
Una imagen de 'Lumière, la aventura continúa'.
Los Lumière regresan a las salas para celebrar los 130 años de los orígenes del cine
El documental 'Lumière, la aventura continúa' nos muestra 110 obras de los célebres hermanos, que han influido a cineastas como Aki Kaurismäki, Nanni Moretti, Hong Sangsoo y José Luis Guerin.
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Todo empezó al alba de 1895. Y todo comenzó al mismo tiempo: la realidad y la leyenda, el artilugio y la mirada, la invención mecánica y la promesa de un mundo. De aquellos momentos fundacionales –movidos a la vez por la necesidad de negocio, por la curiosidad científica y por la intuición estética que ni siquiera es todavía consciente de sí misma cuando la manivela del aparato gira por primera vez– derivará después el arte más influyente de todo el siglo XX.
La familia Lumière (Antoine, el padre, y sus dos hijos: los ingenieros Louis y Auguste) no nace para la historia de los inventos con la intuición del cine. Antoine, un pobre huérfano a los catorce años, convertido en fotógrafo retratista, había conseguido ya en 1878 transformar su barraca de madera en los edificios de una fábrica donde, solo cuatro años después, sus hijos ponen a punto las placas fotográficas secas, ‘etiqueta azul’, con las que la empresa llega a obtener unos beneficios de 500.000 francos-oro. En 1894, la ‘Sociedad Autónoma Lumière e hijos’, con un capital de tres millones de francos, produce quince millones de placas en una fábrica que, con sus trescientos obreros, es ya en ese momento la mayor de Europa.
Pero es el desafío que le provoca al padre su descubrimiento del kinetoscopio de Edison al final del verano de 1894, con sus imágenes ‘metidas en una caja’, lo que enciende la mecha. La idea que pone en marcha la invención no solo parecía lógica, sino que también estaba en consonancia con la necesidad de conocimiento del mundo que la revolución industrial, el ferrocarril y la era de los viajes están alumbrando en ese mismo momento histórico: liberar esas imágenes, sacarlas de la caja –donde solo pueden ser vistas por una persona a la vez–, proyectarlas en una pantalla para una multitud de espectadores y permitir que viajen.
Thierry Frémaux, en Lumière, la aventura continúa, la entrega que culmina un díptico abierto en 2017 con ¡Lumière! Comienza la aventura, sintetiza la conjunción de factores que lo hace posible: la persistencia retiniana, el mecanismo de arrastre propio de la máquina de coser y la necesidad del movimiento perfecto.
La leyenda dice que esos estímulos se alinean en la mente del hijo pequeño, Louis, durante una noche de insomnio (la oscuridad genera la luz: la metáfora no puede ser más coherente) y también que el padre quería denominar el hallazgo como ‘Domitor’, pero que los hijos impusieron su propia opción: ‘cinématographe’, una palabra que en realidad le roban a Léon-Guillaume Bouly, pues así había denominado este otro inventor su cámara patentada en 1892.
La idea profunda del concepto ‘cinematógrafo’ (escribir el movimiento) conecta con la esencia misma de un hallazgo que, efectivamente, imagina una técnica y proyecta un futuro. Su nacimiento oficial y público –después de siete u ocho exhibiciones previas ante sociedades científicas y profesionales– se ha escrito mil veces, pero es insoslayable.
El acontecimiento sucede el 28 de diciembre de 1895 en el Salon Indien del Grand Café, en el número 14 del Boulevard des Capucines de París, a las seis de la tarde y delante de treinta y tres espectadores. La entrada cuesta un franco, que es un precio caro. Ni siquiera Louis y Auguste están presentes. Solo Antoine, el padre, presenta el programa (diez ‘vistas’ de cincuenta segundos cada una). Y el espectáculo comienza con La salida de la fábrica Lumière, rodada por Louis el 19 del marzo anterior (un martes a mediodía). ‘La primera película’…, el origen de todo.

La gente disfrutando del día con la Torre Eiffel de fondo en una de las 'vistas Lumière'
Pero rebobinemos un poco. En ese momento, hace ya más de un año que está abierto un local, en la calle Poissonière de París, en el que por 25 céntimos se pueden ver imágenes en movimiento sin necesidad de compartirlas con otras miradas. Es el Kinetoscopio de Edison: esa caja cerrada en la que, según Antoine Lumière, las imágenes quedan prisioneras. Frente a ese encierro, la ‘caja Lumière’ aparece como una necesidad comercial.
En el otoño de 1895 las poderosas casas Pathé y Gaumont trabajan a marchas forzadas en los aparatos Joly y Demenÿ respectivamente. Alguien se les puede adelantar, así que no hay tiempo que perder. Los Lumière encargan al ingeniero Jules Carpentier la fabricación de 25 aparatos. El primer prototipo está ya listo el 15 de octubre. Su sencillez y polivalencia (una misma caja portátil permite la toma de vistas, la proyección y el tiraje de copias) son el secreto de su triunfo industrial, y la sesión parisina produce un impacto generalizado.
La leyenda entonces se nos cruza de nuevo. Antonie Lumière rechaza la venta de su patente a quienes de inmediato –todavía dentro del Grand Café– pretenden comprársela (George Méliès entre ellos), y aduce que con su negativa les hace un favor porque “este es un invento sin futuro”. Pero la realidad le contradice: a las dos semanas de su estreno, las sesiones recaudan 2.000 francos diarios y las colas ante el Grand Café alcanzan los cuatrocientos metros.
El éxito desborda todas las previsiones. Los Lumière contratan un pedido de 200 cámaras y de inmediato comienzan a formar operadores para que se diseminen por el mundo, como agentes de venta, en devoto apostolado para difundir la buena nueva, filmar imágenes allende las tierras y los mares, proyectarlas a todo tipo de públicos, ampliar el catálogo, hacer publicidad del invento, vender aparatitos y establecer franquicias (a cambio de la mitad de los ingresos en taquilla, el concesionario –casi siempre un empleado o representante de la casa Lumière– recibe gratis el equipo y las películas).
La muerte haciendo su trabajo
Los tres motores de los que se habla al comienzo de este texto se funden en un mismo impulso orgánico: la imagen del inventor y del científico se superpone con la del comerciante avispado y pragmático, y estas dos, a su vez, con la mirada asombrada del cineasta –del primer cineasta– que filma el paso del tiempo, que se pregunta dónde colocar la cámara, que se hace cargo del movimiento del mundo y que inventa el concepto de puesta en escena.
La ciencia, el comercio y el arte. Los fundamentos del gran espectáculo de masas que va a convulsionar el siglo entrante son los cimientos –indisociables entre sí– de una invención que “filma a la muerte haciendo su trabajo” (Jean Cocteau), pero a partir de la cual, “la muerte dejará de ser absoluta”, (según dijo un reseñista de aquella primera sesión), puesto que podremos seguir viendo vivos y en movimiento a personas ya fallecidas.

Un concurso de baile para niños en Lyon. Foto: Instituto Lumière
Privilegiado lugar poético donde confluyen lo real y lo imaginario en términos estrictamente ontológicos, que diría André Bazin (la expresión simultánea de la huella de la realidad y de su construcción fílmica: “Una visión del mundo que no puede separarse de su representación”, dice Frémaux), el cine –el cine analógico debemos puntualizar hoy en día– sale al encuentro del universo a partir del momento en el que se abre la puerta de una fábrica: esa con la que el director del festival de Cannes abre precisamente su película a los sones de la Pavana Op.50 de Gabriel Fauré, casi contemporánea de la filmación (a la que se adelanta en ocho años).
Esa fábrica de la que salen sus trabajadores y que nos hace pensar, precisamente, en esa otra filmada por Aki Kaurismäki en La fundición (2007): en el nuevo siglo, las obreros ya no salen de la factoría, sino que deben contentarse con contemplar atónitos –en una sala dentro de esas mismas instalaciones– cómo salían, 112 años antes, los trabajadores que aparecen en la película de los Lumière.
Lo que viene después en el filme de Frémaux son 110 ‘películas Lumière’ (filmadas entre 1895 y 1905, pero limpiadas, restauradas y recuperadas en todo su esplendor), que regresan así al ágora para el que nacieron: las salas de cine.
Rodadas algunas por Louis, pero también por operadores como Gabriel Veyre, Alexander Promio, Felix Mesguich, Charles Moisson o Constant Girel, su rescate permite a Frémaux desplegar una hermosa meditación sobre la naturaleza de un lenguaje al que el programador –aquí en funciones de divulgador en el sentido más noble de la palabra– llama vernáculo, pero que en realidad habla una lengua universal, porque –como decía Jacques Rivette– no es el japonés el idioma que necesitamos conocer para disfrutar del cine de Kenji Mizoguchi, sino el de la puesta en escena cinematográfica. Un lenguaje con el que de inmediato aprendieron a expresarse cineastas de todo el mundo en los confines más dispares.
Las huellas y la herencia
Su viaje historiográfico nos acerca a esa ‘promesa del mundo’, a esas imágenes sabias que nacen del candor y de la inocencia, pero que aprenden enseguida a filmar su propia historia para dar a luz “un lenguaje poético y una práctica social”.
En ese itinerario, Frémaux cree detectar algunas de las huellas del ‘universo Lumière’ que podrían rastrearse a lo largo de la historia del cine. Las encuentra en Griffith, Gance, Lang, Coppola, incluso, y hasta confunde –llevado por una memoria engañosa– a Fort Apache (Ford, 1948) con Centauros del desierto (Ford, 1956) cuando cree ver erróneamente en la segunda un eco de la coreografía dibujada por unos ejercicios militares en bicicleta dentro de una de las vistas recuperadas.

El espectáculo de la botadura de un enorme barco en 'Lumière, la aventura continúa'
Pero la ‘huella Lumière’ se desvela fecunda también, desde nuestra mirada actual, no solo en los cineastas que cita Frémaux, sino en muchos otros momentos en los que nos hace pensar esta emocionante recopilación: en Las hilanderas de Miltos y Yannakis Mannakis (1905) rescatadas de las latas por Theo Angelopoulos en La mirada de Ulises (1995); en el columpio de Une partie de campagne (1936), luego rescatado por José Luis Guerin en Tren de sombras (1996); en los obreros egipcios que Straub y Huillet filman delante de su fábrica (Trop tôt, trop tard, 1981), en la mirada de Abbas Kiarostami ante un palito de madera mecido por el oleaje a la orilla del mar (Five, 2003); en el travelling que sigue a Nanni Moretti cuando este se acerca con su moto al lugar donde mataron a Pasolini (Caro diario, 1993); en los trenes que filma James Benning, en el viento y las ramas que se mueven detrás de las conversaciones que registra Éric Rohmer en El rayo verde (1986), en el Godard que cita expresamente La llegada de un tren a la estación (1896) en Les Carabiniers (1963) y en Hélas pour moi (1993), en no pocos de los planos de Hong Sangsoo; y, por supuesto, en la humilde, pero devota fantasía de Javier Rebollo a cuenta del mismísimo Gabriel Veyre (En la alcoba del sultán, 2024)…
Oportunidad de oro para girar nuestra atención hacia el cine de los orígenes, las ‘vistas Lumière’ nos invitan –por la belleza de sus composiciones, por la verdad documental que capturan, por la fuerza vital de sus temas– a limpiarnos los ojos, a quitarnos las telarañas que ha ido depositando en nuestras pupilas la exuberancia autosatisfecha del cine atronador del presente. Nos obligan a lavarnos la mirada para poder volver a esa primitiva inocencia que engendraba ya, en aquellos años germinales, una promesa estética de carácter profético, anunciadora de “un nuevo siglo y una nueva civilización”, en palabras de Riccardo Redi.