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Ciencia

La sed, un invento del cerebro

El calor produce sed, pero no es lo único. El psicobiólogo Ignacio Morgado analiza todas las respuestas del cuerpo para evitar la deshidratación

24 julio, 2019 00:30

La sed nos hace soñar despiertos con el agua fresca que emana de un generoso y refrescante manantial y su sola imaginación ya resulta gratificante. Cuando la sed es extrema y duradera daríamos la vida por un vaso de agua fresca, o nos la beberíamos de un pestilente lodazal. Son pocas las cosas que resiste peor el cuerpo humano que la deshidratación cuando llevamos mucho tiempo sin beber, o cuando perdemos fluidos del organismo por hemorragias, vómitos, diarreas o sudoración por exceso de calor o por haber practicado intensamente ejercicio físico. La razón es que nuestro cuerpo es agua en buena medida y, a diferencia de lo que ocurre con las reservas energéticas en el hígado o las grasas, no dispone de depósitos de fluidos a los que recurrir cuando nos deshidratamos.

La solución que la naturaleza ha desarrollado para evitar la deshidratación es crear inmediatamente la sed, una potente sensación que inunda la mente consciente y motiva a buscar el agua donde quiera que la haya para restaurar el equilibrio hídrico perdido. Más aún, la necesidad de beber puede resultar tan imperiosa, y es tanto lo que pone en juego, que el sentimiento de sed conlleva el intenso placer que se experimenta al saciarla cuando el agua es consumida. Pocos placeres igualan al de beber cuando tenemos mucha sed.

Pero no basta con beber y recuperar la cantidad de agua perdida. Es también necesario garantizar que esa agua ingerida se distribuya convenientemente entre los diferentes compartimentos de fluidos del cuerpo, pues cada uno de ellos requiere un determinado volumen para que los procesos fisiológicos en que está implicado funcionen con regularidad. Por eso, además de agua, necesitamos sales, particularmente el sodio, que actúa como un soluto generador de fuerzas osmóticas que redistribuyen el agua entre el interior y el exterior de las células. El riñón es, además, el órgano encargado de controlar la pérdida de agua y sales por la orina. Lo hace atendiendo a dos hormonas que le llegan por la sangre que lo irriga, la vasopresina u hormona antidiurética, que, como su nombre indica, impide la diuresis, es decir, la pérdida de agua por la orina, y la aldosterona, una hormona que impide la pérdida de sales por la orina.

Cuando hace mucho tiempo que no bebemos, cuando estamos enfermos y vomitamos o tenemos diarrea, cuando tenemos un accidente y sangramos o cuando hace mucho calor o hemos hecho ejercicio físico intenso y sudamos el volumen y la presión del plasma sanguíneo disminuye, el cerebro capta esa situación y genera un tipo de sed llamada sed hipovolémica que nos motiva a buscar agua y beber. Un mecanismo diferente que dispara también la sed es el que tiene lugar cuando ingerimos comidas saladas, como las palomitas del cine, que aumentan la concentración de sales en la sangre. Entonces el tipo de sed que el cerebro genera se llama sed osmótica, pero el sentimiento que tenemos de la misma no se diferencia del que tenemos cuando la sed es hipovolémica. La sed se siente siempre del mismo modo, como una respuesta automática del cuerpo a cambios que ocurren en la sangre.

La cantidad de agua que bebemos, aparte de depender de cada persona, depende también del clima, las costumbres sociales y, por supuesto, de la disponibilidad de líquidos. Una situación en la que están alterados los mecanismos básicos de la sed es la diabetes mellitus, enfermedad en la que por falta de la hormona insulina o por mal funcionamiento de la misma las células del cuerpo no captan suficientemente la glucosa que necesitan para funcionar haciendo que ese azúcar se acumule en la sangre y se pierda por la orina. En su recorrido renal la glucosa, por ósmosis, arrastra agua produciendo entonces deshidratación y activando los mecanismos neuronales de la sed. La administración conveniente de insulina evita esas consecuencias.

Ignacio Morgado es catedrático de Psicobiología de la Universidad Autónoma de Barcelona
y autor del libro
Deseo y placer, publicado por Ariel.