Exposiciones

El paisaje deslocalizado

Roma. Naturaleza e Ideal (Paisajes 1600-1650)

8 julio, 2011 02:00

Poussin: Paisaje con los funerales de Foción, 1648

Museo del Prado. Paseo del Prado s/n. Madrid. Hasta el 25 de septiembre.

Viene del Grand Palais y ha sido coproducida por el Museo del Louvre. Con 120 obras, Roma. Naturaleza e ideal recorre la formulación del paisaje clasicista, y sus derivas, en la capital artística de la Edad Moderna. El Museo del Prado pone en contexto su importante colección de obras de Poussin y de Lorena, procedentes del Buen Retiro.

La semana pasada se inauguró en la Dulwich Picture Gallery Twombly and Poussin: Arcadian Painters, muestra con la que este museo británico conmemora su bicentenario. ¿Qué pueden tener estos artistas en común? Ambos, a la edad de 30 años -aunque con una diferencia de más de tres siglos-, se instalaron en Roma y desde allí ejercieron una notable influencia sobre el arte de su tiempo. Que hoy sigamos hablando de lo arcádico es consecuencia del intenso y perdurable efecto que tuvo en la historia del arte el episodio que estudia la excelente exposición que a partir de esta semana puede verse en el Museo del Prado. A pesar de algunas tentativas previas, aisladas, sólo en el siglo XIX comenzó la representación de la naturaleza a liberarse de las rígidas reglas, los convencionalismos impuestos por la teoría y la práctica generadas en Roma entre finales del siglo XVI y mediados del XVII.

Nicolas Poussin encarna, en el seguimiento que se hace del desarrollo del género en la que fue capital mundial del arte, la culminación de 50 años de aportaciones que desembocan en esta formulación perfecta del paisaje clasicista. Confluían nuevas ideas filosóficas y teológicas que conducían a una valoración más positiva de la naturaleza; formas de ocio que introducían el jardín o la villa campestre en la vida cortesana, intelectual y creativa -en España es muy significativa la construcción y la decoración del Palacio del Buen Retiro, que tiene un papel muy relevante en la muestra-; un coleccionismo creciente, no sólo aristocrático sino también de clase media, interesado por estos temas y espoleado por el éxito de los paisajistas flamencos, de Patinir en adelante; y, ante todo, una densa concentración de artistas, atraídos por ese mercado en auge y la posibilidad de ganar fama universal que, en palabras del comisario general en Madrid, Andrés Úbeda, hace de Roma un laboratorio artístico. Una meca a la que, como muestra el mapa que abre el recorrido, peregrinaban pintores de diversos países europeos y a la que trasladaban tradiciones y novedades representativas.

La exposición se basa en las investigaciones de Francesca Cappelletti, Patrizia Cavazzini y Silvia Ginzburg, que han seleccionado las pinturas y los dibujos que la integran. Encontramos aquí grandes figuras, como Carracci, Domenichino, Gentileschi, Paul Bril, Claudio de Lorena, Salvator Rosa o nuestro Velázquez, pero también otras menos conocidas, en las que se ha buscado siempre la mayor calidad. Con excepción de cinco o seis obras que no están a la altura de la ocasión, el conjunto responde a ese deseo. El montaje sigue un orden cronológico, intercalando obras de artistas de diversa procedencia, con la intención de mostrar las deudas estilísticas y las asociaciones formales. Desde la llegada a Roma de Annibale Carracci en 1595 al triunfo de Poussin vamos observando cómo los pintores se atreven a arrinconar o minimizar, literalmente, los temas mitológicos o religiosos que les ofrecían justificación para practicar este género todavía entonces considerado como "menor". No vemos en ningún caso, salvo en algunos dibujos del natural, paisajes reales. Son construcciones con base geométrica de elementos más o menos artificiosos, según los pintores; observados, inventados o imitados de otros. Y son paisajes, digamos, "deslocalizados". Lo mismo da que la historia bíblica o mítica narrada nos sitúe en Egipto, en Palestina, en Grecia o en Turquía... la recreación del entorno natural en el que tiene lugar se hace sin tener en cuenta la realidad geográfica y botánica. Cierto es que esas tierras formaban entonces parte del Imperio Otomano lo que, a pesar de las relaciones comerciales, no facilitaba su conocimiento directo. Pero ocurría principalmente que ni los pintores ni sus clientes tenían ningún deseo o necesidad de ver otros mundos. El no-lugar a representar era el locus amoenus, un ideal literario universal -hablamos siempre de la cultura occidental, claro-. No es de extrañar, por tanto, que el arte ignorara por completo otros "edenes", los del Nuevo Mundo, a pesar del peso económico y geopolítico que tuvo en el reparto de poder en Europa.

Ese era el mainstream en Roma y su área de influencia. Pero hoy, aun valorando la excelencia de los referentes artísticos principales, encontramos más atrayente precisamente lo que se alejaba de la norma. Y esta exposición tiene el mérito de mostrar algunas de esas derivas. Tenemos los efectos atmosféricos de Elsheimer, las austeras vistas de Roma de Goffredo Wals, la originalidad compositiva de Leonaert Bramer, las tenebrosidades de Pietro da Cortona, el pre-romanticismo de Salvator Rosa o incluso un inesperado naturalismo en un pequeño cuadro de Claudio de Lorena, quien comparte con Poussin el más alto escalafón en el género. Ese prestigio hizo que ambos tuvieran un lugar privilegiado en la galería de paisajes del Buen Retiro, en la que, según los estudios de Úbeda, hubo al menos 41 pinturas, encargadas en Flandes y en Roma. Los requerimientos especiales del proyecto -grandes formatos y programa iconológico prefijados- hicieron que estos cuadros sean únicos en su producción. Velázquez conoció bien estos modelos, tanto en el Buen Retiro como en Roma, que visitó en dos ocasiones, pero su respuesta es tan inesperada como la que dio a otros géneros. Los dos pequeños óleos del jardín de Villa Medicis -se expone uno- no son paisajes a la flamenca ni a la italiana. No son clasicistas ni anecdóticos como los del norte de Europa. Parecen hechos au plain-air y los personajes son contemporáneos. También es bien raro el paisaje de su yerno, Martínez del Mazo. ¿Cómo hubiera sido una hipotética escuela española de paisaje? Imposible saberlo; aquí no interesó gran cosa ni a pintores ni a coleccionistas.