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A la intemperie por J.J. Armas Marcelo

Mariposas amarillas

Las mariposas amarillas con las que sueña J.J. Armas Marcelo le hacen pensar en la novela 'Cien años de soledad' de García Márquez

14 agosto, 2019 11:51

Hace un par de noches soñé, durante largo rato, con mariposas amarillas. Enjambres de mariposas amarillas, bandadas de mariposas amarillas revoloteando en el aire acompasadamente, como si bailaran para mí una música secreta. ¿Y había música en el sueño? Yo no la oía, pero el silencio devolvía un compás musical desconocido que las mariposas seguían con una certidumbre absoluta.

La primera vez que vi un enjambre de mariposas amarillas fue en las páginas de Cien años de soledad. Siempre creía que eran invento verbal de García Márquez, que una vez más había conseguido que el lector "viese" hipnotizado lo que "sólo" estaba leyendo. El poder de ese escritor querido para transmitir a la imaginación del lector el texto que le propone es parte de su realismo mágico y de lo real maravilloso (que, para que se sepa una vez más, no para todo el mundo es lo mismo una cosa que otra), de su talento y de su capacidad genial para crear magia con las palabras. Tal vez, aunque no lo recuerdo bien, alguna de las veces que leí Cien años de soledad escuché, durante el baile persecutorio de las bandadas de las mariposas amarillas, la música casi inaudible de ese mismo compás que vi durante el sueño de hace un par de noches, en este agosto de escritura novelística tan gratificante. Pero aquella imagen literaria de las mariposas amarillas de la novela de García Márquez se me quedó grabada para siempre y me ha acompañado muchos años como uno de los logros más relevantes e inolvidables de la novela.

Ahora, que escribo mi novela sobre la vida de cuatro mujeres, las "cuatro mariposas rojas", me doy cuenta de que, por la razón o sincronicidad que sea, la mariposa blanca que aparece todas las tardes en el jardín de mi casa veraniega en la sierra de Madrid, tiene algo que ver con todo este revuelo de recuerdos y memorias que se mueven sin parar en mi cerebro.

Pero hubo una segunda vez en mi vida en la que vi enjambres de mariposas amarillas, y no fue ni en las páginas de un libro genial lleno de magia ni en el el sueño de una noche de generoso verano. Fue de verdad una mañana, casi mediodía, cuando viajaba en automóvil de Ciudad Victoria y Tampico, Estado de Tamaulipas, México. Es verdad que era verano en España, pero mi casa estaba lejos de Madrid y entonces viajaba por una carretera que, según contaban los guías y amigos que nos acompañaban (entre ellas, la escritora y cómplice mexicana Mónica Lavín) no se podía transitar de noche porque las bandas de narcotraficantes interrumpían el tráfico con una violencia lejos del tino y propia de animales salvajes. Ese mediodía, empero, había una paz total en la carretera, un aire fresco me llegaba a través de la ventanilla abierta del coche y yo viajaba feliz admirando el paisaje. De repente, a esa hora del mediodía, comencé a ver salir bandadas inmensas de mariposas amarillas de los matorrales tupidos de vegetación que crecían a uno y otro lado de la carretera.

Primero pensé que me había quedado adormilado y ahora estaba viendo una ficción imaginativa, pero inmediatamente me di cuenta de que las mariposas amarillas en su revolotear casi delante del coche en el que viajábamos seguían saliendo sin parar del verde de esos matorrales durante kilómetros. Hasta que pensé que era necesario que alguien me explicara cómo era posible que esas miles o millones de hermosos ejemplares de mariposas amarillas se hubieran escapado de las páginas de Cien años de soledad y nos estuvieran regalando su baile, diciendo adiós a Ciudad Victoria y cantando la llegada a Tampico, por cuyo puerto la familia con Memé Rejón, la protagonista de la novela que estoy escribiendo, desembarcaron en México para encontrar su residencia definitiva en esta tierra. El chófer del coche vio mi asombro continuado y sonrió. "Es la hora de salir ellas", me dijo como si tal cosa. "Es la hora de un milagro", le dije yo, literario y con intención. Sucede que este milagro estético era muy normal, natural y clásico, en este territorio durante determinada temporada del año, con lo que la confusión en ese momento llegó a hacerme preguntar si los enjambres de mariposas amarillas que estaba viendo en ese momento eran las mismas que las de Cien años de soledad y García Márquez las había visto miles de veces al viajar en este carretera mexicana llena de violencia por las noches y belleza por el día.

Me quedo, pues, con la duda de qué es producto de qué, o quién inventó a quién, si la literatura fue antes o fue la realidad la que llevó a las tribus inmensas de las mariposas amarillas a la novela de García Márquez. Lo dejo aquí, ahora que estoy entre mariposas, no amarillas aunque sí rojas de color, mientras sigo escribiendo con tesón una novela que me lleva quitando el sueño de cualquier temporada de muchos años para que, por fin, la escriba.

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