Image: Maestría perturbadora de Verhoeven

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Cine

Maestría perturbadora de Verhoeven

23 mayo, 2016 02:00

Una imagen de Elle de Paul Vehoeven

El broche de oro del festival lo pone el cineasta holandés con Elle, un sex-thriller con esencias buñuelianas protagonizado por una inmensa Isabelle Huppert, mientras que el oscarizado Asghar Farhadi poco más que cumple satisfactoriamente con Forushande, crónica moral en torno al machismo y la justicia iraní.

Aún había más. Un diamante como regalo de despedida. Lo entregó Paul Verhoeven en connivencia con Isabelle Huppert. Elle, la última película a concurso en la extraordinaria 69 edición del Festival de Cannes, recibió la ovación encendida de aquellos que no habían quedado atrapados en el inquietante desconcierto de una obra tan depravada, precisa y retorcida como, a su vez, perversa, aterradora y divertida. El universo perturbado del holandés está aquí respirando a pleno pulmón. Destilada con esencia de Buñuel, la película es como el Belle de Jour del autor de El libro negro (2006), esa maravilla envenenada de fatalidad y sensualidad que hasta el día de hoy era su última película estrenada en España, hace diez años. En medio quedó por el camino el experimento interactivo Steekspel (2012), una de las películas más invisibles de los últimos años.

Primer filme francés del director de Instinto básico, su plano de arranque es el de un gato contemplando una violación. Michelle ha sido atacada en su casa por un tipo de negro como salido de Les Vampires (1915), de manera que el relato arranca in media res, entre las paredes y ventanas de la casa que Verhoeven filmará no tanto como una prisión de cristal, sino como un umbral de entrada a la psicopatía de la carne y el cinismo social. Elle avanza en un perpetuo movimiento del que nunca se apea, propulsada por el ritmo electrizante de un thriller que es también una farsa o viceversa, abriéndose paso entre los corredores del laberinto familiar, entre la brutalidad existencial de los traumas asociados a una infancia monstruosa.

Es realmente imposible sospechar, mucho menos adivinar, hacia dónde se encaminará el relato en su próxima secuencia. En la empresa creativa de videojuegos que dirige Michelle se debate sobre el voltaje sexual y la "jugabilidad" de sus productos de éxito. A su modo, Elle demanda del espectador que ingrese en la película con esa voluntad lúdica, de participar en las coordenadas morales del filme, y que abrace el instinto sensual desde el que filma a Huppert, quien a sus ¡63 años de edad! se convierte en el objeto de deseo y fascinación de un sex-thriller. El sustrato es la perversión y la brutalidad, pero al final del trayecto no sentiremos que los personajes son perversos. El cineasta los retrata casi como si fuera Renoir, invitándonos a comprender su naturaleza, desde una distancia que puede ser inclemente y cínica pero también extrañamente compasiva.

El humor opera desde la mirada, como en Buñuel y Hitchcock y Oliveira, en las intrincadas formas de descender a los sótanos más oscuros de la naturaleza humana, pero huyendo de la verborrea freudiana y la caricatura de brocha gorda. Los personajes no son los que se ríen (más bien sufren y sangran y se destruyen), ni el espectador se ríe necesariamente de ellos, sino de las subversiones a la hipocresía social que pone en escena con deliciosa malicia el holandés errante, quien ha encontrado en la literatura del escritor francés Philippe Dijan un material altamente inflamable hecho a la medida de su cine.

La precisión del relato es aritmética, su itinerario es enfermizo, la sobriedad formal es diabólica, pues expresa grandes maldades con la boca pequeña. Elle es la película con la que fantasea un maestro de las perversiones que parece haber tocado la cima de su discurso, el destilado perfecto de un cineasta que lleva décadas planeando por encima del bien y del mal.

Una imagen de Forushande de Asghar Farhadi

El asalto domiciliario y la posible violación de una mujer también es el punto de partida de Forushande, en la que el iraní Asghar Farhadi sobrevuela por encima de su mejor película, Nader y Simin. Una separación (2011), al poner en escena la indagación de la noción de justicia. Todo gira alrededor de la disyuntiva ética de un profesor y actor frente a la supuesta agresión de la que sido víctima su mujer cuando en su casa entró un desconocido. La intensidad de la propuesta avanza in crescendo, hasta alcanzar a una media hora climática que se ofrece como lo más interesante de la película.

A lomos de un ritmo moroso y desequilibrado, el cineasta de Irán deja caer algunas de las idiosincrasias morales y culturales de su país, pero nunca las convierte en el centro de su discurso, pues se expresan a partir de referencias verbales que casi nunca surgen de la imagen. Si acaso, el verdadero núcleo de esta crónica costumbrista, filmada con el aplomo habitual del director de Le passé (2013) -la secuencia de apertura, en la que filma la evacuación de un edificio que se va agrietando (como se agrietarán los cimientos morales del protagonista), concentra toda la energía cinematográfica del filme-, no es la ambivalente, interiorizada postura del profesor que protagoniza el drama, sino acaso el rol al que se ve abocado un matrimonio laico, especialmente la mujer, en una sociedad profundamente religiosa y sistémicamente machista.