Image: Bacon y el dolor de la carne

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Exposiciones

Bacon y el dolor de la carne

Francis Bacon. De Picasso a Velázquez

7 octubre, 2016 02:00

Tres estudios de figuras sobre camas, 1972

Museo Guggenheim. Avenida Abandoibarra, 2. Bilbao. Patrocinada por Iberdrola. Hasta el 8 de enero.

Los músicos suelen hacer siempre un guiño a la ciudad en la que dan cada concierto y parece que Martin Harrison, comisario de la exposición de Francis Bacon que presenta el Guggenheim, como arranque de la temporada, se hubiera visto tentado a hacer lo mismo. La muestra que en verano se pudo ver el Grimaldi Forum de Mónaco bajo el título Bacon, Mónaco y la cultura francesa, aparece aquí, en otoño, travestida en Francis Bacon: de Picasso a Velázquez.

Vale que a este respecto Picasso sirva lo mismo para un roto que un descosido, que mientras los franceses lo consideran un pintor propio (y no sin argumentos), aquí insistimos en que renegó del franquismo, no de su país natal. Por lo demás, todo es cuestión de contexto, que aquí ha sido recreado añadiendo a las piezas ya incluidas originalmente otras de las pintura clásica española, que han prestado desde el cercano Bellas Artes de Bilbao al Prado, y aparecen "salpicadas" a lo largo de la exposición. No siempre con acierto, hay que decirlo.

Al final, la cosa no pasa de la mera curiosidad, aunque no deja de tener un cierto gustillo oportunista. Si en Mónaco el discurso comenzaba por los autores que habían influenciado al primer Bacon: Toulouse Lautrec, Braque, Leger, aquí esa búsqueda de influencias se centra en Picasso. "Picasso abrió la puerta a todos esos sistemas nuevos. Yo he tratado de poner el pie en la puerta para que no se cerrara", dijo el pintor británico a Francis Giacobetti en una de sus entrevistas. Y está claro que la ruptura picassiana de las normas lingüísticas a las que el formalismo pretendía reducir la pintura es una influencia directa en la obra de Bacon. No sólo en la evidente After Picasso, La Dance (1933) que es una reinterpretación de Les trois danseuses (1925), el cuadro que Picasso pintó en memoria de su amigo Ramón Pichot. Los rostros deformados, vistos desde diferentes puntos a la vez, tienen tanto la impronta del pintor malagueño como ecos de la terrible colección de fotografías que Ernst Friedrich recopiló para su Anti Kriegs Museum de Berlín.

Bacon: Composición (Figura), 1933. A la derecha, Picasso: Composición (Figura femenina en la playa), 1927

Pero lo que en Picasso es consciente ruptura de la sintaxis visual, en Bacon se transforma en expresión de una psique contradictoria y atormentada. A lo largo de su vida, Bacon fue elaborando una cuidada construcción de sí mismo como artista y como persona. No sólo a través de sus cuadros sino en las conversaciones que mantenía con críticos e historiadores y que él sabía que estaban destinadas a ser publicadas. Dos son las obsesiones que marcan ese proceso: la huida de lo "narrativo" en su pintura, y la relación entre éstos y su vida privada, a pesar de lo evidente que ésta resulta. De entre lo "manifestado" podemos destacar, pues es el eje de la exposición, la admiración que tiene Bacon por la pintura clásica española, tanto en lo formal como en su trasfondo ideológico. No podemos olvidar que el Barroco del sur de Europa es todo un programa visual en respuesta al cisma luterano. Sobre lo "no manifestado", al menos verbalmente, sólo podemos hacer conjeturas. Bacon era alguien tan impoluto en su presencia como atormentado en su interior. Su vida sentimental fue compleja, y vivida con una intensidad fuera de lo común; marcada por su homosexualidad, motivo por el que su padre lo expulsó de casa muy joven, y el hecho de que dicha condición sexual fuera considerada entonces un delito.

Gran parte de estas cuestiones, planteadas no desde lo autobiográfico sino desde la misma condición humana, forman los temas de su obra y explican ese interés, entre otras cuestiones, por la pintura española. Tanto sus crucifixiones como las distintas variaciones del retrato del Papa Inocencio X de Velázquez. Lo que le interesa no es el clasicismo, la luz o la forma, sino cuestiones mucho más vagas y abstractas, como el poder, la soledad, la violencia y el cuerpo entendido como continente del ser humano, pero al mismo tiempo como materia, como carne. Esa idea del cuerpo como carne, como contenedor abierto y destruido hasta reducirse a simple materia, la carne, puede verse en sus distintos Estudios para una crucifixión.

Bacon: Estudio según Velázquez, 1950. A la derecha, Velázquez: El bufón, el primo, 1644

No cabe sospecha de que Bacon fuera una persona religiosa, pero la crucifixión, una de las ideas claves de la religión católica, es la descripción visual de una tortura mortal de crueldad extrema. Y es en esa idea de la tortura, la violencia, donde Bacon encuentra una de las cuestiones centrales de su pintura: la abyección. El sentimiento de abyección está ya en esa Furia (1944) que describe un ser de cuerpo informe y una cabeza con boca semihumana, que lanza un alarido inaudible para nosotros. En Tres estudios para una crucifixión (1962), la pieza que se adivina al fondo de las salas al acceder a la exposición, el cuerpo abierto en canal, reducido a la materialidad de la carne, es una constante en los tres lienzos del conjunto. Están, por otra parte, los estudios del cuadro de Velázquez, donde Bacon introduce una de las cuestiones fundamentales de su pintura: la reproducción de imágenes. El trabajar en base a fotografías y no a la percepción del mundo. En sus conversaciones con David Sylvester, Bacon diferencia la función de la pintura y la fotografía. En la pintura clásica, dice, queda siempre un resto religioso. La fotografía, en cambio "no es una figuración de lo que se ve: es el modo en que el hombre moderno ve". El viejo mito del lienzo en blanco sería un error. La pintura moderna estaría asediada por imágenes, clichés, estereotipos visuales. Todo lo que conforma la cultura visual contemporánea.

Bacon se negó a ver el cuadro original de Velázquez y lo reprodujo siempre a partir de fotografías, introduciendo en el rostro del Papa otro que siempre le impresionó: el primer plano del grito de la anciana en la escena de las escaleras de El acorazado Potemkin, de Eisenstein. Tampoco utilizó el posado en ninguno de los retratos que cierran la exposición, hechos siempre a partir de imágenes tomadas de los medios o encargadas a fotógrafos. Las vitrinas que muestran los objetos encontrados en su estudio dan idea de un caos visual y material de recortes de periódico, planchas de contactos, fotos retocadas, que contrasta fuertemente con la pureza de sus cuadros.