Mike Tyson

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Último pase por Alberto Ojeda

Tyson, Mágico, Rodman y Best, campeones entre copas y… copazos

Nueve leyendas con una debilidad común: la noche. Repasamos la tragicómica carrera de los deportistas más crápulas a cuento del libro 'Campeones de medianoche', de Daniel Entrialgo

9 abril, 2021 19:05

Campeones de medianoche (Muddy Waters) es uno de esos libros que te deja la risa congelada. Tiene un potencial cómico tremendo. Los perfiles de los nueve deportistas de élite que, con profusa base documental, imaginería fílmica y oficio narrativo, teje Daniel Entrialgo ofrecen un anecdotario divertidísimo. Excentricidades de tipos jóvenes, a tope de energía, pasta rebosando en sus bolsillos, blindados por la idolatría de sus seguidores y con muchas, muchas ganas de divertirse. Demasiadas seguramente porque esa querencia por la noche y la juerga malogró sus carreras profesionales y, a la larga, sus vidas. Puede pensarse: que les quiten lo bailao. O: menudos tarambanas que desperdiciaron el talento único que les regaló la naturaleza. Eso sin entrar en consideraciones morales más delicadas en relación a hijos desatendidos, mujeres engañadas sistemáticamente, desprecio por la ley y la urbanidad básica, pésimo ejemplo para los fans o su propia autodestrucción… Pero no hemos venido aquí con el mazo del juez encargado de dictar sentencia sino a comentar este jugoso volumen que nos muestra la irrefrenable vocación por la golfería de algunas leyendas del boxeo, el fútbol, el golf, el ciclismo...

Mike Tysson, de arrancar cabezas a puñetazos al pacifismo marihuanero

Es curioso que Entrialgo no haya reparado en Maradona, crápula por antonomasia del balompié. Bueno, seguro que reparó pero lo descartaría por las razones que fuera (quizá porque su reverso de adicciones y nocturnidad ya está demasiado trillado). El caso es que acaba haciendo una aparición estelar en el capítulo de Tyson, cuando este visita el programa que tuvo el Diego en la televisión argentina, La noche del 10. El boxeador se sincera y revela una impresión que le emparenta con el futbolista: “Me he dado una vuelta por Villa Fiorito, el barrio en el que creciste, Diego. Y, la verdad, se parece mucho al mío. Creo que los dos venimos de mundos similares. Todos creen que soy demasiado excéntrico, supongo que también dirán lo mismo de ti, pero te aseguro que ambos somos buena gente”. Tyson se crió en Brooklyn. Entorno duro, lleno de macarras que, cuando era un niño introvertido, con gafas y voz de pito, se las hicieron pasar canutas. Hasta que empezó a soltar los puños, y se ganó el respeto. A hostias. Él hubiera preferido dedicarse a la crianza de palomas, su verdadera pasión, pero la vida le exigió enseñar los nudillos. Su pegada demoledora le hizo campeón del mundo de los pesos pesados. Pero su mala cabeza le abocó a un abismo de farras descontroladas al estilo de la de Resacón en Las Vegas, el taquillazo fílmico en el que hace un cameo. En 2016, cuando el cannabis se legalizó California, dedicó un rancho suyo a cultivar esta planta. Parece que se ha forrado. “He probado cocaína, ácido y cosas peores y siempre alguien acababa mal herido. En cambio, nunca me ha dado por destrozar una habitación mientras fumaba hierba”. Siga fumando, Mr. Tyson.

George Best, el hombre que malogró dos hígados

Particular debilidad se aprecia en Entrialgo por George Best, el delantero que hizo campeón de Europa al Manchester United en 1968. Poseía un don innato para driblar a los contrarios y hacerles caños a discreción. Un verdadero artista que acabó siendo carnaza de los tabloides y protagonista del reality show en que transformó su existencia, cuando la ilusión por el fútbol se le nubló trasegando bebidas espiritosas en cantidades industriales. Quizá la afición a la bebida la llevaba inscrita en el código genético pues su madre murió también destrozada por el alcohol. A él le trasplantaron el hígado, horadado como un queso Gruyere a cuenta de los lingotazos. Pero, inasequible al desaliento, siguió torpedeando el nuevo, lo que hizo que algunas voces se alzaran quejándose por el derroche inútil que había supuesto aquella operación. Para entonces ya eran un espantajo. Ni sombra de lo que había sido: un guaperas de manual en los tiempos del swinging London que hacía suspirar a las adolescentes tantocomo los fab four. De hecho, le motejaron como el Quinto Beatle. Acabó viviendo como un zíngaro, trotando por infinidad de clubes. Tras pasar por el cementerio de elefantes de la liga de Estados Unidos de los 70, fue devaluando su caché a marchas forzadas en equipos de categorías cada vez más subterráneas. Terrible es la escena con la que arranca el documental del canal ESPN: su mujer, que conduce para llevar a una revisión médica a su hijo, está a punto de atropellar a un tipo que parece un mendigo y que va borracho como una cuba. Cuando se aproxima, en medio de la lluvia, comprueba que el tipo en cuestión es el desastre de su marido. No había manera de que enderezara el rumbo. Imposible. Esta frase suya podría haber sido un buen epitafio para su tumba en el cementerio de Roselawn: “Gasté un montón de dinero en coches, alcohol y mujeres. El resto simplemente lo malgasté”.

Dennis Rodman, el colega de Kim Jong-Un

No sé si hay un tío más raro en el deporte de las últimas décadas porque es casi imposible batirle en un pulso de excentricidad. Escoge con muy buen criterio Entrialgo su relación casi fraternal con Kim Jong-Un para arrancar su texto dedicado al Gusano. Basta verles juntos (un afroamericano gigante lleno de tatuajes, piercings y los pelos de colores frente a un coreano de metro y medio embutido en trajes Mao rigurosamente negros). Lo de su chocante complicidad es una curiosa historia. Al parecer, el Amado Líder Supremo se enganchó a las retransmisiones de la NBA cuando, de joven, estudiaba en Suiza. Era el periodo en que los Bulls arrasaban. Pasados los años, invitó a su país a la figura predilecta de aquel inolvidable equipo: Rodman. Para que jugara algún partido de exhibición y 'entretuviera' a los críos. El pegajoso defensor pensó que la invitación se la cursaban de la Corea buena, la del Sur, no de la demonizada en occidente en general y en su país en particular, por recalcitrantes comunismo. Que estuviera tieso hizo que no se preocupara demasiado de dónde venía the fucking money: total, que el ofrecimiento llevará el marchamo de un dictador comunista era un detalle menor. La carambola de confusiones y dejadeces terminó por situar a Rodman como bisagra en el proceso de deshielo atómico entre Kim Jong-Un y Trump. Alta diplomacia. Para que luego digan que las fiestas borrascosas no conducen a nada bueno. En este caso, a la paz mundial. Rodman se hizo amigo de Kim Jong-Un compartiendo alguna que otra cogorza. Ese era el código que dominaba. Lo vimos en el tercer capítulo de The Last Dance. Nadie le podía contener si quería salir de fiesta. Phil Jackson, que trataba a sus jugadores como adultos, le daba cuartelillo. Y le funcionó.

Mágico, el Camarón del Carranza

Mágico González

Mágico González

Con otra imagen para la leyenda (del tiempo) se inicia el capítulo de Mágico González, un futbolista que activaba corrientes de simpatía por doquier. El 10 del emblemático Cádiz C. F. de los 80 se nos aparece, envuelto en brumas de cáñamo, en un piso de la barriada gaditana de La Paz, junto a Camarón de la Isla. Su equipo está a punto de saltar al césped para jugar contra el Hércules pero él se había 'abandonado' la noche anterior con un grupo de gitanos. Es domingo, poco antes de la 17 de la tarde. Camarón acaba de poner un vinilo sobre el tocadiscos: “El sueño va sobre el tiempo / flotando como un velero / flotando como un velero…”. Los dos genios de guedejas morenas y ensortijadas están a gustito. Que se hunda el mundo ahí fuera si quiere. Mágico era un portento. Maradona dijo de él: “Este pibe me supera porque puede hacer con las dos piernas lo mismo que yo con la zurda”. Le había impresionado en la gira estadounidense que hizo con el Barça en el 84. Menotti lo había convocado para testarle. Pero Mágico no tenía ambición ni ansiedad por engordar la cuenta corriente. “No me gusta tomarme el fútbol como un trabajo. Si lo hiciera, no sería yo. Juego por diversión”, comentó en alguna ocasión. Por eso disfrutaba tanto jugando pachanguitas con los muchachos y hoy, “feliz”, deja correr la vida en su San Salvador natal degustando polos de limón tumbado en una hamaca mientras ve la tele. ¡Ole!

John Daly, el más golfo de todos los golfistas

“Cuando tenía 23 años -confiesa-, solía beberme a diario una botella de Jack Daniels entera, de esas de 750 mililitros. Sí, creo que tengo un problema serio con el alcohol”. Vaya si lo tenía. Y eso condicionó su carrera. Era dueño de unas facultades increíbles para el golf, sobre todo su drive, el golpe de salida, tan brutal que le permitía adelantarse decenas de metros a sus contrincantes. En 1991 ganó uno de los cuatro grandes del golf siendo un perfecto desconocido. Por una vacante de última hora le llamaron para jugar la PGA. Debía personarse el día siguiente, antes de las 8 de la mañana, en el Crooked Stick de Carmel, en Indiana. Daly está en Memphis: a 800 kilómetros. Mete los palos en su coche y conduce toda la noche. Lo que hizo después ya lo resumió Julio César en el senado romano: “Veni, vidi, vici”. El mundillo del golf, atónito. Pero después de asaltar el cielo, vuelta a la insignificancia, en gran parte debido a sus adicciones etílicas. Hasta que en 1995, durante el British Open, consigue mantenerse sobrio todos los días de competición vuelve a conquistar otra de las codiciadas piezas del grand slam. El chicarrón de Arkansas, apodado Long John y The Wild Thing, mirado por los puristas del golf con cierto desdén por su conducta poco refinada y sus abigarrados atuendos, otra vez está en la cumbre de la popularidad. Después, ya sí que no volverá a hacer nada meritorio en el circuito. Entra de nuevo en un círculo vicioso del que no logrará escapar: beber-jugar mal-cabrearse-beber. En ese orden.

Ty Cobb, el Macbeth del béisbol estadounidense

Al escarbar un poco en buena parte de las biografías anteriores, se acaba dando con familias despezadas: muchos padres alcohólicos, abandonos, palizas, falta de afecto… No extraña pues su deriva hacia la autodestrucción: dentro de casa, de niños, tuvieron los peores modelos posibles. Ty Cobb, un tipo nacido para batear, no está dentro de ese saco. Varón primogénito de una familia de Georgia con economía desahogada y buena formación. Aunque, bueno, esa sólidas bases se truncan por hecho trágico de resonancias shakespereanas: su padre sospechas que su madre le es infiel, finge salir de viaje pero se queda en casa vigilar, la madre oye unos pasos y cree que es un ladrón, toma la escopeta y dispara a la sombra. Al acercarse, descubre que ha matado a su marido. Cobb acababa de firmar por los Tiger Detroits. No está claro si aquello desencadenó su agresividad en el campo: se hizo famoso por afilar los clavos de sus botas para clavarlos en los rivales, con especial inquina si eran negros (aunque lo de su racismo es matizable). Su rivalidad con Babe Ruth marcó una época, aunque este último, puro carisma, le acabó ganando el pulso de la mitomanía. Eso sí, Ty Cobb abrió la larga lista de estrellas deportivas en publicitar la bebida popular por antonomasia: la CocaCola. Aunque a la que se dio en los últimos años de su vida fue al bourbon. Encolerizado y beodo en su mansión, le gritaba le gritaba a los fantasmas de su psique. Entrialgo lo compara -de nuevo- con un personaje shakespeareno: el Rey Lear. También podría equiparse a Macbeth. Aunque esa del monarca tarumba la acuñó una biografía (The Tiger wore spikes) hoy puesta en entredicho.

Apéndice ibérico: Guillermo Gorostiza, Dum Dum Pacheco y el Chava Jiménez

Chava Jiménez

Chava Jiménez

Para las últimas páginas deja Entrialgo el apéndice dedicado a los crápulas españoles, acaso lo más interesante del libro, por ser 'nuestros' y porque tampoco hay tanto escrito sobre ellos de manera rigurosa y concienzuda. Empieza con Guillermo Gorostiza, la Bala roja, jugador del Athletic (y del Valencia) que revolucionó el fútbol tirando diagonales (a lo CR7) desde la banda al área: era diestro pero jugaba por la izquierda. Cuando se acercaba a la frontal le zumbaba al balón con una violencia descomunal. Desaparecía de las concentraciones y acababa absorbido por el agujero negro de las tascas. A veces le daba tiempo para emerger de nuevo antes del partido y para, a pesar de la ‘cornada’ del alcohol, rendir primorosamente en la hierba.

También repara en Dum Dum Pacheco. Quinqui de Lavapiés, con el careto duro de Burt Reynolds o Charles Bronson, inquilino habitual de cárceles que se hizo un nombre en las convulsas calles del Madrid de los 70 a puñetazos, los que repartía con su banda Los Ojos Negros, radicada en Legazpi. Llegaron a prestar ‘servicios de protección’ a Camilo Sesto en las discotecas donde cantaba. De las calles salió, otra vez, pegando duro, hasta erigirse en campeón de España y uno de los mejores púgiles europeos del peso wélter. El libro Mear sangre cuenta su epopeya, una autobiografía “de estilo magnetofónico que hibrida la tradición picaresca de El buscón con el tremendismo de La familia Pascual Duarte de Cela”. Así lo define Entrialgo, suscitando enormes ganas de hincarle el diente.

La del Chava Jiménez es la tragedia que más duele. La velocidad de su autodestrucción fue terrible. En el verano de 1999 se impone, en mitad de la niebla e in extremis, a Pavel Tonkov en la cima del Anglirú. Impresionante su final, cuando todos le daban por segundón. Sólo cincuenta y un meses más tarde, en diciembre de 2003, fallece de un infarto fulminante en la Clínica San Miguel de Madrid, una residencia psiquiátrica regentada por monjas del Sagrado Corazón. El corredor llamado a sustituir a Indurain, un escalador de clase suprema con hechuras de rodador, inundaba de dolor el mundo de la bicicleta. Me fascina su encuentro en un hotel de Maspalomas con Pantani, que moriría poco después, tras recorrer un itinerario paralelo desde el pico de la idolatría a la sima del desmoronamiento anímico. Los dos recalaron allí para alejarse del ruido e impulsar, desde la paz y el descanso, sus respectivas carreras. ¿De qué hablarían? Ahí hay un libro. ¿Una novela? ¿Un reportaje largo? Un libro, en fin.

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Eduardo Mendoza: "Ya nadie cree que las ideologías vayan a solucionar ningún problema"

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