Juan Mayorga. Foto: Marcos G punto

Volver al exterminio de los judíos europeos le cuesta a Mayorga serios dilemas. Se pregunta cada día si tiene derecho a evocar el dolor de las víctimas. Pero siente que debe intentarlo. De ese impulso moral nace El cartógrafo. Varsovia 1:400.000, obra que estrena como autor y director en el Teatro Calderón de Valladolid el próximo viernes 11 y que llegará a las Naves del Español en enero. La protagonizan Blanca Portillo y José Luis García-Pérez.

Sabe Juan Mayorga que un autor que se enfrente al holocausto sólo puede obtener un resultado: el fracaso. Representar aquella tragedia infinita, dice, es imposible. Tal certeza le excusa de aspirar al realismo documental cuando lo intenta. La estrategia que emplea para insinuar tanto sufrimiento es otra: la de los mapas. De ahí el título de su última obra, El cartógrafo, que estrena, en su doble condición de dramaturgo y director, el viernes 11 en el Teatro Calderón de Valladolid y que llevará a las Naves del Español en enero. Mayorga traza un plano del gueto de Varsovia a escala 1:400.000. La última cifra alude al número de judíos que fueron confinados en unas pocas calles de la capital polaca durante la ocupación nazi. Y la primera a cada uno de los espectadores que se acerquen a verla, a quienes les corresponde completar el plano que él sólo se ha atrevido a esbozar. "Eso espero de ellos", apunta en su casa en Madrid, donde durante más de dos horas va desvelando la génesis autobiográfica de esta obra y analizando el sustrato filosófico sobre el que se sostiene toda dramaturgia.



Pregunta.- Con El cartógrafo regresa al holocausto tras Himmelweg. Reconoce que le plantea muchos prevenciones morales abordarlo. ¿Por qué vuelve a él entonces?

Respuesta.- El exterminio de los judíos es el acontecimiento histórico irrepresentable por excelencia. Cada día me pregunto si tenía derecho a haber escrito esas obras y cada día también me digo que tenía que intentarlo. Y llamo la atención sobre el hecho de que en ninguna se ofrece una representación directa de la violencia. Utilizo estrategias metateatrales para evocarlo.



P.- ¿Entonces supera sus dudas gracias a estos ‘desvíos'?

R.- Detesto el arte que se arroga el derecho a dar voz a las víctimas. Eso es una suplantación inaceptable. Yo a lo máximo que me atrevo es a que se escuche su silencio. A pesar de ese peligro, el teatro no puede renunciar al holocausto porque no se puede ceder el escenario ni a los negacionistas ni a los trivializadores. Si vuelvo no es para extender la desesperación. Al contrario, lo hago porque recordar ese pasado fallido es nuestra mejor arma para combatir nuevas formas de dominación. No hago teatro para deprimir sino para ayudar a la gente a resistir y a pelear.



P.- El teatro se aplicó también durante años la sentencia de Adorno de que después de Auschwitz era imposible la poesía. Ahora, en cambio, hay una inflación de montajes sobre el exterminio. ¿A qué lo achaca?

R.- Hay una tendencia a aprovecharse del glamour siniestro del lager. Parece que si colocamos unos personajes y una trama en ese ámbito cobra automáticamente un paradójico prestigio intelectual. En el cine, por ejemplo, se ha convertido en un género en sí mismo. Pero debemos cuestionarnos el valor de cada aportación, analizar hasta qué punto lo banalizan o lo sentimentalizan.



A lo máximo que aspiro es a que se escuche el silencio de las víctimas"

P.- ¿Citaría algún ejemplo de esa deriva fraudulenta?

R.- Siento mucha simpatía por Spielberg pero creo que La lista de Schindler tiene un grave problema: su factura hace pensar al espectador que estuvo allí. Y el arte y el teatro debe dejar claro lo contrario: que tú no estuviste allí y que no te puedes deslizar hasta la posición de la víctima. Esas formas de representación son un sucedáneo moral y políticamente peligroso. Nuestra experiencia de aquello siempre será incompleta.



Compartir el asombro

P.- ¿Y qué es lo que quiere aportar usted con El cartógrafo?

R.- Si tengo que hablar de El cartógrafo, empezaría por el personaje de Blanca, una mujer que no es polaca, que no es judía y que paseando por Varsovia se da cuenta de que la casa donde vive está dentro del gueto. Le surge entonces una cuestión moral: qué responsabilidad tiene respecto a aquellas vidas interrumpidas. Y eso le lleva a interrogarse también sobre sus propias pérdidas. El reconocimiento de que vive en un lugar atravesado por el dolor le hace más consciente de su propio duelo. La obra no pretende dar respuestas o dar mensajes, sólo compartir mi asombro.



Blanca es en origen el propio Mayorga. La carambola que desencadena la trama le sucedió también a él, cuando fue a presentar a Varsovia la traducción de uno de sus textos. Salió del hotel provisto de un mapa para dar un paseo por el centro. Ya de vuelta para almorzar, topó con una sinagoga. Entró. En la segunda planta unas mujeres estaban montando una exposición con fotos del gueto. En los cartelitos explicativos se identificaban los lugares exactos donde se habían tomado. Se los marcó en su plano y empezó a caminar para verlos in situ. Perdió la noción del tiempo y le cayó la noche encima. Refractario a la escritura autobiográfica, tan de moda, desplazó la experiencia al territorio de la ficción. Se sacó de la manga a Blanca, la mujer de un diplomático español destinado en la ciudad. Y alumbró la leyenda del cartógrafo: un anciano que mandó a su nieta a patear el gueto cada mañana. Con la información que le traía, confeccionó el mapa de aquel reducto de la abyección, para que nunca se olvidara.



Blanca Portillo y José Luis García-Pérez en un ensayo. Foto: Ceferino López

Confiesa Mayorga que, cuando bautizó a la protagonista como Blanca, ya pensaba en la Portillo, que junto a José Luis García-Pérez despliega una multiplicidad de personajes. Se apoyan en mínimos elementos escenográficos, apenas unas sillas y un par de mesas. Mayorga apuesta por el minimalismo y la sutileza de la insinuación, al igual que hacía en Reikiavik. No era su intención en un principio. Para El cartógrafo preveía la correspondencia clásica de un actor/un personaje, pero luego se dio cuenta de que una verdadera puesta en escena cartográfica (en la que unos signos evidencian un todo) debía sostenerse en un elenco dual. "Era lo más coherente para subrayar el sentido de pacto con los espectadores", explica Mayorga.



De ellos espera que completen su mapa. Y seguro que cada uno trazará el suyo. Las cañas después de una obra de Mayorga dan mucho juego para el debate. Afloran siempre diversas interpretaciones. Esa conversación donde se entrecruzan tantas opiniones es gratificante para un autor: comprueba que ha azuzado la reflexión. Pero también significa que muchos no han ‘captado' su intención original. A Mayorga no le frustra por una sencilla razón: "No quiero sonar arrogante pero yo no aspiro a ser entendido ni inmediata ni completamente. La razón es que yo mismo no me entiendo ni inmediata ni completamente. Que escriba mis obras no significa que las entienda. Eso no supone que sea un irresponsable. Hay frases que pueden crear una turbulencia, una combustión poética, una interrogación. Es como cuando en Reikiavik Bailén le dice a Waterloo que el próximo invierno le hará ‘una mujer de nieve'. Yo no entiendo por qué lo dice pero no es un capricho. Eleva a los espectadores hasta lugares distintos".



Es estremecedor que las banderas que los ilustrados creían que acabarían en el museo sigan amenazándonos"


P.- ¿Y no teme que le pase lo que a Jünger con los nazis, que aprovecharon su hermetismo para intentar apropiarse de su obra? ¿No le asusta ser utilizado?

R.- No. Yo escribo textos abiertos pero en ellos hay posiciones morales que son innegociables. Y eso sí que lo dejo claro desde el principio. Por Jünger, además, siento repugnancia moral. Rechazó a los nazis con una altanería aristocrática, como diciendo: "Yo no me voy a mezclar con esa chusma". Pero no pudo ignorar que el exterminio estaba en marcha. Nos sentimos cómodos cuando asociamos barbarie a sinrazón pero Jünger es un ejemplo de que la cultura no es incompatible con ella. Y más todavía lo es Carl Schmitt, uno de los juristas más importantes del siglo XX, profundo conocedor de la historia europea, pero con carnet nazi y muy activo en el proceso de desjudeización del derecho alemán.



P.- El cartógrafo se lo dedica a Reyes Mate. ¿Por qué?

R.- Él cree que Auschwitz es un foco de luz que resignifica todo. Después de aquello no podemos leer a Platón, Aristóteles, Kant, Shakespeare... sin preguntarnos cómo el proyecto ilustrado no pudo impedirlo. Pero esa luz también nos alcanza a nosotros ahora y nos interpela sobre la responsabilidad que tenemos con las víctimas. Auschwitz debe alumbrarnos para reconocer nuevas formas de sometimiento. Mate nos advierte que lo más importante de un lugar es su tiempo. Es un cartógrafo que mira el presente con los ojos de la memoria. Y su convicción es que todos los seres humanos son nuestros contemporáneos.



Hay una tendencia a aprovecharse del siniestro glamour del lager. Parece que si colocas una trama en él cobra mayor prestigio"

P.- Aunque creo que el pensador que más le ha marcado ha sido Benjamin. ¿Cuál es su enseñanza más valiosa?

R.- Su actitud radicalmente crítica, que se vuelve siempre contra su propio discurso. En su obra, tan vacilante, tan tensa, nunca hay un sí sin un pero. También es esencial su afirmación de que la verdadera imagen de la historia sólo la tienen los muertos. Es un enunciado autocorrectivo: nos pide que nunca nos pongamos en la actitud facunda, satisfecha y autoindulgente del historiador que dice que el pasado no se le escapa.

P.- ¿Y el Teatro de la Palabra de Pasolini también es un referente?

R.- Pasolini es otro maestro. En él hay una tensión semejante a la de Benjamin. Ambos son incómodos para los discursos nítidos. No porque sean ambiguos sino porque la realidad es compleja. Los dos fueron marxistas pero no despreciaron la religión como mero opio del pueblo. Les interesaba porque algunas de sus manifestaciones tienen una vocación emancipatoria. Para mí Pasolini es un paradójico triunfador: su teatro no sólo va a sobrevivir sino que, por ser intempestivo, va a reactualizarse continuamente. Y el sintagma ‘teatro de la palabra' es clave porque el acoso al hombre muchas veces empieza por el acoso a sus palabras.



A lo máximo que aspiro es a que se escuche el silencio de las víctimas"


P.- ¿Qué le empuja ahora a dirigir sus obras?

R.- Siempre he estado muy cerca del escenario, siendo uno más del equipo de los directores de turno de mis obras. He aprendido mucho, de sus aciertos y de sus errores. Poco a poco me iba creciendo ese deseo de escribir de otro modo, porque una puesta en escena es un texto en el espacio y el tiempo. Cuando escribes eres representante del lector y, cuando diriges, del espectador.



P.- ¿Dirigir sus textos es como jugar una partida de ajedrez consigo mismo?

R.- Una obra no se hace sobre un texto sino en conflicto con él. Entre ambos el choque es inevitable. El Juan Mayorga autor puede defender una frase que el Juan Mayorga director quiere tachar o cambiarla. Se produce una agitación permanente, que luego le lleva a uno a preguntarse qué texto entregar finalmente a la editorial. No sabes hasta qué punto los hallazgos surgidos durante la puesta en escena deben quedar custodiados en la versión final o, por el contrario, pueden cerrar nuevas interpretaciones a otros directores.



P.- Muchos de ellos extranjeros, seguro, visto el éxito de su teatro fuera. ¿Por qué cree que ha roto el cerco local?

R.- Es algo que vivo con la misma sorpresa que cuando alguien en España pone un texto mío en escena. Cuando miro mis primeros títulos, tengo la impresión de que he sido fiel a ciertas preguntas. Y si bien había gente que me decía que insistiendo en ellas no llegaría lejos, otros han querido compartir mi soledad.



El teatro no puede cambiar el mundo pero los que lo hacemos debemos trabajarlo como si lo creyéramos"

P.- ¿Cuáles son?

R.- Básicamente una, la misma que ya se hacían los griegos: la de la fragilidad del ser humano y, al mismo tiempo, su derecho a la libertad, la dignidad y la belleza, al que que se oponen la violencia y la injusticia.



P.- Denuncia que la globalización puede propiciar un ‘teatro Ikea'. ¿Cómo lo podemos identificar?

R.- Yo escribo un teatro que espera mucho del espectador, porque es el tipo de teatro que me enganchó a mí cuando era un adolescente: Doña Rosita la soltera, Seis personajes en busca de autor, La vida es sueño... Y aquí me vale una analogía con la educación: los mejores profesores que he tenido han sido los que esperaban algo de mí, los que me desafiaron. Hoy existe la tentación de hacer un teatro pasteurizado que busca conquistar una mayor cuota de mercado por la vía más rápida, un teatro inmediatamente asimilable.



P.- ¿Diría que está muy extendido?

R.- Los festivales me han permitido conocer a grandes maestros: Brook, Lepage, Kantor... Pero también recalan en ellos productos diseñados directamente para ese circuito y, por tanto, para unas élites, la de los propios profesionales del sector.



Los nuevos nazis de Varsovia

P.- ¿Qué puede hacer el teatro frente a, por ejemplo, la legión de neonazis que llegó el otro día a Madrid procedente de -atroz ironía- Varsovia?

R.- El teatro no puede cambiar el mundo pero los que lo hacemos debemos trabajarlo como si lo creyéramos. Sabemos que somos pequeños pero también que con cada función se puede crear memoria y conciencia. Por eso no debemos dejar de hacerlo. Como ciudadano, me siento muy preocupado. Nación, bandera y frontera significan fracaso para mí. Es estremecedor que las banderas que los ilustrados creyeron que acabarían en el museo de la historia estén de nuevo amenazándonos. Y que haya gente que ya esté preparando nuevos mapas para llamar a la guerra.



@albertoojeda77