En plan serie por Enric Albero

Heridas abiertas: rococó oscuro

14 septiembre, 2018 12:55

Se ha escrito mucho y muy bien sobre la producción veraniega de HBO dirigida por Jean Marc Vallée (Big Little Lies, Dallas Buyers Club). Y tal vez la culpa de este post la tenga ese superlativo absoluto. No tenía pensado dedicarle ni una línea a esta adaptación de la novela de Gillian Flynn, pero han sido tantos los parabienes recibidos que la tentación de ejercer como contrapeso se ha vuelto irresistible. No se trata, en todo caso, de arremeter contra Heridas abiertas con el único afán de desmentir a todo el mundo: el objetivo no es presentar una enmienda a la totalidad, sino tratar de ahondar en una serie de aspectos que, bien por el giro argumental final, bien por su desaforado esteticismo, parecen haber pasado desapercibidos o han recibido la consideración de males menores que, visto el conjunto, podían ser pasados por alto (particular que, a mi parecer, incurre en un exceso de benevolencia).

El regreso al pequeño pueblo de Wind Gap de Camille Preacker (Amy Adams), redactora de un periódico de San Luis, para escribir sobre el asesinato de dos adolescentes será el desencadenante de una historia que, a base de insistencia, se constituye en metáfora muy poco sutil sobre la maldad como herencia. Esa vuelta a su ciudad natal en forma de corresponsalía envenenada no es más que una estrategia argumental para que Camille se enfrente a una serie de traumas cuyo origen más profundo es por todos desconocido pero cuyas secuelas se manifiestan en una dieta a base de cereales con Absolut y las autolesiones con las que marca su cuerpo. Y es que el alcohol tiene un problema con Camille: no hay espirituoso que se le resista ni hora mala para ejercitar el ligamento cubital. Sin embargo, su dipsomanía no es la única manifestación de una serie de problemas psicológicos vinculados a la temprana muerte de su hermana y al férreo control impuesto por una madre que bien podría ser un personaje de Mankiewicz pasado de vueltas -la Katherine Hepburn de De repente, el último verano. Me refiero a Adora Crellin, interpretada por Patricia Clarkson: una mujer extemporánea, inteligente y de buena posición, manipuladora, que habita en una burbuja sobre la que ejerce un dominio feroz, del mismo modo en el que lo hacen el Nicholas Van Ryn (Vincent Price) de El Castillo de Dragonwyck o el Ulysses Diello (James Mason) de Operación Cicerón. Uno de los grandes problemas de esta adaptación impulsada por Marti Noxon (Buffy, Dietland) es su carácter acumulativo. No es suficiente con que Camille cargue con más traumas que las obras completas de Freud; además, necesitamos a una madre neurótica y a un marido que más que un personaje parece parte del mobiliario de la casa (Henry Czerny haciendo de padre pasivo e impasible frente a lo que sucede ante sus ojos… y poniendo música una y otra vez en esos reproductores carísimos: canciones que, además, tienen que aportar significado a lo que estamos viendo). También hay que sumar a la ecuación a Amma (Eliza Scanlen), la hermanastra de Camille, o la maldad triplemente destilada, y a un agente de policía torturado y con gusto por el puenting emocional. Solo falta el celador para cerrar la puerta. [caption id="attachment_846" width="560"]
Ammy Adams en Heridas abiertas[/caption] Frente a esos personajes afectados de sobreexposición compositiva están las marionetas, como esa pareja de títeres formada por el presunto asesino John Keene (Taylor John Smith) y su novia Ashley Wheeler (Madison Davenport), siempre dispuestos a hacer acto de presencia cuando las circunstancias lo requieren para que la trama avance y ellos se autodescriban -reiteradamente- como “el pobre falso culpable” y la “aspirante a famosa por todos los medios”. Menos aristas que un canto rodado. También podríamos hablar de los meandros de una narrativa que tiende a perder y recuperar personajes -piensen en las idas y venidas del pobre detective Richard Willis (Chris Messina)- porque cuando se vuelca en lo ambiental se olvida del whodunit para después volver a lo importante: ¿quién mató a las dos chicas?

En sus tres últimos episodios, cuando el guion se centra en la resolución del crimen y las cartas van siendo descubiertas sobre la mesa, se crea una situación de suspense puro que tampoco está desarrollada con acierto (aunque la serie coja carrerilla). El descubrimiento de una situación de dominación, en este caso provocada por una enfermedad (el síndrome de Münchausen por poderes que también aparece, vinculada a la madre del personaje de Saga Noren en Bron/Broen), da pie a un juego con la información que necesita de mayor incertidumbre para resultar efectivo. En Heridas abiertas el espectador y la protagonista lo saben todo, así que asumimos y comprendemos la decisión ‘protectora’ de Camille. Pensemos ahora en dos películas con situaciones similares: Sospecha (Alfred Hitchcock, 1941) y El hilo invisible (Paul Thomas Anderson, 2018). En la primera, en la que también existe una relación de control/manipulación/dominación entre Johnnie Aysgarth (Cary Grant) y Lina (Joan Fontaine) la tensión se multiplica porque desconocemos si Johnnie es, efectivamente, culpable de todas las acusaciones que recaen sobre él. La famosa secuencia del vaso de leche funciona, precisamente, porque ‘no sabemos’ si se va a cometer un asesinato: la desinformación que afecta tanto al espectador como a la protagonista hace que se incremente el suspense (como dice el título, solo sospechamos). En El hilo invisible, Paul Thomas Anderson le da un giro a este motivo argumental. Aquí, el público sabe que Alma (Vicky Creeps) envenena a su marido, Reynolds Woodcock (Daniel Day-Lewis), para debilitarlo y hacerse necesaria para sus cuidados. En la espléndida secuencia de ‘la tortilla’ la audiencia cree saber qué está viendo porque cree tener toda la información, sin embargo cuando finalice descubrirá que no es así: esa asimetría provocada por la falta de datos esenciales hace que lo que Alfred Hitchock denominaba suspense y sorpresa se mezclen en la misma secuencia; suspense durante los preparativos de la cena y su degustación -sabemos que Vicky intoxicará a Reynolds, y sabemos que Reynolds sabe qué está haciéndole su esposa- y sorpresa cuando el modisto se regala con la comida (momento en el que aflora la información que nos faltaba). En Heridas abiertas no hay ni ausencia ni asimetría informativa, sabemos demasiado y eso equivale a rebajar el desasosiego, que queda reducido a una salvación in extremis que quizá no se produzca.

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Un momento de la serie[/caption] Todo en la teleserie de HBO es abigarrado. Desde ese guion amante del contorsionismo (como la propia Camille: ¿cómo demonios puede alguien escribirse cosas en la espalda sin ser contorsionista?) que gira y gira sobre sí mismo hasta revelar el misterio final en la escena post-créditos, hasta el estilo decorativista con el que Vallée compone cada plano. Me explico: los encadenados que funden presente y pasado y su estética de spot de grandes almacenes, las apariciones fantasmales de la dama de blanco o la insistencia a la hora de subrayar determinados comportamientos terminan por saturar la pantalla (un ejemplo: vale, Amma es rebelde, pero lo de pasearse una y otra vez con sus amigas en shorts y patines después del ‘toque de queda’ por una ciudad en la que han asesinado a dos adolescentes y teniendo una madre a la que le gusta más un marcaje al hombre que a un central italiano, igual es pasarse). Como ya sucedía en Big Little Lies, todo es efectismo: de los giros de guion a las delicadas transiciones que apenas aportan matiz alguno que no sea incidir en la conexión presente-pasado y en que la historia se repite; desde la cargante actuación de Patricia Clarkson al barroco diseño de interiores, todo está pensado para dejarnos la boca como un buzón de correos. Heridas abiertas es, en ese sentido, una serie unívoca, irrespirable, sin puntos de fuga: rococó (aunque más oscuro que el estilo al que nos referimos). Ahora bien, no todo es desastroso en esta colaboración entre Flynn, Noxon y Vallée. La reproducción de una atmósfera asfixiante en la mejor tradición del gótico sureño a la que esta mini-serie es perfectamente adscribible es magnífica: la mansión victoriana, los vestidos vaporosos, el ambiente húmedo,… El mejor ejemplo tal vez sea ‘Fix’, el tercer episodio. También interesa su aproximación sociológica al pueblo de Wind Gap, entendido como una comunidad cerrada, con su estratificación social y sus roles asignados, la idea de que bajo la imagen de lo apacible late un horror que lleva décadas instalado en el seno de una sociedad que permite su reproducción. Es cierto que, desde este punto de vista, Vallée y los guionistas siguen cargando las tintas, tanto que a veces caen en la parodia (todo ese grupo de amigas llorando frente al televisor mientras ven un culebrón). En oposición, cabe mencionar que el personaje interpretado por Elizabeth Perkins funciona mucho mejor como epítome de la clase alta sureña, orgullosa y decrépita a la vez. Salvo los excesos interpretativos de Clarkson y la poca entidad que Henry Czerny le da a un personaje con anemia dramatúrgica, hay que decir que Amy Adams sabe contener a un carácter que invita al despendole gestual y que Eliza Scanlen combina con acierto la (falsa) inocencia teen con la mirada de una alimaña: sus viajes de un extremo a otro de ese espectro emocional y su conducta inexplicada que llega a la rebeldía sociopática, son oro puro (al final, lo menos evidente es lo que mejor funciona).

Hay detalles en la construcción de Heridas abiertas que pueden parecer nimios y que, sin embargo, resultan más interesantes que esas transiciones tan alabadas que jamás superan la categoría de filigrana estética. En una ficción serial la repetición bien entendida siempre es un punto a favor. Fijémonos en la rutina matinal del sheriff Bill Vickery (Matt Craven). El hecho de mostrarla en varias ocasiones sirve para que, el día en que esa normalidad se quiebra, el espectador sepa, sin necesidad de ninguna otra explicación, que algo ha sucedido puesto que el orden natural de las cosas se ha roto. Para concluir, digamos que la serie de HBO funciona cuando logra fijar su objetivo -esto es, resolver el caso: los últimos tres episodios-, cuando prescinde de personajes secundarios en exceso utilitarios y cuando se olvida de esa retórica visual que envuelve un relato menos denso de lo que su atmósfera sugiere. Eso sí, Amy Adams se merece que Belvedere o Beluga la patrocinen de por de vida: su actuación es tan gloriosa como un tanganazo de vodka (frío). Qué manera de beber, qué manera de mirar y qué manera de sufrir: tremendo todo (tal vez demasiado).
Image: Alejandro Palomas, la poesía y la soledad por vocación

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