Image: Berlioz, el genio elemental

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Música

Berlioz, el genio elemental

Anárquico, aventurero, excesivo, pendenciero, apasionado, Berlioz es uno de los grandes tótems de la música francesa. Recorremos sus obras y su agitada existencia a los 150 años de su muerte.

1 marzo, 2019 01:00

Louis Hector Berlioz

El 8 de marzo de hace siglo y medio moría en París, a los 66 años, Louis Hector Berlioz, una de las mayores glorias de la música francesa, un artista apasionado, excesivo, malhumorado, pendenciero, aventurero, un personaje muy característico del romanticismo francés: un representante de la desmesura, arrojado ay algo anárquico, prototipo del artista múltiple de esa etapa. A los 23 años se enamoró perdidamente de la actriz irlandesa Harriet Smithson, que nunca le correspondió y que fue quien le inspiró su obra más famosa, la Sinfonía Fantástica (1830), una catapulta para la obtención del preciado Premio de Roma. De la importancia y significación de su obra, de su estilo y de su personalidad nos informa esta frase de Paul Dukas: "La primera convicción que se impone después de la audición de la música de Berlioz, cualquiera que sea el sujeto al que se aplique, cualquiera que sea la forma particular que revista, es la de la naturaleza dramática del estilo de su autor. Todo con Berlioz deviene drama". Una opinión con la que concordaba en buena medida el musicólogo Leon Vallas, que resumió muy acertadamente los rasgos esenciales de la música del compositor. Sin embargo, criticaba la pobreza de la armonía y del contrapunto. Aquélla se reducía muchas veces a colocar acordes perfectos sobre las notas principales de una melodía cuando no utilizaba, simple y llanamente, las reglas del bajo de Rameau. El doblar la melodía en unísono o en octava era otro de sus procedimientos favoritos. Pero esta relativa elementalidad otorgaba frecuentemente a su música un encanto singular.

En todos sus pentagramas, desde la 'Sinfonía Fantástica' a óperas como 'Benvenuto Cellini', buscó la unión perfecta entre música y poesía

Genial es, a no dudarlo, la melodía berlioziana, antaño criticada por su irregularidad, su desequilibrio entre períodos. Su extraña construcción, su aliento, le proporcionan normalmente un soterrado y a veces convulso impulso dramático, al que contribuyen la mezcla de timbres, lo fraccionado del discurso, poblado de contrastes repentinos y violentos. Hay obras, o partes de las mismas, que vienen constituidas por la unión, en apariencia ilógica, de secciones que en principio poco o nada tienen que ver entre sí. Muchos de sus temas provienen de canciones infantiles y antiguos cánticos eclesiásticos. Nuestro músico estudió con aplicación los más diversos efectos y líneas vocales, a los que, no pocas veces, imbuía de una impronta curiosamente instrumental. Y, viceversa, frecuentemente nimbaba a determinados trazos instrumentales de un sorprendente aliento vocal. De una manera o de otra, el caso es que la voz humana está permanentemente presente en su producción, tanto en la que puede considerarse puramente lírica -escénica, religiosa o perteneciente al mundo de la canción-, como a la propiamente sinfónica, campo en el que se localizan partituras de impronta claramente vocal, así Romeo y Julieta, definida curiosamente como sinfonía dramática. Sus óperas -Benvenuto Cellini, Les Troyens- no tuvieron en su tiempo demasiado éxito, pero sus obras religiosas -Te Deum, Requiem- y sus piezas sinfónicas -la antes citada Sinfonía Fantástica, la Sinfonía Fúnebre y Triunfal, Lelio, Harold en Italie y una serie de oberturas- no pasaron desapercibidas. Y su leyenda dramática La condenación de Fausto fue por lo general bien acogida. Pentagramas todos ellos de los que hoy disfrutamos y que nos ilustran acerca de la grandeza de su creador. En todos ellos pervive su ansia más profunda: la búsqueda de la unión perfecta entre música y poesía.