El incomodador por Juan Sardá

Mizoguchi o la grandeza de espíritu

27 agosto, 2014 13:39

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Kenji Mizoguchi[/caption]

¿Cómo se define la grandeza? Las películas de Kenji Mizoguchi (1898-1956) nos conducen a ese concepto postergado por la posmodernidad, a un cine de "valores puros" y aliento épico, un arte grande  en todos los sentidos repleto de historias que nos enfrentan a las cuestiones fundamentales de la existencia y alcanzan lo sublime buscando la verdad de las emociones y de la vida misma. Esa búsqueda incansable de la verdad es precisamente lo que distingue las películas del más dotado de los cineastas nipones junto a Kurosawa y Ozu. Mizoguchi es el más 'japonés' de todos ellos, atento a la historia de su país y dispuesto a librar batalla una y otra vez por mejorar una sociedad cuya trayectoria corre pareja a la historia europea, del feudalismo a la revolución industrial pasando por la Segunda Guerra Mundial y la posterior lucha por los derechos civiles, el Japón del director nos resulta cercano. Mizoguchi actúa como un espejo de nuestros vicios y virtudes, es el moralista que nos confronta con nuestra naturaleza para señalarnos el camino correcto y el sabio conocedor de los impulsos humanos más íntimos, el artista con la llave a los rincones más secretos del corazón de sus personajes porque conoce nuestros sueños y nuestros anhelos. Es también el gran cineasta feminista, creador de inolvidables personajes de mujeres.

Hijo de una familia pobre, la trayectoria de Mizoguchi va pareja a su militancia de izquierdas y todo su cine tiene la voluntad de transformar y mostrar lo que preferimos no ver. Es cine revolucionario que no panfletario, películas que pretenden afectar más a nuestros corazones que a nuestro intelecto, conmover más que agitar partiendo de la idea de que el arte tiene la capacidad de hacernos mejores personas. Para Mizoguchi la justicia no es tanto un concepto intelectual como vital, la injusticia es algo vivo que destruye personas y corrompe civilizaciones, es un drama íntimo antes que una cuestión abstracta. Comenzó dirigiendo adaptaciones de películas alemanas y novelas de la época y él mismo considera que Las hermanas de Gion (1936) es su primera verdadera película. Poco antes había rodado Oyuki la virgen (1935) que logró ver en una copia bastante mala y donde Mizoguchi ya avanza muchos de los temas que trataría en su obra. El filme es una adaptación de Maupassant (Bola de sebo) que también inspiró La diligencia de Ford y tiene, como será muy frecuente en su obra, a unas prostitutas como protagonistas.

Oyuki es una película mucho menos elaborada, más sencilla y esquemática, que las siguientes pero ya se advierte la grandeza de Mizoguchi. Vemos el esquema que repetiría una y otra vez, la historia comienza con una desgracia y a partir de aquí se trata de ver cómo los protagonistas logran salir adelante. En este caso, una guerra entre el ejército del emperador y fuerzas rebeldes fuerza a los habitantes de un poblado situado en zona revoltosa a huir con lo puesto mezclando en un mismo coche a dos prostitutas hermanas con gentes 'de bien'. La mezquindad de la"'virtud' se refleja en esos burgueses que maltratan a las meretrices y a partir de éstas, por resumir, una de buen corazón y la otra amargada, Mizoguchi crea una de sus clásicas historias morales en las que el bien tiene recompensa y el mal es castigado aunque siempre cabe el perdón y la solidaridad como valores superiores. De hecho, esa "primera película" que es Las hermanas de Gion es una versión de Oyuki más elaborada. En este caso son dos geishas con talantes morales dispares. Una de ellas es la clásica mujer de Mizoguchi de 'mala vida', una fémina retorcida por el rencor que solo quiere ver a los hombres como instrumentos para sus fines, la otra, es todo lo contrario.

Ante la dureza de la vida, a los personajes de Mizoguchi siempre les queda el camino del cinismo, del individualismo a ultranza, del 'que cada palo aguante su vela'. El cineasta comprende ese dolor y ofrece la posibilidad de redención pero nunca aprueba la maldad. Mizoguchi refleja ese momento en el que los humanos descubrimos que este mundo no es el mejor de los posibles, un mundo en el que con frecuencia ganan los malos y donde los poderosos lo tienen todo mucho más fácil, en el que te rompen el corazón y te engañan cuando no te destruyen la vida de la forma más injusta e incluso absurda. Los personajes del director se enfrentan siempre al dilema del mal y en sus manos está en contrarrestar ese mal con un bien superior o con la perdición moral. Y la perdición moral en Mizoguchi, se paga. No recuerdo a ningún director que ruede tan bien a los actores llorando y Las hermanas de Gion termina con uno de esos llantos desconsolados con los que terminó tantas de sus películas, ese segundo momento en el que los personajes descubren que el mundo es malo pero no tonto y no se puede jugar con él.

La historia del último crisantemo (1939), la primera gran película de Mizoguchi, es ejemplar en su filmografía. Ambientada en el mundo del teatro tradicional japonés, narra las penalidades que debe sufrir el hijo de un actor famoso que aspira a sustituirlo y al que todo el mundo adula por ser quién es a pesar de su evidente falta de calidad. Acostumbrado a una vida de lujos, el joven intérprete pierde su estatus cuando se fuga con una joven de extracción baja y comienza la larga épica de Mizoguchi, esa lucha que siempre libran sus personajes para restituir la gloria perdida. La lección siempre es que el fracaso puede suceder de forma imprevista e inmediata  y el éxito lleva mucho trabajo, la caída es una metáfora de la crueldad de la existencia y la recuperación de la dificultad del ser humano por convertirse en una verdadera persona. Empezar mal y acabar bien es una forma de optimismo pero el director tampoco oculta los sacrificios, las humillaciones y las renuncias que también implica escoger el camino recto.

Lo vemos de nuevo, a mayor escala, en la extraordinaria Los 47 Ronin (1941), una de las mejores películas de la historia del cine. Reflexión sobre la venganza, en este caso la caída se produce cuando un noble pierde los nervios delante de un difamador poderoso, trata de matarlo y acaba condenado a muerte. Los suyos, liderados por el magnético Oishi (de quien Chojuro Kawarasi ofrece una interpretación majestuosa) se debaten entre la venganza y la restitución legal de su nobleza. Durante cuatro horas, Mizoguchi realiza un drama moral en el que se analizan una a una todas las complejidades de la cuestión hasta llegar a ese espectacular final en el que la idea del sacrificio alcanza su grado más épico. El discurso de Oyshi al final, en el que expone las características de la lealtad y la virtud debería servir como ejemplo a todos los políticos de la historia.

Mizoguchi hace un paréntesis en la épica y conmueve con una serie de películas donde se deja notar con fuerza la huella del neorrealismo. Utamaro y sus cinco mujeres (1946) es un drama pasional ambientado en el mundo de la prostitución en el que el cineasta indaga en la idea de la caída desde la perspectiva de la desilusión amorosa y donde realiza también un manifiesto a favor de la innovación en el arte. Es una película notable pero algo confusa y deshilachada que da paso a la mejor El amor de la actriz Sumako (1947) en la que reincide en su defensa de la vanguardia artística, es un filme bellísimo que narra la relación entre un director de teatro casado en sus 40 y una joven actriz y cómo desafían las convenciones sociales al empezar una nueva vida en común. Homenaje (muy sentido) de Mizoguchi al talento de los actores es un alegato claro contra el conservadurismo y la libertad para vivir nuestra vida de la mejor manera. Conmueve especialmente el retrato de la pureza del amor de los protagonistas y las últimas secuencias, en las que establece un paralelismo entre obras clásicas (entre ellas Carmen) y la devastación de la protagonista poseen verdadera grandeza. A través del personaje masculino, Mizoguchi también realiza una exposición de sus teorías artísticas del arte como búsqueda de la emoción exacta y verdadera, el arte como gran desenmascarador.

Mujeres de la noche (1948) es la más italiana de las películas de Mizoguchi y la protagonista acaba convertida en una réplica de esa Anna Magnani de Mamma Roma de Pasolini. De nuevo dos hermanas, una buena y otra mala, la buena acaba convertida en mala por culpa de la decepción amorosa, y a partir de aquí el director se dedica a hacer un retrato neorrealista de la vida de las prostitutas callejeras con un tono que recuerda a Rossellini. Feminista acérrimo, Mizoguchi privilegió a las mujeres como protagonistas de sus películas y realiza una serie de retratos a favor de los derechos de las mujeres como El retrato de Madame Yuki (1950), La señorita Oyu (1951) y muy especialmente Vida de O'Haru, mujer galante (1952), que le abren las puertas de Occidente definitivamente y a partir de aquí Mizoguchi ya sería un director de fama mundial.

En apenas un par de años, el cineasta realiza sus dos mejores películas, joyas absolutas que forman parte del legado fundamental del arte del siglo XX: Cuentos de la luna pálida (1953) y El intendente Sansho (1954), ambas ganadoras del León de Oro en Venecia. Cuentos... es el filme en el que mejor apreciamos el talento del director para introducirse en los anhelos más profundos del ser humano, Mizoguchi es un genio a la hora de entender qué mueve nuestras acciones, por qué actuamos cómo actuamos, qué soñamos y qué ambicionamos. Es la historia de un comerciante codicioso dispuesto a jugarse la vida por unas monedas de oro que enloquece con su éxito y se deja seducir por una princesa de cuento. A medio camino entre la fábula y la realidad, Cuentos... va más allá de las palabras y es un viaje al inconsciente, una de las poquísimas veces en que el cine ha sabido penetrar en el mundo mágico del espíritu y reflejarlo de una manera tan exquisita que nos sentimos bendecidos después de verla. Es un filme de una sutilidad y delicadeza desarmante en el que Mizoguchi se propone la conquista definitiva de lo sublime y lo logra de forma majestuosa.

El intendente Sansho comienza con otra caída, la de una familia noble que lo pierde todo cuando el pater familias (gobernador) se niega a cumplir órdenes imperiales que perjudican a los campesinos. A partir de aquí, la mujer parte sola con sus dos hijos a su hogar ancestral y por el camino son asaltados, la madre es vendida como prostituta y los hijos como esclavos de un señor feudal tiránico (el Sansho del título). Ambientada en la Edad Media, el filme es un canto casi desesperado de los derechos de los oprimidos contado desde una sensibilidad absoluta que cristaliza en la belleza con que Mizoguchi nos cuenta la evolución del protagonista, que pasa del espanto a la aquiescencia a un heroísmo insospechado. El final, ¡ese final!, del reencuentro en la playa cuando el protagonista se despoja de todos sus honores después de haber hecho lo correcto y con la única intención de estar cerca de los suyos parte el corazón y es la fábula moral más lograda del director, en la que nos cuenta de forma más bella que el corazón y los afectos son mucho más importantes que cualquier honor y distinción. Cuando el héroe dice aquello de "para entender lo que estoy haciendo uno tiene que haber pasado por lo que yo he pasado" toda la poesía de Mizoguchi cobra vida, toda la épica de la lucha por la supervivencia, esa idea del perderse para volver a encontrarse, el viaje como metáfora de una vida que es un camino hacia nosotros mismos.


A partir de aquí, Mizoguchi sigue deslumbrando con retratos femeninos muchas veces centrados en ese mundo de los prostíbulos y las geishas en los que encontraba una verdad que no veía en ambientes más convencionales. La mujer crucificada (1954) narra el enfrentamiento entre una madre y su hija por el mismo hombre en el mundo de los burdeles. Los amantes crucificados (1954) recupera ese tono de leyenda de Cuentos... y narra el romance entre una campesina casada con un rico negociante y uno de sus empleados. Es un filme de un romanticismo desatado (qué maravillosa imagen la del Romeo encerrado en una cabaña como un salvaje) en el que se aborda de una forma muy directa un tema que obsesiona al cineasta, el dinero. El dinero, o más bien su falta, es un asunto constante en toda su obra del que se habla mucho y que mueve muchas de las acciones de los protagonistas o más bien las condiciona, en este caso unas monedas que deciden de forma trágica el destino de unos protagonistas enfrentados a las ataduras de una época en la que el adulterio se pena con la muerte.

Cerramos este breve repaso a la obra de Mizoguchi con dos grandes retratos femeninos. La emperatriz Yang Kwei Fei (1955) narra el ascenso y caída de una bella campesina muy humilde que termina siendo la preferida del emperador. Comienza pareciendo una comedia romántica del estilo Vacaciones en Roma y termina siendo un retrato de la grandeza, la de esa mujer que está muy por encima de sus orígenes y acaba sacrificándose para salvar a su propio país de la ruina. Su último filme, La calle de la vergüenza (1956) es un regreso a sus raíces neorrealistas y a sus queridos prostíbulos mediante el retrato de una serie de mujeres que venden su cuerpo donde vemos muchos de los personajes que ha ido creando a lo largo de su filmografía, desde la prostituta de buen corazón que lucha por el futuro de su hijo a la cínica que trata de aprovecharse de los hombres hasta la joven que prefiere ser meretriz a la mentira a la que obligaban sus raíces burguesas. Con un uso de la música tradicional japonesa vanguardista e innovador (otro clásico suyo) Mizoguchi cierra su filmografía con la mirada de una joven que se dedicará a la prostitución y observa entre aterrada y fascinada el futuro que le espera. En sus manos estará enfrentarse al mal con un mal peor o escoger el más difícil pero más digno camino de la virtud. Como cineasta maniqueo, Mizoguchi nos recuerda que el bien y el mal no son conceptos etéreos, existen.

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