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El formalismo desatado de Wes Anderson en Cannes

Es fácil echar en falta en 'La crónica francesa' a los excéntricos y tiernos personajes con los que el director ha conmovido al espectador colocándose siempre a su altura. Es una película muy fría

13 julio, 2021 10:00

Con su anterior filme, Isla de perros (2018), quedó de manifiesto que la estilizada puesta en escena de Wes Anderson encuentra su mejor aliado en el formato de la animación, o en cualquier otra técnica que le permita ser el amo y señor del plano sin estar expuesto a los imponderables y azares de la captura de lo real. Lo mismo ya lo sentimos en Fantástico Mr. Fox. Su último trabajo, rodado en París, se suma de forma natural, casi como un díptico, a El Gran Hotel Budapest para inscribirse en un cine de raigambre y sabor europeos, que sin embargo emerge como la construcción de un universo propio, esta vez con base en el anecdotario histórico y en el catálogo cinematográfico eminentemente francés. Anderson sobreescribe una película sobre escritores, o sobre periodistas, o más bien sobre la delegación de una revista de prestigio cultural norteamericana (a lo New Yorker) en la capital francesa. Su rica inventiva visual traslada a la pantalla y a la estructura capitular del guion las secciones de la revista, que abre y cierra con el obituario de su fundador y editor, interpretado por Bill Murray, cuya muerte parece poner punto y final a una forma de hacer periodismo / literatura que ha pasado a mejor vida.

Ocurre con Anderson que el formalismo está cada vez más presente en sus películas, hasta el punto de eclipsar el desarrollo dramático de las escenas, que en verdad dejan de ser escenas para convertirse en miniaturas de éxtasis estético, tableaux vivants elegantes y coloridos, enfermizamente simétricos y encantadores, plagados de detalles que seguramente tendrían más desarrollo en el arte de la ilustración o del cómic. De un tiempo a esta parte, es fácil echar en falta al Anderson de Los Tenenbaums o de Viaje a Darjeeling, o sobre todo a los excéntricos y tiernos personajes con los que ha conmovido al espectador colocándose siempre a su altura. Y no es que esté La crónica francesa corta de personajes interesantes, con toda una cosmogonía de estrellas francesas -Léa Seydoux, Mathieu Amalric, etc- conviviendo, como ya hacían en Budapest, con los rostros habituales de la filmografía andersoniana. Pero el sentido de lo caricaturesco prevalece sobre la humanidad de ellos, que se leen como piezas de un crisol, una carta de amor a París y su sustrato cultural que no termina de levantar el vuelo y trascender la mera acumulación de gags, resonancias y homenajes. Es una película muy fría.

En una película que salta constantemente del blanco y negro al color, donde los formatos y hallazgos gráficos conducen realmente la narrativa, y que en determinado punto siente que debe convertir a sus personajes en dibujos animados para poder reconstruir una prodigiosa, cómica persecución por la ciudad (y así redondear el fragmento más memorable del filme), sentimos en todo momento que a Anderson le preocupa mucho más el cómo que el qué, por no hablar del por qué. Esto no es necesariamente malo, pero en el caso de este filme sí resulta extenuante. Encontramos en la primera de las historias, protagonizada por Tilda Swinton, Adrian Brody, Benicio del Toro y Léa Seydoux, a un preso que se revela como genio creativo pintando a su carcelera (o la visión abstracta de ella) para dar paso a la pintura moderna, lo mejor y más equilibrado de las múltiples historias-artículos contenidas en el filme-revista, en cuyo apasionado dispositivo ni tan siquiera faltan los pies de foto.

Oliver Stone, inasequible al desaliento

De entre todos los talentos de Oliver Stone, hay uno que sobresale: su tesón. Inasequible al desaliento, aún a pesar de todos los obstáculos que se ha encontrado por el camino desde que estrenó, allá por 1991, JFK: caso abierto -acaso el filme en el que refinó su noción del montaje vertiginoso con un sentido político cercano al concepto del collage-, el cineasta norteamericano, nunca ajeno a la controversia, regresa en JFK. Through the Looking Glass a su mejor película para aportar más datos sobre el asesinato de Kennedy, dado que diversos archivos han sido desclasificados para el público y numerosas investigaciones han tratado en los últimos años de clarificar las teorías conspiratorias que expuso en su filme hace treinta años. Si aquello fue una asombrosa ficción con molde de ensayo documental, ahora se trata estrictamente de un documental, con voz narradora, cabezas parlantes (la suya también), valiosas imágenes de archivo, cortes de audio y evidencias documentales expuestas al análisis y el examen de expertos. Como no podía ser menos, esta mirada a través del espejo de la película toma como punto de partida las preguntas cruciales que se hacía entonces -quiénes fueron, cómo lo hicieron y por qué- para darles una respuesta plenamente conclusiva; es decir, responde con pelos y señales a las preguntas que se planteaba Jim Garrison (Kevin Costner) en el filme. Sin mostrar gran interés por la inventiva formal, Stone reconstruye el caso con su habitual sentido por el vértigo narrativo y el barroquismo visual, poniendo orden a un sinfín de documentos visuales y sonoros que reconstruyen el vacío, los enigmas, del “capítulo más deshonroso para la democracia estadounidense”, según palabras del propio director en la presentación.

@carlosreviriego