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Rima interna por Martín López-Vega

El derecho de veto de Louise Glück

La poeta sabe que la escritura no es en sí una verdad, sino el eslabón que nos lleva a ella. La escritura es su camino, su búsqueda. Y ese camino es todo menos claro. Su poesía es el estudio de los meandros de ese camino

21 noviembre, 2011 01:00

Del mismo modo que hay una filosofía que responde preguntas y otra que se inventa preguntas nuevas y a menudo innecesarias, hay una poesía que trata de responder a las grandes cuestiones del alma y otra que se conforma con lo que en mi colegio llamábamos hacerse la picha un lío, con perdón. Si Plotino volviera de este lado del tiempo seguramente se le despreciaría como autor de autoayuda. La poeta norteamericana Louise Glück nos reconforta recordándonos que lo que de verdad merece la pena en nosotros, aquello en lo que profundizar nos lleva a ser mejores y querer mejor, es entender cuanto de más humano nos habita. Y eso no es otra cosa que la duda.

Pre-Textos, que había publicado ya otros tres libros suyos, edita ahora Averno (edición original de 2006: ayer) en traducción de Abraham Gragera y Ruth Miguel Franco. Gragera había traducido ya Ararat (2008), probablemente el más difícil en su apariencia accesible: escrito con bisturí para deshacer los nudos de nuestro estar en el mundo entre los otros. Del enorme, magistral, imprescindible Las siete edades (editado aún a principios de este mismo año) se ocupó Mirta Rosenberg, y de El iris salvaje (2006; traducción más fiel aunque menos llamativa hubiera sido El lirio silvestre) Eduardo Chirinos.

Antes de seguir hablando, lo que me pide el cuerpo es copiar un poema de Averno, y entonces ya sobrarán mis palabras. "Un mito sobre la entrega" es uno de los muchos poemas impresionantes de este libro imprescindible:

Cuando Hades decidió que amaba a aquella chica
le construyó una réplica de la tierra;
todo era igual, incluso el prado,
pero con una cama

Todo igual, hasta la luz del sol,
pues para una joven sería difícil
pasar tan deprisa de la luz a la total oscuridad.

Pensó en introducir la noche poco a poco,
primero como sombras de hojas que se agitan.
Después luna y estrellas. Y más tarde sin luna y sin estrellas.
Que Perséfone se vaya acostumbrando, pensó él,
al final lo encontrará reconfortante.

Un duplicado de la tierra
sólo que en él había amor.
¿No es amor lo que todos quieren?

Esperó largos años,
construyendo un mundo, observando
a Perséfone en el prado.
Perséfone, la que olfateaba, la que degustaba.
Si te apetece una cosa
te apetecen todas, pensó él.

¿No quiere todo el mundo sentir por la noche
el cuerpo amado, brújula, estrella polar,
oír la respiración tranquila que dice
estoy vivo y que significa también:
estás vivo porque me oyes,
estás aquí, a mi lado; y que cuando uno se gire,
se gire el otro?

Eso es lo que sintió el señor de las tinieblas
al mirar el mundo que había
construido para Perséfone. No se le ocurrió siquiera
que allí no se podría olfatear.
Ni comer, eso es seguro.

¿Culpa? ¿Terror? ¿Miedo de amar?
Él no podía imaginarse tales cosas,
ningún enamorado se las imagina.

Él sueña, se pregunta cómo llamar a ese sitio.
Piensa: El Nuevo Infierno. Después: El Jardín.
Al final decide que se llame
La infancia de Perséfone.

Una tenue luz despunta sobre la bien trazada pradera,
detrás de la cama. Él la coge en brazos. Quiere
decirle: Te quiero, nada puede dañarte

pero cree
que es mentira, y al final le dice
estás muerta, nada puede dañarte,
lo cual se le antoja
un inicio más prometedor, más verdadero.

Después de un poema así, yo necesito un descanso para tomar aliento. Ahora seguimos.

Lo que Louise Glück nos demuestra es que la tradición poética es budista: cree en las bondades del punto medio. Entre tradición y renovación, por ejemplo.

En 1994, Louise Glück publicó un tomito de ensayos titulado Proofs and Theories del que me gustaría citar un paso. Dice al comienzo del ensayo titulado "Educación del poeta":

"La experiencia fundamental del escritor es la impotencia. Con esto no pretendo distinguir entre escribir y estar vivo: tan sólo corregir la fantasía de que el trabajo creativo es un registro continuo del triunfo de la voluntad, de que el escritor es alguien que tiene la buena suerte de hacer aquello que es capaz o desea hacer: imprimir, de forma segura y regular, su ser en una hoja de papel. Pero la escritura no es una decantación de la personalidad. Y la mayor parte de los escritores emplean buena parte de su tiempo en diversos tipos de tormento: queriendo escribir, siendo incapaces de hacerlo; queriendo escribir de un modo distinto, siendo incapaces de hacerlo. En el tiempo de una vida son muchos los años perdidos esperando la llegada de una sola idea. El único ejercicio real de voluntad es negativo: tenemos, hacia aquello que escribimos, derecho de veto".

Y ¿cuál es ese derecho de veto de Louise Glück? Es un derecho que ella usa en relación con la verdad: ella sabe que la escritura (contra Naipaul, que afirma que debe ser "indistinguible" de la verdad) no es en sí una verdad, sino el eslabón que nos lleva a ella. La escritura es su camino, su búsqueda. Y ese camino es todo menos claro. Su poesía es el estudio de los meandros de ese camino, de lo que dejamos en él, y la pregunta por su sentido. De ahí ese equilibrio perfecto entre lo lírico y lo intelectual, como explica María Negroni en uno de los ensayos recogidos en su libro Ciudad gótica (Bajo la luna, Buenos Aires, 2007): "Sus poemas eligen un equilibrio extraño entre la confesión y lo intelectual. Ya en los poemas iniciales de Firstborn (1968) que versan sobre la niñez, la vida familiar, el amor y la maternidad, la reflexión y cierto apego formal desarticulan lo biográfico, lo desarman como si quisieran evitar el desamparo engañoso del yo". O lo que es lo mismo, en esta poesía no sirven las excusas, pero nunca falta la compasión, una compasión que en su último libro hasta el momento, Ararat (2008) la lleva, con el Mediterráneo como excusa, a buscar una especial forma de epifanía consciente.

La poesía de Louise Glück es heredera de Stevens y Williams, sí, pero también de Auden: es una rama más del árbol que aúna, en la tradición poética, inteligencia y compasión. La que nos hace mejores y nos ayuda a habitar mejor eso que llamamos "ser humano".

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