XX los escritores realistas, que reinaban en el "boulevard", y a los que nuestro Benavente imitó. Así que Sartre no aportaba nada, en cuestión de formas inéditas para la escena. Escribía teatro en la misma clave que Jules Renard, que era un escritor melancólicamente aburguesado, y al que él juzgaba con santo horror. No hacía "teatro nuevo" en su entraña técnico-material como había sucedido con Brecht y ahora se manifiesta bien claro en Valle Inclán. Sus obras eran canónicas, para el autosuficiente y narcisista "gusto francés", pero lo eran con una brillantez extraordinaria, que deslumbraba a los intelectuales de su bando y en cualquier parte de la tierra, que eran muchedumbre. El intelectualismo borreguil que juraba por el teatro de Sartre por encima de todo, me fastidiaba, pero el teatro mismo de Sartre, no. Yo apreciaba muy especialmente su "corte y confección", apreciaba tanto su oficio como su sensibilidad, su gran instinto escénico, sus dotes de persuasión bajo especie dramática. Talento. Repito que obras como Hui-closs se pueden presentar hoy, mañana y pasado mañana -como puede representarse un buen "proverbio" de Alfred de Musset- sin perder un átomo de interés. Y siempre con el suficiente apoyo verbal y elocuente para el lucimiento de los actores -los "caracteres", según el aristotelismo francés, unido a su cartesianismo, más francés todavía. Con la suficiente distancia y objetividad Sartre, en el teatro, tiene ya todo el perfil de un clásico, con todos los visos de perdurar.

No se puede dudar que mi interpretación fue un reconocimiento que reflejó, con los pobres medios a mi alcance, esa dramática cuanto reflexiva desolación y esa concepción del individuo "como estorbo", que refleja Sartre en todas su obras, que parecen llenas de "remordimiento" (sin la figura de Dios al fondo) Y aquí hemos llegado al fino meollo de la cosa: ¿Llenar de remordimiento al espectador no es una hazaña artística estupenda? En sus mejores tiempos todo lo que decía Sartre, aunque fuera una tontería - que las dijo - se tomaba como artículo de fe, pero aquello que se le ocurrió hacer en teatro, tan bien calculado como espectáculo, debió convencer a sus adeptos de que había logrado alcanzar y aun superar las cimas de Goethe. Y esto ya era irse por los cerros de úbeda. Con menos vocación montañera, yo tenía que desmenuzarlo más objetivamente. Había que resumirlo, "darlo a entender".

Sartre, en teatro, es un ejemplo de maestría que no se puede obviar, por mucho que hayan cambiado las cosas. Así es en verdad. No pienso hacer un comentario pormenorizado de sus obras, sino abordar el reconocimiento de Sartre como autor que dinamizó el teatro francés y lo llenó tanto de polémica como de admiración. Y es por demás curioso que, como objeto artístico, puede incluso quedar por encima de su discurso temporal. Se puede aplicar a otros sentimientos de orfandad y de culpa. La misma despectiva respuesta ante la vida, entendida ésta como "una pasión inútil". Si todo lo que queda de Sartre es buen teatro, menos da una piedra. Buen teatro, en términos de estética, cuyo concepto del mundo y de la vida, del compromiso y la reflexión, son tan válidas y universales como pueden ser las de Calderón, guardando todas las distancias.

Ahora mismo, pruébese a revisar qué magnífico discurso teatral son La puta respetuosa o Las manos sucias. En el día de hoy no necesitan versión ninguna y rechazan tanto cambio de sentido como se acostumbra con los clásicos más lejanos. Su sentido se impone todavía a las interpretaciones con recámara manierista, hay que escucharlo otra vez, sin alterarlo, vale la pena en todos sentidos. Lo dice alguien que ha simpatizado de lleno con las ideas que sostenían en mi tiempo Merleau-Ponty, Raymond Aron y los famosos Camus y Bataille -nada digo del más contemporáneo Michel Foucault- todos negadores y combatientes de la dictadura sartriana y que han contribuido a enterrarlo. No totalmente, sino que lo mantienen en un pudridero, que lo pone más en evidencia, como tal despojo del que apartarse. Pero ¿no viene a ser una paradoja que comencemos a descubrir, en esta supuesta carroña del tiempo, gusanos de luz que manifiestan el talento teatral de Sartre, por encima de su influencia temporal?