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Tengo una cita por Manuel Hidalgo

El horror contado por Simon Leys

El mal, desatado y devastador, es el gran protagonista de 'Los náufragos del Batavia'

31 enero, 2020 08:36

La editorial Acantilado, fundada por Jaume Vallcorba (1949-2014), acaba de celebrar su vigésimo aniversario. Su apuesta por la calidad, mantenida en diversas líneas de trabajo, cuenta con el reconocimiento unánime. Uno de sus vectores viene siendo la introducción, recuperación o/y consolidación en España tanto de clásicos como de escritores y libros valiosos que habían quedado orillados o que requerían de un apoyo sostenido para ocupar entre los lectores españoles una posición acomodada.

Es el caso del belga Simon Leys (1935-2014), experto sinólogo, novelista y finísimo ensayista, afianzado en nuestro país gracias, principalmente, a la publicación, por la editorial que ahora dirige Sandra Ollo, de La felicidad de los pececillos (2011) y Breviario de saberes inútiles (2016). Las fechas corresponden a las ediciones de Acantilado.

En 2011 también, y con traducción de José Ramón Monreal, Acantilado publicó Los náufragos del 'Batavia', que lleva por subtítulo Anatomía de una masacre y que ha conocido hace poco su cuarta edición. Por este motivo, y haciendo una excepción, lo traigo aquí hoy —no lo había leído antes—, en el marco temporal —más o menos— de las conmemoraciones de la editorial, pues esa cuarta edición, pongamos que silenciosa, es síntoma del cumplimiento de uno de los objetivos de Acantilado a los que me referí antes: consolidar entre los lectores españoles la posición de un escritor que antes no disfrutaba de la acogida merecida.

Simon Leys dedicó dieciocho años, según afirma en su “advertencia preliminar”, a investigar el naufragio del Batavia, en la noche del 3 de junio de 1629, ante las entonces desconocidas costas australianas, y los atroces sucesos que tuvieron lugar en los meses siguientes.

Simon Leys

El Batavia —nombre que los romanos dieron a los Países Bajos— era un barco de la todopoderosa Compañía Holandesa de las Indias Orientales, que cargado de riquezas y con centenares de personas a bordo, pretendía llegar, tras ocho meses de accidentada y compleja travesía —en la que ya se produjeron los primeros desatinos y tragedias—, a la isla de Java, a la ciudad que hoy es Yakarta (capital de Indonesia) y que, entonces, se llamaba precisamente Batavia. Las incidencias de la navegación —los vientos, mayormente— hicieron que el barco se desviara de su ruta y llegara a estrellarse, inmovilizarse y naufragar en unas islas coralinas, cuarenta millas al suroeste de Australia.

Leys cuenta en su a modo de prólogo que, durante la larga preparación de su libro, siempre temió que otro escritor se le adelantara. Y sucedió. El inglés Mike Dash publicó en 2002 La tragedia del Batavia, editado en España al año siguiente por Lumen. La aparición de este libro precipitó que Leys entregara a la imprenta el suyo, una condensación esencial del texto que preparaba. Tal vez, quién sabe, esa condensación contribuye a que Los náufragos del 'Batavia' sea la obra maestra que es. Lo insólito es que Leys diga que su único deseo al publicar sus 73 páginas “es que ellas puedan inspiraros el deseo de leer” el libro de Dash, confesión excepcional que da idea del talante personal e intelectual del belga.

Una inquietante y siempre actual frase del filósofo y político conservador inglés Edmund Burke encabeza el texto de Leys: “Para que triunfe el mal sólo hace falta que la buena gente no reaccione”. El mal, desatado y devastador, es el gran protagonista de Los náufragos del 'Batavia'. La rivalidad entre el patrón y el capitán del barco ya en la travesía, las conspiraciones y reyertas, las enfermedades, los abusos a las mujeres y otros excesos, delitos y calamidades quedaron en poca cosa comparados con el espanto y el terror que se desencadenaron entre los alrededor de 300 supervivientes tras el naufragio.

Entre penalidades, orgías, violencias y lucha por la supervivencia bajo condiciones desesperadas e inhumanas, emergió la figura atroz de Jeronimus Cornelisz, un antiguo boticario huido de la Justicia, quien, en ausencia de los responsables del barco -que intentaban llegar a Java en busca de ayuda-, se hizo, junto a un grupo de secuaces, con el poder sobre el grupo e instauró una enloquecida tiranía en la isla, asesinando sin pausa a más de cien supervivientes.

Réplica del Batavia

Los náufragos del 'Batavia' no es un estudio sobre los dictadores que, a sangre y fuego, logran hacerse con el control de toda una comunidad. Pero las figuras psicopáticas de los tiranos y de los líderes sectarios resuenan entre las páginas de este libro absorbente, implacable, de ritmo sin resuello, que es, a la vez, un relato histórico narrado bajo los requisitos de la mejor literatura y con el nervio y la precisión del más negro de los “thrillers”, y un ejemplo magistral de gran reportaje, en el que la abrumadora precisión de los datos y los detalles recabados deja espacio a la emanación de unas reflexiones sobre lo más oscuro de la condición humana y del comportamiento individual y colectivo.

Un apunte cultural que invita a una indagación a cuenta del lector, especialmente del lector español. El tal Cornelisz era seguidor de una secta herética, libertina y satanista liderada por el pintor Johannes van der Beck (1589-1644), más conocido por su nombre artístico de Torrentius —autor de una sola obra conservada, el excelente lienzo Naturaleza muerta con brida—, quien, a su vez, conectaría con los adamitas, de origen anabaptista, a los que pudo estar vinculado, un siglo antes, El Bosco. Esta vinculación —dato ya conocido, que recuerda Leys— explicaría los desnudos y las cópulas que figuran en el tríptico de El jardín de las delicias, que puede verse en el Museo del Prado.

Y veamos cómo era la vida en un barco como el Batavia antes del naufragio. El párrafo es largo, pero vale la pena: “Y era, efectivamente, una vida de una inimaginable brutalidad; el catálogo de sus horrores es interminable: la desagradable fetidez (a bordo del Batavia no había, para más de trescientas personas, más que cuatro letrinas, dos de ellas a cielo abierto y directamente barridas por el rocío del mar; sólo la élite de la gran cabina tenía derecho además a un servicio de orinales), la promiscuidad, la falta de aire y de espacio, la perpetua humedad, el calor, el frío, las ratas, los parásitos, la mugre (para economizar el agua dulce, los marineros se veían obligados a veces a lavar su ropa blanca con su propia orina), los víveres estropeados, enmohecidos o rebosantes de gusanos, el agua estancada, la grosería de los compañeros de a bordo, la ferocidad sádica de la disciplina, la amenaza perpetua y aterradora del escorbuto, que hinchaba y pudría las carnes de sus víctimas, transformando éstas en cadáveres ambulantes antes incluso de rematarlas (a bordo de los navíos que hacían la ruta de Insulindia el escorbuto se llevaba una media de veinte a treinta hombres por viaje).”

En el Batavia, dice Leys, habían muerto ya diez personas por el escorbuto antes del naufragio. En este apretado estilo está escrito este memorable y sobrecogedor libro. Pocas veces hemos tenido la oportunidad de hacernos cargo del infierno que era la vida en un barco de aquella época —y de antes, y de después— en tan pocas líneas. Y en este ambiente infernal, que casi es la metáfora existencialista sobre una vida condenada y maldita, se preparó el terreno para los desorbitantes excesos que sucedieron después y que constituyen el grueso de la materia de este libro tremendo y único. Al lado de Cornelisz, el coronel Kurtz o Lope de Aguirre parecen aprendices.

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