El incomodador por Juan Sardá

Clásicos veraniegos (III): Satyajit Ray, poesía en movimiento

15 agosto, 2018 14:05

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Satyajit Ray durante un rodaje[/caption]

Considerado unánimemente uno de los mejores cineastas de la historia del cine, la filmografía del indio Satyajit Ray (Calcuta, 1921-1992) no es muy conocida en España. Descendiente de una distinguida familia de literatos y eruditos bengalíes cuyas huellas pueden rastrearse durante diez generaciones, Ray ganó todos los premios habidos y por haber, empezando por ese Oscar honorífico que le dieron al final de su vida en 1991 y continuando por las dos veces que ganó el Festival de Venecia y las dos más que se alzó con el Oso de Oro en Berlín entre multitud de reconocimientos. Quizá no haga falta llegar tan lejos como Akira Kurosawa, que decía que no haber visto las películas del bengalí era como "existir en el mundo sin ver el sol o la luna", pero cualquier cinéfilo guardará en su memoria como un tesoro las películas del maestro oriental.

Poeta quizá incluso antes que cineasta, Satyajit Ray pertenece a la estirpe de artistas como Jean Renoir y Vittorio De Sica capaces de convertir la cámara en un instrumento para la exploración de lo misterioso y trascendental siendo al mismo tiempo carnales y sensuales. De hecho, ambos maestros tuvieron un impacto fundamental en la trayectoria del indio. Gracias a Renoir, Ray conoció el cine de primera mano. Fue en 1950, cuando el futuro director trabajaba en publicidad y por una serie de azares acabó ayudando al francés a buscar localizaciones para su filme sobre el país, el mítico El río (1951). Fue Renoir el primero en leer el guión de La canción del camino, primera parte de la Trilogía de Apu, y el primero en animarle a rodar la película. Poco después, cuando Ray fue trasladado por su agencia a Londres, ciudad en la que se empapó de cine, tuvo ocasión de ver Ladrón de bicletas, la obra maestra de De Sica, y según contaría muchas veces después, fue la visión de ese filme la que lo convenció de que quería ser cineasta.

Célebre por su sublime Trilogía de Apu, en la que vemos crecer a un niño para convertirse en un adulto en unos filmes que suponen una de las cumbres absolutas del neorrealismo, Satyajit Ray deslumbró al mundo con sensibilidad, belleza, una mirada humanista de un encendido tono lírico, sobriedad y capacidad para conmover. Fue también un gran creador de personajes femeninos y un artista capaz de mostrar al mundo su país y su cultura con un lenguaje universal que lo ha convertido en uno de los principales embajadores e icono tanto de la India como de la muy extensa comunidad bengalí.

Con una larga filmografía que termina poco antes de su prematura muerte a los 70 años, me centraré aquí en las dos décadas canónicas del director, los 50 y 60, durante las que realizó sus mayores obras maestras sin desdeñar su filmografía posterior, más centrada en el thriller y los asuntos políticos.

Debuta Satyajit Ray con Pather Panchali o La canción del camino (1955), que lo convierte en una celebridad mundial y ya avanza las claves del autor. Primera parte de lo que sería una ambiciosa trilogía, se trata de una adaptación de una novela de Bibhutibhushan Bandyopadhyay que arranca con la misma infancia del protagonista, Apu (ellos lo pronuncian “Opu”), hijo de una familia muy pobre de bengalíes indios. Como es frecuente en el cine de Ray, el protagonismo del filme no recae tanto en Apu, un niño de ojos grandes y expresivos, como en su sufrida madre, interpretada por Karuna Benerjee. Retrato de un poblado marcado por la miseria y los recelos que esta provoca entre unos vecinos suspicaces que se roban los unos a los otros, el rictus triste y amargado de la madre es la expresión más elocuente de una vida durísima marcada por la ausencia del padre, que se va a buscar la vida por ahí, y la presencia de una abuela jorobada que es uno de los personajes más carismáticos e inolvidables de sus películas.

El cine de Satyajit Ray tiene una gran capacidad para expresar sentimientos a partir de imágenes de la naturaleza en una suerte de panteísmo relacionado con la tradición oriental. Según él mismo: “Cuando se estrenó la película los críticos hablaron mucho del misticismo. La idea de que todo es sagrado es una idea mística. Así que mi énfasis en la naturaleza, en insectos, mariposas… fue tomado como un signo de eso. Probablemente es cierto pero nunca fui consciente de ello. Quien sí era un místico fue el autor de la novela y yo estaba tan convencido de su escritura que quería transmitirla al público”. Sin embargo, hay algo en Pather Panchali que también encontramos en las otras películas del director, originales o inspiradas en otros autores, una cualidad mágica, misteriosa, repleta de alma y de delicadeza, que tiene que ver con el deslumbramiento del mundo.

Hay un concepto muy importante en el arte indio que ayuda a entender el cine de Ray; se trata de la “rasa”, que el diccionario de la Universidad de Standford describe de la siguiente manera: “La palabra rasa puede significar jugo, esencia, condimento o incluso sabor y se refiere a los distintos sentimientos evocados por una obra de arte”. La “rasa” pone el acento en el espectador y en su relación con la obra de arte y, según la Enciclopedia Británica, “puede ser sugerido pero no descrito. Es una especie de contemplación abstracta en la que la profundidad de los sentimientos se encarna en formas humanas que los interpretan”. La rasa va de lo concreto a lo universal y eleva al espectador, iluminándolo y conduciéndolo a un estado de “felicidad serena y lucidez”.

En Pather Panchali cada fotograma nos habla del milagro de la existencia con una fuerza lírica que sigue resonando en nuestros días. Todo ello en un duro drama donde la pobreza quizá acaba siendo la gran protagonista. En las películas de Ray ambientadas en las clases desfavorecidas, el gran tema es el dinero, y en ese contraste entre el misterio poético de la existencia y los rigores de la miseria es de donde surge la extraña cualidad que convierte a su cine en único. “Creo que el lirismo, el amor por la naturaleza, los aspectos simbólicos del arte, la búsqueda de la esencia en las formas humanas y naturales, y el ir a la esencia y no tanto a la superficie es lo que distingue al arte oriental del occidental en general”, dijo el director. Y eso que en la misma entrevista, concedida al British Film Institute, se queja de que está harto de “que solo hablen del humanismo en mi cine” (sic).

La canción del camino continúa con la sensacional Aparajito, el invencible (1956), en la que Apu es un adolescente que vive con sus padres en Benarés. Tras la muerte del padre sacerdote, la madre y Apu se trasladan al campo, donde ella trabaja como sirvienta. El joven destaca en el colegio por su vena literaria y consigue una beca para completar sus estudios en Calcuta, capital de Bengala, la ciudad que el director retrata una y otra vez en sus películas. La madre, que ha sufrido la desaparición de su hija y de su esposo, observa aterrada la marcha de su hijo. En su juventud, Apu se convierte en un clásico personaje del director, un soñador melancólico y romántico enamorado de la literatura, cuyos bellos sueños chocan contra un país en el que la gente se muere por culpa de un resfriado.

La trilogía concluye con El mundo de Apu (1959), en la que conocemos al personaje ya veinteañero cuando termina sus estudios en el instituto y no puede ir a la universidad por falta de fondos. El poeta conoce en este filme a la que será su esposa. De nuevo, destaca la delicadeza con la que Ray muestra el romance entre los novios. Aparecen dos actores que serán fundamentales en la filmografía del autor: en la piel de Apu, el sensible Soumitra Chatterjee, que se convierte en la perfecta encarnación de ese soñador que recuerda al estereotipo surgido de las páginas de Goethe y el romanticismo alemán; y, como Aparna, la fabulosa Sharmila Tagore. Concluye de forma magistral la trilogía con un filme duro y muy emocionante en el que la odisea del protagonista, símbolo del destino de una nación, adquiere épica y tintes trágicos rematando su resonancia universal. El dolor de Apu, enfrentado a un mundo que le da la espalda, y su capacidad para recobrarse una y otra vez son un poderoso testimonio de la capacidad del ser humano para recuperarse de los golpes más terribles.

Hay vida más allá de Apu. En medio de la trilogía dirigió El salón de música (1958), en la que vemos dos elementos que definirán parte de su obra. Por una parte, el retrato de la clase alta a la que Ray pertenecía por cuna. Por la otra, la importancia de la música en un director que desde 1961, cuando dirigió Teen Kanya, comenzó a componer él mismo también las bandas sonoras de sus filmes tras haber trabajado con los mayores músicos indios de su época. En El salón de música destaca la participación del maestro del sitar Vilayat Khan en un filme que trata sobre la decadencia del descendiente de una antigua familia de señores feudales. El aristócrata, un bon vivant amante de las artes, se niega a ver cómo su mundo se desmorona y se refugia en su salón de música continuando con una fiesta que ya no puede pagar. Con tono crepuscular, merece especial atención la secuencia del baile de la niña, realmente sorprendente.

Creador de grandes personajes femeninos, sus siguientes películas adoptan el punto de vista de las mujeres. En Tres muchachas. Teen Kanya (1961) adapta con gran sensibilidad tres relatos de Rabindranath Tagore, poeta bengalí que según el propio director fue su principal influencia y del que fue discípulo desde niño en su escuela. A Tagore, por cierto, el cineasta le dedicó un documental homónimo después de su muerte en 1961 que desde entonces está considerado como la obra canónica audiovisual sobre el poeta. Volviendo a las muchachas, en estas tres historias conocemos a tres chicas muy distintas en diferentes edades. En El cartero, es una niña de unos doce años que trabaja como sirvienta para el cartero local en un pequeño pueblo. En Monihara, vemos a una mujer codiciosa y malvada, mientras en Samapti vemos a una joven alocada sentar la cabeza después de enamorarse.

Sus dos grandes obras maestras protagonizadas por mujeres vienen justo después. La gran ciudad (Mahanagar), de 1963, cuenta la historia de una mujer de clase media en Calcuta que revoluciona a su familia cuando decide ponerse a trabajar como vendedora. Con Madhabi Mukherjee como protagonista, la película recuerda poderosamente en su tono a De Sica con ese abuelo que le pide dinero a sus antiguos estudiantes y esa familia que cohabita bajo las mismas cuatro paredes. Sin soltar discursos, algo muy típico del cine de Ray, aparece la mujer como la persona que se entera de lo que de verdad sucede e importa a su alrededor mientras el hombre se enreda en discursos absurdos de orgullo. En las películas del director, las mujeres son más esclavas pero también más libres porque no están obligadas a cargar con el peso de lo que se supone que tiene que significar “ser viril” en la India.

Aún mejor –el propio Ray consideraba que era su filme más perfecto–, la maravillosa La esposa solitaria (Charulata), de 1964, vuelve a tener a Madhabi Mukherjee como protagonista en la piel de la esposa de un rico director de periódico con buenas intenciones pero que la tiene abandonada. Mujer talentosa y de inquietudes literarias, su vida da un vuelco cuando aparece su primo (Soumitra Chatterjee), un joven atribulado y encantador con el que desarrolla su talento literario. Es cine clásico en el mejor sentido de la palabra en el que primero el cineasta refleja en todo su esplendor la alegría y el gozo del enamoramiento para oscurecer progresivamente la historia. Las secuencias de los primeros encuentros de la pareja, la forma en que el director conduce la intriga criminal o la sensación agridulce y solemne de sus últimas imágenes quedan grabadas en la memoria como uno de los filmes que mejor han sabido captar la luz del amor y la tristeza de su colisión con la realidad.

Días y noches en el bosque (Aranyer din Ratri), de 1970, es un filme que marca el giro en la trayectoria del director hacia un cine más directamente político y relacionado con la convulsa situación india. Cuenta la película los días de asueto de un grupo de cuatro jóvenes en sus veinte y muchos en un paraje natural a las afueras de Calcuta. Pertenecientes a la clase alta local (ellos mismos bromean sobre su condición de VIPs), la película recuerda en tono y estética al cine de Antonioni en su retrato de una aristocracia al mismo tiempo hambrienta de amor y desesperada como cruel y exterminadora. Es un cine más hosco, más visceral y violento que avanza una nueva época en la obra del director muy relacionada con la urgencia de las tensiones políticas y sociales de su vasto país y de la que quizá habrá ocasión de hablar en otra ocasión.

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