Image: Bayreuth sin Wolfgang

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Escenarios

Bayreuth sin Wolfgang

El polémico festival busca un nuevo rumbo

23 julio, 2010 02:00

Los maestros cantores de Núremberg, de la edición de 2009. Foto: Enrico Nawrath.

Durante seis décadas el Festival de Bayreuth ha estado ligado al nombre de Wolfgang Wagner. Tras su muerte, el imperio musical amplía sus horizontes de repertorio y se reconcilia con su pasado. El crítico y ensayista Norman Lebrecht analiza la trayectoria del prestigioso certamen de ópera y desenmascara a Wagner.

Es la colina sagrada de los cantantes y una oscura catacumba para sus organizadores. El Festival de Bayreuth, que arranca este domingo su 99 edición, será pasto una vez más de la polémica generacional tras la muerte, el pasado 21 de marzo, de uno de sus máximos impulsores, herr Wolfgang Wagner, nieto del compositor.

Que el fantasma de Hitler siga paseándose por el Festspielhaus y la propia Villa Wahnfried, donde dicen se esconde un fajo con sus cartas, no parece preocupar, ni siquiera ahuyentar, a un público incondicional que reserva sus entradas con hasta diez años de antelación. Tampoco los abucheos que siguieron a Los maestros “pintores” de Núremberg en manos de su actual codirectora, la biznieta Katharina Wagner, o la insistencia de repartos y producciones de discreta originalidad han logrado eclipsar la reputación musical, social y mediática de la muestra.

Pasado mañana, día de la inauguración, todas las miradas estarán puestas en el debut del tenor alemán Jonas Kaufmann como Caballero del Cisne en la nueva producción de Lohengrin encargada al controvertido Hans Neuenfels, que sustituye al rentable Tristán e Isolde de Christoph Marthaler. En el foso estará el joven Andris Nelson, titular de la Sinfónica de Birmingham. Debutará también el emergente bajo-barítono inglés James Rutherford en los Meistersinger de Katharina Wagner -cuya última sesión, el 28 de agosto, servirá de clausura al festival-, y repondrán el aplaudido Parsifal de Daniele Gatti y Stefan Herheim y, a la espera de algo mejor, la Tetralogía de Christian Thielemann y Tankred Dorst.

Rescatar al genio, enterrar al monstruo

por Norman Lebrecht

He tomado una determinación. Este verano, por primera vez en 30 años escribiendo sobre la música, podré ir a Bayreuth. Acudiré un día y una noche, para ver el lugar y una parte del Anillo, el tiempo suficiente para cumplir con mis obligaciones como crítico y demostrar que la razón de mi distancia ya no tiene sentido.

Las óperas de Richard Wagner no pertenecen a Bayreuth. Casi todas las producciones, al menos las más interesantes, se han inaugurado en otra parte. He visto el Anillo y otras obras en el Met de Nueva York, en el Covent Garden, también en Salzburgo, Viena, Múnich o París. Por eso mi asistencia a Bayreuth nunca fue tan importante como mi ausencia. Si no acudí fue por una cuestión de principios. Porque siempre ha habido dos Wagner en mi mente: el músico y el monstruo. Uno de ellos escribió algunos de los pasajes más edificantes y reflexivos del repertorio, de acuerdo a su idea sublime de que podría haber una unión de todas las artes, una Gesamtkunstwerk. El otro, era un racista que quiso excluir a los judíos de la música alemana y cerrarles las puertas del santuario de Bayreuth. Su incoherencia en algunos aspectos -permitiendo que Josef Rubinstein preparara a sus cantantes o que Hermann Levi acometiera Parsifal- no merma en absoluto el horror de un folleto, El judaísmo en la música, en el que da legitimidad intelectual al nazismo, todavía por nacer, de Adolf Hitler.

La familia Wagner funcionó como una incubadora del movimiento nazi durante los años veinte. El propio Hitler fue un asiduo y triunfal visitante del festival hasta la Segunda Guerra Mundial. Recibió la bendición de la viuda del compositor, Cosima, la amistad de su nuera, Friedelind, y era conocido como “Onkel Wolf” (el Tío Lobo) por sus hijos, Wieland y Wolfgang. Cuando el festival se suspendió, en plena guerra, Hitler dio a los niños un campo de concentración a las afueras de la ciudad. Mucha gente murió allí.

Después de la Guerra, a Friedelind se le prohibió la participación activa en el festival y Wieland, como nuevo director, impulsó un estilo austeramente moderno, planteado así para romper con el horrendo pasado. A la muerte de Wieland en 1966, Wolfgang se hizo cargo de todo, expurgando el nombre de su hermano y el de algunos de sus propios hijos de la muestra. Frente a la imaginación de Wieland, Wolfgang contribuyó con una repetición monótona de las óperas de siempre en producciones que no lograban alcanzar los estándares internacionales. Así lo cuentan algunos críticos que acudieron asiduamente.

No hay discusión en cuanto a Wolfgang. Fue, de acuerdo al precedente de sus abuelos, un dictador en residencia, el último monarca hereditario y con poderes absolutos que ha dado Europa. Cada año, su imperio ha recibido el apoyo millonario de los diferentes gobiernos alemanes.

Las noches de estreno en Bayreuth son siempre una ocasión para la alfombra roja. Es el equivalente alemán a los Oscar. A rebufo de la canciller Angela Merkel y la mitad de su gabinete, las cámaras de televisión y los paparazzi captan el glamour de las estrellas de cine, los empresarios y las celebridades. Para los alemanes, Bayreuth sigue siendo la cumbre de la cultura. Para muchos, un símbolo de supremacía.

Desde que concluyera la Guerra, el festival ha rehusado pedir disculpas por su papel en el Tercer Reich, tratar de indemnizar a las víctimas de su campo de concentración o admitir el más mínimo indicio de delito. El propio Wolfgang impidió a los investigadores el acceso a los archivos familiares. Algunos consiguieron escapar a la censura, como Oliver Hilmes en su reciente biografía de Cosima Wagner, o Jonathan Carr en su libro La dinastía Wagner, descubriendo todo tipo de abusos y atropellos morales, peores de lo sospechado. Unos crímenes que fueron negados bajo el mandato de Wolfgang.

Su muerte en marzo de este año, a la edad de 90 años, trae un soplo de aire fresco y brinda la posibilidad de reconciliación. Su hija, Katharina Wagner, y la hermanastra de ésta, Eva Wagner-Pasquier, se han comprometido a crear una comisión que permita el acceso selectivo a los archivos. Existe la posibilidad, por fin, de que Bayreuth se sacuda su pasado y pueda salir del estancamiento de su repertorio con nuevas óperas.

En estas circunstancias, mi ausencia se hace ya innecesaria. Estoy dispuesto a que la cuarta generación de Wagner pueda ofrecernos la posibilidad razonable de rescatar el genio de su antepasado. Este verano, por fin, podré ir a Bayreuth.