[caption id="attachment_1506" width="560"] Blanca Portillo y José Luis García Pérez en El cartógrafo[/caption]

Primo Lévi dejó escrito que tras la liberación de Auschwitz, de la que hoy precisamente se cumplen 72 años, hubo dos tipos de supervivientes: los que decidieron no hablar del tema, incapaces de extirpar el dolor, y los que no quisieron olvidar y, sobre todo, “no quieren que el mundo olvide (…) que los Lager no fueron un accidente, un imprevisto en la Historia”. Como es sabido, el autor italiano optó por la segunda opción (Si esto es un hombre). La misma que defiende Juan Mayorga en El cartógrafo, obra que estrenó ayer en las Naves de Matadero de Madrid, con una pareja de grandes actores: Blanca Portillo y José Luis García Pérez.

El cartógrafo devuelve a Mayorga al tema del nazismo, o mejor dicho, de los totalitarismos, un tema que ha tocado en otras obras como Himelweg y Cartas de amor a Stalin. Le dedica la pieza a su amigo Manuel Reyes Mate, de origen judío e investigador experto en la filosofía después del Holocausto. La obra supone también la consolidación del autor como director de escena, pues tras Reikiavik y La lengua en pedazos parece haber encontrado un estilo propio de vehicular sus textos en la escena basado en la síntesis y la desnudez más absoluta, por lo que la defensa del texto recae únicamente en el actor (se ve que su escuela es la de Sanchis Sinisterra).

Escrita en 2009, la obra tiene una raíz biográfica, surgió tras un viaje de Mayorga a Varsovia en el que visitó un museo, antigua sinagoga que se mantuvo en pie después de la ocupación ya que los alemanes le encontraron una nueva utilidad: establo para los caballos. La exposición que allí vio sobre la vida en el gueto judío le llevó, al salir de allí, a intentar reconstruir las calles de aquella ratonera donde fueron confinados los judíos. Pero apenas quedan vestigios de aquello, casi todo fue destruido. Fue así como acabó escribiendo esta obra en la que él habla por boca de su protagonista, Blanca (se llama igual que la actriz), para intentar ofrecer un “mapa de la ausencia”, es decir, un mapa que recuerde a los exterminados.   

Este “mapa de la ausencia” es un concepto forjado en el impactante documental Shoah, de Claude Lanzmann. Para su película, Lanzmann, opta por probar el Holocausto justamente por las “ausencia” de las vidas y cuerpos que fueron exterminados. Y decide basar su cinta en los testimonios orales de los supervivientes, produciendo un efecto brutal y estremecedor en el espectador al conocer lo ocurrido. Por el contrario, desecha interpretaciones de actores u otro material documental que pudiera dar paso a una ficción del tema.

Mayorga no puede hacer eso obviamente. Para tejer su “mapa de la ausencia” deber recurrir necesariamente a una ficción dramáticas en la que se cruzan dos historias: una pareja del cuerpo diplomático español que vive en la Varsovia actual (Blanca y Raúl), y un viejo judío cartógrafo y su nieta del gueto, empeñados en dejar un testimonio de lo que ocurrió mediante el dibujo de un mapa del lugar que habitan y las condiciones del confinamiento. La inquietud de Blanca (alter ego de Mayorga) por reconstruir el exterminio de los judíos en Varsovia es el motor que permite al autor saltar del presente al pasado y dar cuenta de lo ocurrido.

El texto, por tanto, es una multiplicación de escenas que van y vienen en el tiempo, con transiciones rápidas, y en la que los actores que trabajan sin apenas atrezzo (por lo que deben realizar con gestos los utensilios que usan) interpretan a tres y cuatro personajes cada uno. Un trabajo extraordinario y creo que de no ser por la talla de Blanca Portillo y José Luis García-Pérez difícilmente brillaría esta obra como lo hizo ayer. Otro de los apoyos del espectáculo es la iluminación de Juan Gómez Cornejo, que ante una puesta en escena monocroma en rojo, tan minimalista, “pinta” con su luz atmósferas y escenas maravillosamente.

Juan Mayorga hace una dirección despojada, y tiene momentos muy acertados. Uno de ellos es cuando los actores detienen la acción para indicar que lo inconcebible de lo que a continuación ocurrió, la solución final, “es una página que no podemos representar” (muy en línea con la idea de Lanzmann).

Por otro lado, el autor no se contenta con hablar del Holocausto, nos lleva luego a la Polonia comunista y a Sarajevo, para expresar su clara intención aleccionadora de mantener la memoria de las víctimas. Sus manifiestas buenas intenciones, a las que se añade un texto bien escrito pero excesivamente discursivo, lastran el espectáculo que supera las dos horas de duración.