Image: Marte no entiende nada

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Arte internacional

Marte no entiende nada

Martian Museum of Terrestrial Art

20 marzo, 2008 01:00

Sherrie Levine: Fountain: 5, 1996. A la izquierda, Douglas Gordon: Self-portrait as Kurt Cobain, as Andy Warhol, as..., 1996

Barbican Art Gallery. Silk Street. Londres. Hasta el 18 de mayo.

Arte contemporáneo a través de los ojos de un extraterrestre. Es el Museo Marciano que se ha instalado en el Barbican Center de Londres y que ha transformado su sala de exposiciones en un museo imaginario cuya misión es interpretar y entender el arte de hoy.

El Martian Museum of Terrestrial Art (Museo Marciano de Arte Terrícola) ha abierto sus puertas en un Barbican Center decorado a lo marciano, con unas tiras metálicas de color cobrizo cubriendo suelos y paredes, un tipo de decoración que podría responder a alguna modalidad de feng shui alienígena o a un intento de conectar visualmente las diversas obras y temas: un traje espacial de fieltro en una esquina, una salchicha en una vitrina, un cuadro con la figura de George Bush tocado con sombrero tejano pintado a la manera de Pollock. En fin: ese tipo de exposición.

Como sabemos, los marcianos son de un intenso color verde a juego con las tapas del catálogo de la muestra, que a su vez finge ser el Volumen VIII de la Enciclopedia de la Vida Terrestre. Por suerte, no se ha obligado a los vigilantes de la galería a vestirse de marcianos, aunque sí hay un tour explicativo impartido por un guía que finge ser originario del planeta rojo. La ocurrencia podría terminar ahí, pero no; los marcianos se embarcan en un intento de comprensión del arte humano poniendo a sus antropólogos y comentaristas culturales a trabajar en una sesuda revisión del tema.

Se nos dice que una talla de Barbara Hepworth, Icon, de 1958, "recuerda muchísimo los rasgos faciales tan característicos de los habitantes de Delta de Casiopea. Algo que podría no deberse sólo a la casualidad si tenemos en cuenta la presencia de un agente casiopeo para realizar trabajo de campo en un tiempo más o menos coincidente con la visita que la escultora efectuó a Grecia en los años cincuenta". Todo un poquito forzado. Los marcianos se muestran desconcertados ante la cazuela de mejillones de Broodthaers, abrumados por la bota de lluvia de Richard Wentworth y confusos ante el vídeo de Jim Shaw sobre un rito iniciático masón. Tenemos, pues, historias reales y realidades fingidas, ficciones dentro de ficciones.

Pero no podemos sino preguntarnos qué es lo que ha llevado a los marcianos a ocuparse de un fragmento tan reducido de la cultura humana. Podrían haber dirigido su atención a las esculturas de hielo que los esquimales hacen con sierras mecánicas, o a un piercing maorí o a los acrílicos tradicionales de los aborígenes australianos. En lugar de ello, se centran en el ultimísimo arte occidental, atiborrando su museo con obras de grandes nombres: Beuys, Klein, Abramovic, Hirst... Hay un contrabajo con alas que fue utilizado en su momento en una performance de Fluxus, unos martirizados peluches (unos de Mike Kelley, otros de Annette Messager), un bote de plástico que en su día William Burroughs usó para guardar su metadona, una polaroid de Richard Hamilton con lo que parece su pilila fuera… Pero, ¿qué van a pensar los marcianos de nosotros?

A juzgar por lo que vemos, los habitantes de Marte son ciegos a la pintura, inmunes a la instalación, insensibles al arte religioso, pareciendo contentarse con el equivalente de las cuentas y baratijas que los misioneros solían ofrecer para adquirir derechos ilimitados sobre tierras vírgenes y la servidumbre a perpetuidad de los nativos. El Museo Marciano está lleno de cachivaches y trofeos: un cerdo disecado tatuado con personajes de La Sirenita, una lata con la caca de Piero Manzoni, un collar hecho a base de colillas… Podemos imaginarnos las risitas de los marchantes de Urano ante el indiscutible timo sufrido por los alienígenas.

Dicho lo cual, resulta todo de lo más divertido: ni el orinal de Duchamp es el auténtico, sino una copia bañada en oro realizada por Sherrie Levine, ni las fotografías de Cindy Sherman son obra de Cindy. ¿Quién iba a imaginarse que el arte apropiacionista de los ochenta iba a calar tan hondo entre esta panda de intelectualillos alienígenas? Habríamos pensado que se sentirían más atraídos por algún tipo de expresión de systems art más cerebral y lógica, o por un constructivismo de apariencia futurista, o, dado que vienen de un planeta en el que todo es geología, por un Richard Long o dos (aunque puede que de eso tengan en casa).

Y, aunque en el Museo Marciano abundan esos chismes totémicos y raros que a los artistas tanto les gusta hacer -una deidad de cabeza puntiaguda de Keith Tyson, la absurda nave espacial neumática de Yves Klein, una bandeja con muestras de sangre de poetas, bailarines y músicos- sobran en él gags y parodias y se echan de menos contenidos verdaderamente serios.

Hay aquí referencias que nos remiten al gabinete de curiosidades surrealistas y al museo etnográfico; pero también a la última y espantosa Documenta, con sus mezcolanzas, con su arte-decoración bueno y malo. Los comisarios pretenden confrontarnos con un espejo de ciencia ficción de nosotros mismos. La intención es buena pero con un resultado algo torpe y más pendiente de entretener que de convencer. Falta compromiso con los conflictos presentes en la cultura humana justo cuando comenzamos a tener conciencia de que el planeta está al borde de la catástrofe ecológica. No hay indicación alguna de que, seguramente, acabaremos como Marte.

El Museo Marciano busca abducirnos y sacarnos de nuestros habituales ángulos de visión para ayudarnos a contemplar nuestro mundo desde fuera. Pero eso ya lo hizo con eficacia la mejor ciencia ficción de JG Ballard (que llegó a inventarse museos y colecciones imaginarios) y es lo que los artistas intentan tantas veces conseguir también: que miremos el mundo de otra manera. Pero la visión marciana de las cosas resulta ser limitada. Aunque puede que el problema sean los humanos bajo sus órdenes. Son muchos los terrestres -críticos y comisarios incluidos- que muestran el mismo conflicto con el arte que el alienígena. Sin ir más lejos, no me importa admitir que no tengo ni idea de qué es exactamente eso del arte: sé que se llama arte, pero eso no basta. Y decidir qué arte es bueno y cuál no lo es resulta incluso más peliagudo.

El arte cumple diversas funciones. Nos peleamos por él, lo usamos como proyectil lanzándonoslo unos a otros a la cabeza y lo imponemos a la fuerza en lugares para los que no fue creado. Se supone que es un elemento capital para las culturas humanas pero simula con frecuencia ser algo marginal, inclasificable y hasta inútil. El cómo nos relacionamos con él es difícil, y esa dificultad, ese carácter resbaladizo es parte del asunto. ¿Cómo vamos a extrañarnos de que a las pobres mentes marcianas les resulte tan complicado?