El Cultural

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Entreclásicos por Rafael Narbona

José Jiménez Lozano: historia del frailecillo Juan de la Cruz

El escritor ofrece una imagen del carmelita descalzo muy alejada de las exaltaciones apologéticas, como un místico que volaba hacia Dios por medio de dos alas: la soledad y el silencio

7 abril, 2020 09:04

Nada hacía presagiar que Juan de Yepes, un muchacho tímido, sencillo y humilde, se convertiría en una de las figuras más luminosas de la mística española. De orígenes muy modestos, con una apariencia insignificante y un carácter dulcísimo, todo auguraba que su paso por el mundo apenas dejaría huella, pero el espíritu sopla por donde se le antoja, desbaratando las expectativas mundanas. José Jiménez Lozano noveló la peripecia de san Juan de la Cruz en El mudejarillo, un hermoso libro que destaca desde el título la importancia de sus raíces moriscas. El Doctor místico no extrajo su inspiración tan solo de la tradición cristiana. De forma más o menos consciente, la espiritualidad islámica sedimentó en su interior, permeando su interpretación de lo divino. Las tres culturas que aún circulaban por la España del siglo XVI se fecundaban mutuamente, burlando las disposiciones legales que pretendían erradicar el sincretismo religioso y el mestizaje cultural. Jiménez Lozano explota la perspectiva indirecta para contarnos la vida de san Juan de la Cruz, neutralizando de ese modo los artificios que suelen acompañar a la primera persona. Desdeñada la omnisciencia narrativa, aflora una visión humanísima del personaje. Jiménez Lozano no pretende desmitificar, sino mostrar la grandeza de san Juan de la Cruz, que buscó a Dios en el desamparo. Para el carmelita descalzo, Dios se manifiesta en el momento en que nos abandona. Jesús aceptó compartir nuestra fragilidad, sumiéndose en la penumbra de la muerte. Ese calvario, con su momento de desesperación en la cruz, es el punto de encuentro entre lo divino y lo humano. Lo divino se humaniza y lo humano se diviniza, rompiendo la distancia que separaba al hombre de su Creador. Sin ese fenómeno, la Encarnación carecería de su poder redentor. 

Hacia 1542, la provincia de Ávila era tierra de hambre y penurias. El esplendor de los hidalgos y los nobles solo era una nota de color en un paisaje invadido por niños y ancianos desnutridos. El mudejarillo comienza con la aparición del visitador apostólico en Fontiveros. Sobrecogido por la pobreza del pueblo, el visitador decide vender las riquezas de la parroquia, pero el gesto, bienintencionado e ingenuo, solo consigue transformar un espacio de paz y consuelo en un lugar inhóspito y desalentador. Las muertes por hambre y necesidad no se interrumpen por el expolio. Las cruces de madera de los pobres siguen creciendo y la campana de la iglesia suena como un lamento inconsolable. Cuando años más tarde comience el proceso de beatificación de Juan de Yepes, se falsificará la realidad, ocultando esa penuria. Se dirá que su madre, Catalina Álvarez, era una de las principales señoras de la villa, y su padre, Gonzalo Yepes, un hidalgo de familia noble. Nada más lejos de la realidad. Incluso se dirá que de niño Juan estuvo a punto de ahogarse, pero la intervención de la Virgen lo salvó, permitiéndole caminar sobre las aguas hasta tierra firme. Nada de eso es cierto. Catalina Álvarez era “la Catalina”, una viuda sin recursos que sobrevivía trabajando como ama de cría y tejedora. Una posteridad marcada por los prejuicios de la limpieza de sangre no puede aceptar que la madre de un santo fuera una sirvienta. La casa de la Catalina siempre estaba limpia como la plata. Juan, su hijo más pequeño, era delgadillo como un gorrión. Se ha dicho que su padre, Gonzalo, procedía de una próspera familia de comerciantes cristianos, pero corre el rumor de que en realidad se trataba de conversos o marranos. Jiménez Lozano se pregunta si las sospechas tienen algún fundamento o si se desprenden del simple hecho de que “la Catalina” era pobre e hija de pobres. En esa época, los pobres desempeñaban los oficios más serviles, que solían asociarse a los judíos y musulmanes. Juan de Yepes nació bajo el signo de la pobreza, que muchas veces se interpreta como un castigo divino. 

“La Catalina” trabajaba en su telar desde primera hora. Sus hijos Francisco y Juan la ayudaban, sentados en el suelo, aislado de la humedad con bosta bien aplastada. En la iglesia de Fontiveros, muchas mujeres acudían a misa con salamilla y se cantaban endechas por los difuntos. La rutina diaria era una síntesis de costumbres judías, moriscas y cristianas. Para huir del hambre y la miseria, “la Catalina” se traslada a otro pueblo, Arévalo, instalándose en los arrabales. Su telarcillo convive con norias, huertos y albercas. Juan continúa haciendo canastas con su madre y habla a menudo con el señor Ahmed, un vecino que excava pozos. A veces lo encuentra de rodillas sobre una estera y con la frente humillada tocando el suelo. La casa de Ahmed es un lugar de enorme belleza y cierta sensualidad oriental: un pozo debajo de una higuera, tiestos de geranios rojos, albahaca y pensamientos. Una gata agazapada en la sombra añadía una nota de misterio. Ahmed suele agasajar a Juan con una cesta de brevas. El futuro san Juan de la Cruz crece en una atmósfera impregnada de tradiciones islámicas, asimilando una percepción florida de lo real, donde la belleza no comparece desnuda, sino adornada con simetrías y colores. Juan también visita al señor Juan, que fabrica candiles decorados con figuras sencillas, como el sol o una estrella. No es una elección arbitraria, sino el fruto de una feliz analogía. “¿Qué creéis vosotros que son las estrellas, sino candiles encendidos?”, pregunta el señor Juan a los niños. Los candiles acompañan a los enfermos y a los santos en las iglesias. Son los fieles testigos de la composición de poemas y velan la devoción de los orantes durante las vísperas y las completas. Los candiles permiten proyectar sombras que imitan la forma de un asno, un conejo o un perro. Los niños celebran esas imágenes que duplican lo real. Cuando el candilero le pregunta al pequeño Juan cuál es su forma preferida, contesta muy bajito que la llama, con sus ondulaciones y parpadeos. 

En Arévalo no mejoraron las cosas para “la Catalina”. Aconsejada por un vecino, se marcha a Medina del Campo, donde hay mucho comercio, ganado, huertas y casas nobles. Es una gran ciudad con muchos clérigos, frailes y monjas. Durante el viaje desde Arévalo hasta Medina del Campo, Juan se acerca a un arroyo y de repente aparece un monstruo, que intenta devorarlo. Aunque logra huir, su mente infantil se sitúa en la misma tesitura que Jonás, confinado en el vientre de la ballena. San Juan de la Cruz se mostraba escéptico con los milagros, pero sabía que el mal era algo muy real. La historia de Jonás ilustra la fragilidad humana, expuesta siempre al pecado y al poder de las tinieblas. El fraile Juan de la Cruz compartirá la suerte de Jonás. No pasará una temporada en el vientre de la ballena, sino en una diminuta y hedionda celda donde le confinarán los carmelitas calzados. Jiménez Lozano no pretende escribir una hagiografía, sino la historia de un santo que soportará infinitas penalidades para restaurar el espíritu primitivo del cristianismo, cuando la fe implicaba cultivar la vida interior, apartándose de los fastos del mundo. El pequeño Juan comenzará su carrera eclesiástica, ejerciendo de monaguillo y recadero de monjas. Delgadillo, muy moreno, con las manos delicadas y la mente incendiada por ensoñaciones, se adaptará sin problemas a cuidar de los enfermos del Hospital de Nuestra Señora de la Concepción, derrochando alegría y ternura. No sentirá asco ni miedo, recogiendo en jofainas los vómitos y la sangre, pero sobre todo escuchará, consolará y sostendrá las manos de los que esperan a la muerte. Su delicadeza impresionará a todos. Por las noches, lejos de descansar, leerá a la luz de una candela. Fascinado por la luz, su vocación religiosa crecerá. Enviado a estudiar con los jesuitas, tendrá que acostumbrarse a estudiar en un pupitre. Hasta entonces había leído en el suelo, con el libro sobre las rodillas. La lectura de las Sagradas Escrituras le revelará la existencia del Leviatán, quizás el monstruo que vio en Arévalo, pero esa criatura fantástica y maligna no cautivará su mente, más inclinada hacia los animales comunes, como las abejas, los bueyes o los pájaros. Otros estudiantes sucumben al enfermizo encanto de lo monstruoso. En cambio, a él le conmueve saber que la tórtola echa de menos a su compañero, especialmente cuando contempla su imagen en el agua y se hace más patente la ausencia. 

Aplicado en el estudio y diestro con los latines, el joven Juan empezará a ser llamado “el doctor Yepes”. Enviado a Salamanca para completar sus estudios, el Maestro León le acercará a san Agustín, que “nos hirió a todos”. Tras ser ordenado, Juan regresará a Medina del Campo a celebrar su primera misa y comunicará a su familia que desea retirarse a una Cartuja, pero el encuentro con Teresa de Jesús le hará cambiar de planes. La carmelita descalza, ya con cincuenta y dos años, había oído hablar de él a otras monjas. Le sorprendió su juventud y su humanidad escuchimizada. Sus pies no llegaban al suelo cuando se sentó al otro lado de la reja, pero apenas habló sintió que escuchaba a un nuevo Séneca, hambriento de ermitas y desiertos. Jiménez Lozano introduce en este punto a un narrador que había recopilado los hechos y dichos de Juan de la Cruz, pero que perderá sus anotaciones por la intervención de la Inquisición. Los santos casi siempre soportan la hostilidad de la ortodoxia, temerosa de desviaciones que rompan la unidad de la iglesia. El dogma aspira a lo inmutable, pero la fe no es un estanque de aguas quietas, sino un río caudaloso que no cesa de correr.  

Juan de la Cruz funda su primer convento de carmelitas descalzos en Duruelo. Sin renta para garantizar su independencia, los frailes mendigan comida para sobrevivir. Su existencia es extremadamente frugal y austera. Juan, familiarizado con las estreches, es feliz. Piensa que la verdadera libertad consiste en no necesitar casi nada. Escribe versos bajo la sombra de una encina o cerca de una fuente. Teresa de Jesús no tardará en invitarle al Convento de la Encarnación para que ejerza de vicario y confesor de monjas. Son los años en que la Inquisición intenta frenar la penetración de la Reforma en España, prohibiendo obras y abriendo procesos. Juan de la Cruz no se librará de la oleada de represión. Los carmelitas calzados lo secuestran y lo confinan durante ocho meses en Toledo. El Leviatán que casi lo devora en Arévalo al fin ha conseguido engullirlo. Su vientre no es un estómago descomunal, sino una letrina minúscula. No le dejan cambiarse de ropa, convive con sus excrementos, le escatiman el alimento, le humillan y azotan a diario. No les preocupa que muera. Teresa de Jesús escribe a Felipe II, suplicando su intervención. Afirma que los moros serían más humanos con el frailecillo. Durante el encierro, Juan de la Cruz comienza su Cántico espiritual, utilizando la pluma y el papel que le facilita un carcelero compasivo. El sufrimiento a veces es el mejor estímulo para la creatividad. Cuando consigue escaparse, se refugia en un convento de carmelitas descalzas y lo primero que hace es poner a salvo lo que ha escrito. El vientre del Leviatán es “un laberinto de muchas y maravillosas cosas y de versos de amor y de una fuente, un jardín, una noche”. El dolor es un pozo que se lo traga todo, pero en ocasiones es posible rescatar ciertas experiencias, transmutándolas en belleza.

Los años siguientes incluirán viajes, fundaciones y nuevas amistades, como la que establecerá con la carmelita descalza Ana de Jesús, amiga de la Madre Teresa y, más tarde, continuadora de su labor. Juan camina por “los senderos de adentro del alma”. No deja de pensar en la tristeza de la tórtola que ha perdido a su compañero. Comienzan los rumores sobre su santidad, pero también los enfrentamientos y las envidias. Sus enemigos consiguen desposeerle de todos los cargos. Muere en 1591 en Úbeda, rebajado a simple fraile. Mientras agoniza, pide que le lean el Cantar de los Cantares. Jiménez Lozano espanta la desolación de la muerte, describiendo el óbito con una bella expresión: “Y la compasión de Dios entró en aquella estancia”. Para el cristiano, la vida no se interrumpe. Solo se transita hacia otro estado. El anónimo narrador recupera sus papeles y, tras examinarlos, concluye que Juan de Yepes era un mudejarillo, un fraile con una sensibilidad modelada por la cultura islámica, en particular, por el misticismo sufí. Jiménez Lozano nos ofrece una imagen del carmelita descalzo muy alejada de las exaltaciones apologéticas. San Juan de la Cruz era un frailecillo que soñaba con ser un pájaro solitario, un místico que volaba hacia Dios por medio de dos alas: la soledad y el silencio. Su carácter soñador coexistía con una profunda ternura hacia los más vulnerables y un hondo amor a la naturaleza, donde apreciaba la huella de Dios, arquitecto del cosmos y artista supremo.  San Juan de la Cruz soportó la incomprensión reservada a los peregrinos del absoluto. Su poesía testimonia su búsqueda, revelando que en la oscuridad alberga una luz sobrenatural. Quizás por eso escribió: “Para venir a lo que no sabes, / has de ir por donde no sabes”. 

@Rafael_Narbona

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