Image: Terry Gilliam la monta en el Liceo

Image: Terry Gilliam la monta en el Liceo

Ópera

Terry Gilliam la monta en el Liceo

6 noviembre, 2015 01:00

Escena del colorista montaje firmado por Terry Gilliam. Foto: Clarchen & Mathias Baus

El director británico, miembro de los Monty Python, despliega un arsenal de efectos teatrales en su colosal versión de Benvenuto Cellini, la ópera de Berlioz. En el foso, Josep Pons desgranará sus complejos contrapuntos.

Hace unas semanas no dudábamos en colocar entre las más interesantes producciones de la temporada la de Benvenuto Cellini, que se estrena en el Teatro del Liceo el domingo (8) según un montaje del conocido cineasta Terry Gilliam proveniente de la English National Opera de Londres, la Ópera de Ámsterdam y la Ópera de Roma. El antiguo miembro de los desternillantes Monty Python ha desplegado todo un arsenal de efectos teatrales de la mejor tradición para organizar una fiesta escénica. Gilliam es también el autor de la escenografía junto a Aaron Marsden.

En esta colosal composición se imbricaba en un principio la obertura hoy conocida con el nombre de la obra, en la que se contenía todo el fuego y la pasión definitorios del personaje del orfebre italiano y se anticipaba lo espirituoso y caleidoscópico de su existencia. La ópera no triunfó en su estreno parisino de 1838. Al autor se le quedó una espina clavada. Quizá como acto de desagravio de su propia música, necesitó recuperar parte de los temas que bullían en la partitura y construyó, en 1844, una nueva página orquestal, una obertura B si se quiere, en la que se escuchan algunas de las melodías más características de la ópera y que es la que más se interpreta, ya fuera de contexto.

El libreto se basa en las Memorias de Cellini, fechadas entre los años 1558 y 1566. Berlioz quiso glorificar el triunfo del artista sobre los filisteos, en alusión claramente autobiográfica. Se contraponen con rara habilidad las escenas líricas, de un romanticismo subido, con las que aparecen poseídas de un ritmo frenético y enfebrecido, que tienen al Carnaval como epicentro y que siempre han supuesto una dura prueba para cualquier coro de ópera. El fresco resultante, lo abigarrado de la concepción, la alternancia de formas y de estilos -desde lo bufo a la italiana a lo solemne a la francesa-, lo aguerrido de los ritmos de las tarantelas, la pintura al aguafuerte de escenas como la que describe la entrada del Papa, componen un conjunto avasallador.

No son nada fáciles las partes cantadas. Berlioz pedía algunas cosas muy concretas a los solistas vocales, de los que evidentemente no tenía muy buena opinión: "El que sea capaz de cantar únicamente dieciséis compases de buena música con voz natural, bien apoyada, y de cantarlos sin esfuerzo, sin dividir la frase, sin exagerar enfáticamente los acentos, sin vulgaridad, sin afectación, sin cursilería, sin faltas en la pronunciación, sin ligaduras peligrosas, sin hiatos, sin insolentes modificaciones del texto (...), sin ridículos ornamentos, sin nauseabundas apoyaturas, de manera, en fin, que el período escrito por el compositor sea comprensible y que quede solamente lo que se consigna en la partitura, es un pájaro raro, muy raro, demasiado raro".

El reparto de estas representaciones liceístas ofrece bastantes garantías y es posible que incluso hubiera merecido los plácemes del compositor. El robusto papel del orfebre está destinado al bien empastado tenor de Iowa John Osborne, quizá un punto lírico, pero seguro en el agudo, firme en el ataque, sólido en el centro. Teresa será su compatriota Kathryn Lewek, lírico-ligera precisa y vibrátil, de canto muy seguro. Un bien conjuntado equipo los secunda, con Maurizio Muraro (Balducci), Ashley Holland (Fieramosca), Annalisa Stroppa (Ascanio) y el penumbroso Eric Halfvarson (Clemente VII) a la cabeza. Esperemos que Josep Pons, titular musical del teatro, hábil para desentrañar complejos entretejidos contrapuntísticos, otorgue a la grandiosa partitura de Berlioz el especial colorido que requiere.