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Entreclásicos por Rafael Narbona

Ernestina de Champourcin: la voz transfigurada (II)

21 mayo, 2019 10:42

Pulida y depurada tras su primer vuelo, impregnado de ritmos tenues, ensoñaciones líricas y divagaciones intimistas, la poesía de Ernestina de Champourcin se perfila con más nitidez en su segundo libro, Ahora (1928), orientándose hacia la desnudez formal y la serenidad clásica. El amor continúa ocupando el centro de la obra, pero el otro ya no es un anhelo, sino abrumadora presencia. “Las púas del silencio” tiemblan en el corazón que ha conocido “el roce fatal” de unos dedos. Ernestina no habla de una vivencia personal. No nos cuenta –aún– su historia. Simplemente, nos refiere que amar es la única forma de romper la tentación del ensimismamiento, abriéndose al misterio del ser. El poeta arroja sus palabras al viento como un pescador que tira su red al mar, intentando aplacar su hambre. Hambre física, carnal, pero también hambre de saber, de comprender, de conocer. Ernestina escribe bajo la influencia del Juan Ramón que ha leído Yeats, William Blake, Shelley, Emily Dickinson y ya no se conforma con la belleza, pues entiende que la melancolía y el ensueño son estaciones de paso, no estados de plenitud. La poesía no es una técnica, ni un lujo, sino un saber esencial. Su lugar natural es el límite, el contraste, lo fronterizo. Por eso, siempre mira más allá del tiempo y el espacio, buscando la alteridad radical.

Ernestina, todavía lejos de los dogmas y de cualquier forma de ortodoxia, sugiere que la eternidad no es un lugar sobrenatural, sino una fuerza intrínseca que garantiza la continuidad de la vida: “Piensa que todo se muere / para volver a brotar”. El poeta es el testigo privilegiado de ese milagro. Su función es contemplar, narrar, no intervenir o alterar el curso espontáneo del devenir: “¿Por qué mueves la hojarasca? / No la turbes, déjala”. El poeta debe limitarse a escuchar el rumor del universo. Escuchar significa amar y celebrar. El mundo desprende “olor a savia fresca / venida de lo ignoto”. No debemos pedir nada más, ni lamentar la precariedad de nuestra conciencia, abocada a extinguirse al cabo de una brizna de tiempo. Ernestina bordea la teología negativa o vía apofática cuando fantasea con el feliz anonadamiento del alma en una noche total: “Sombra azul de la noche / húndenos en tus pliegues / hacia la nada inmóvil: / que tus brazos nos lleven / al inmenso vacío / semejante a la muerte / donde ya no se piensa. / […] Queremos ser un trozo / de la noche terrestre, / semilla de luceros / al que ya no estremecen / los murmullos del mundo”. La perspectiva teológica se debilita al irrumpir el amor como una vivencia en el tiempo, no como un sentimiento abstracto y desencarnado. Ernestina echa raíces en la vida, mostrando su lado más sensual. No oculta el alborozo que experimenta cuando “siente el ardor inicial de tus labios / enfriarse en los míos cada vez que me besas”. Con un eco pagano, anuncia: “Sembraré la ofrenda roja de tus besos / en la boca azul del sediento mar”. El mundo es la plenitud soñada: “¿El horizonte gris es acaso la escena / donde surge a diario la belleza desnuda?”. Ernestina no esconde sus titubeos: “El alma es una sombra; la soledad, un velo / que esboza la irisada faceta de mis dudas”. En Ahora, Ernestina construye su identidad poética en la fragua de Juan Ramón Jiménez, buscando la trascendencia en la totalidad del cosmos, y el conocimiento en la experiencia del amor. No rehúye el pesimismo tardorromántico (“La vida fluye abajo, arrastrándose vana”), ni la perplejidad simbolista (“Encima de mi frente, los divinos fantasmas / del sueño verdadero, los éxtasis del alma…”). Su identidad sigue abierta, asumiendo la carga del pasado y gozando de la indeterminación del porvenir, que contiene fecundas promesas y tolerables sombras.

La voz en el viento (1931), tercer libro de Champourcin, continúa el rumbo iniciado en Ahora. Ernestina proclama su rebeldía: “¡Erguida sobre el lomo / de todo lo inestable, / derrumbaré certezas / en nombre del azar!”. El poeta sólo necesita “un soplo vagabundo / sin base, ni raíz”. No hace falta escalar la cima de ningún absoluto. Sólo encaramarse en el viento y gritar “hasta soltar / la rienda de mis voces…”. No es un punto de partida cómodo, sino un umbral que exige coraje: “Qué difícil salida / -sin puertas- / hacia todo”. Lanzada a una fuga interminable, Ernestina divaga por los ocasos, interrogándose sobre su futuro: “¿El sol querría al morir / que yo le acompañara?”. La tensión mística permanece, conservando el tono enigmático y paradójico de la teología negativa: “Buscándote en lo eterno, / me evadiré de ti”. Bajo la tutela de Juan de la Cruz, Ernestina camina en silencio, “sin pupilas que toquen / la anchura del vacío”. Siente el aleteo de una voz nueva. La poesía no está sólo en los jardines y la espuma del mar. Un automóvil nos regala “la oscura / mercancía del vértigo”. La ciudad nos deslumbra con “la desnuda / pureza del asfalto”. Ernestina flirtea con las vanguardias, pero advierte que el estrépito de las innovaciones se parece a una burbuja efímera e insustancial. En el fragor de una época rebosante de novedades, “la forma despojada corre al olvido puro / de un mundo sin matiz”. Frente a ese caos, “hay sólo una belleza que trasciende los sueños / y madura en nosotros en su grávida expansión”. Salir al encuentro de esa belleza es un imperativo, si queremos devolver al mundo su hondura y misterio, librándolo de la puerilidad del aquí y ahora.

Ernestina sale –sí- al encuentro de la belleza y se topa con el amor: “Para ti quiero, amado, la posesión sin cuerpo, / el delirio gozoso de sentir que tu abrazo / sólo ciñe rosales de pura eternidad”. ¿Podemos aventurar que su incipiente romance con Domenchina se refleja en su poesía? “Dejar de ser. Vivir la gloria de tu sueño / en místico naufragio de sones y palabras. / Derramar en tu vida la esencia de mi vida, / sumergir en tus labios el eco de mi voz”. Es probable que estos versos respondan a un sentimiento nada metafórico, pero la intromisión de lo autobiográfico nunca implica la renuncia a un deseo de trascendencia que aún no ha identificado claramente su rumbo. “¡Sueña más alto aún! / Más allá de mi frente, más allá de ti mismo. / No te importe dejarme pequeña y olvidada; / yo seguiré tu vuelo, aunque roces a Dios”. La búsqueda de la trascendencia no implica desapego, desinterés por el otro, sino una concepción del amor como apertura al ser. Amar para comprender; sentir para saber; fundirse para ir más allá. “Inclinaste la boca. Yo levante la mía, / y un minuto de cielo / voló sobre nosotros su cáliz asombrado”. Para Ernestina, el amor es un éxtasis que rescata al ser humano de la soledad y la muerte. El amante no sabe de tristezas ni lejanías. Se entrega completamente, ebrio de deseo y sin el lastre del pudor: “Te esperaré desnuda. / Seis túnicas de luz resbalando ante ti / deshojarán el ámbar moreno de mis hombros”. El otro ya no es un impreciso afán, sino la expectativa de una ebriedad compartida: “Te esperaré encendida. / Mi antorcha despejando la noche de tus labios / libertará por fin tu esencia creadora. / ¡Ven a fundirte en mí! / El agua de mis besos, ungiéndote, dirá / tu verdadero nombre”.

Cántico inútil (1936) aparece en el año más trágico de la historia reciente de nuestro país. Tres meses después de la sublevación militar, Ernestina se casa con Domenchina. Su experiencia del amor ya no es meramente poética, pero habla de una forma que parece divorciada de su situación real: “¡Amor! Aún no has llegado y ya me ciñes toda / ligándote a mi cuerpo como a un rosal herido. / ¡Enderézame tú! Que mi raíz obscura / absorba hasta esponjarse el zumo que redime”. Está claro que Ernestina apunta más allá de la experiencia, invocando lo inefable y tal vez inexpresable. “Quizás no llegues nunca. Mi espíritu que vela / aguarda sin cansarse tu signo misterioso. / ¿En qué brisa nocturna florecen ya tus labios, / en qué cenit de soles me impregnará tu unción?”. ¿De qué amor habla Ernestina? “¡Nadie sabe qué lejos!”, clama, refiriéndose a “la verdad que tortura nuestras frentes selladas”. Esa verdad está por encima de las nubes, más allá de las estrellas, en la noche profunda que devora el día, en el monte invisible donde dormita la luz. Ernestina celebra “los dones de la luz”, como el amor, que sí forma parte de su vida. De hecho, el amor es el cincel que esculpe su ser: “Al quererme creaste mi belleza”. Sin el amante, el yo se desvanece: “Sólo existo en tu amor”. Ernestina comienza –ahora sí– a contarnos su historia. Vive escindida entre el amor que ya forma parte de su existir y el amor que la convoca desde un infinito desconocido que atisba en forma de signos. El amor que conoce le hace vivir el instante: “¡Soy el júbilo virgen del momento!”. El amor que únicamente entrevé le hace pensar en lo eterno.

No se resigna ante las pérdidas, ni transige con el olvido: “Aquella rosa que murió en mi mano / será pronto recuerdo de fragancia. / […] Nada será de todo lo que ha sido”. Ernestina se cobija en Dios, que aplaca el sentimiento de pérdida y vacío: “Dios en mí para siempre, a pesar de tus manos / y de tu ausencia viva, que ningún cielo borra”. Pero ¿dónde está Dios? “Dios está en el silencio de las noches insomnes”. Está “en nosotros, férvido”. Está en el amante que expresa su arrobamiento: “¡Dios en el cielo breve de todas tus caricias, / Dios inmortal y puro en tu mortal amor!”. Es una “liturgia misteriosa” que introduce lo divino “en nuestro querer humano”. Ernestina no repudia la finitud en su totalidad, quizás porque entiende que es necesaria: “Tú, que eres Dios, ignoras la divina tristeza / de este pobre amor nuestro, tan lleno de prodigios, / la humilde gloria humana del éxtasis que muere / en la efímera cumbre del júbilo perfecto”. No sin cierto aire de desafío, Ernestina ofrenda a Dios el don del amor mortal, bendecido por la fragilidad, que lo hace particularmente trágico y hermoso: “Porque eres Dios te brindo en mis labios mortales / ese beso de arcilla que los tuyos ignoran. / ¡Quiero darte en mi boca ese amor de la tierra / que no encenderá nunca tu abandono sagrado!”.

Enestina evoca su experiencia del amor: “Fui tuya entre la sombra, / pero hoy quiero verme / ungida por tu abrazo”. El amor es “una quemadura”, “un galope de galgos”, “una pira fragante”. La pasión humana no extingue la sed de Dios: “Pero me queda aún esa fe que sembraste / en el surco caliente de mi pecho dormido; / esa fe pura y dócil que rasga las tinieblas / y las hace vibrar repitiendo tu nombre”. En la noche oscura, Ernestina se dirige al Eterno: “ausente ya de todo, aguardo tu llegada”. El tono se vuelve sombrío en algunos poemas: “Ya no podré ser tuya en primavera / […] Ya no podré ser tuya en el desvelo”. El júbilo de algunos versos zozobra y naufraga en un súbito pesar: “Se ha roto la alegría; […] ¡Que la noche absoluta invada los caminos! / […] Indiferencia, hastío. Nadie vive de veras”. ¿Piensa Ernestina en las sombras que se extienden sobre España, anunciando la hoguera que muy pronto se encenderá? Es imposible saberlo. Hasta 1952 no vuelve a publicar. En esa fecha, aparece Presencia a oscuras. La experiencia del exilio le permitirá resolver las tensiones que se agitaban en su poesía. El amor divino se revelará como la clave del arco trazado hasta entonces. Su voz, definitivamente transfigurada, subirá por la ladera del amor místico, sin renunciar al mundo. Dios no es negación, sino un mar que todo lo anega y vivifica.

Ernestina es la voz más original e independiente del exilio republicano, pero será una de las menos escuchadas. Creo que ha llegado la hora de recuperarla y reivindicarla como una de las expresiones más radicales de independencia y libertad de nuestras letras.

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