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Arquitectura

Jean Prouvé, la fábrica de Vulcano

Fue un diseñador y empresario del metal, incapaz de separar su oficio de lo socialmente responsable. 'El universo de Jean Prouvé', en CaixaForum Madrid, recorre sus trabajos fundamentales

4 marzo, 2021 01:48
Enrique Encabo Inmaculada Maluenda

Ni artista, como su padre, ni arquitecto, como su hermano o su hijo; Jean Prouvé (París, 1901 - Nancy, 1984) se gustaba proletario: “soy un herrero, un hombre de fábrica”. Es evidente que le incomodaba encasillarse, pero más aún que la arquitectura y el diseño del siglo XX no hubiesen sido los mismos sin él. Firme defensor del trabajo en equipo, catalizó en compañía de otros proyectos de toda laya, desde aparadores con Charlotte Perriand a la sede del Partido Comunista Francés con Oscar Niemeyer (1965). En primera persona, sin embargo, sus ambiciones fueron más concretas: casas para todos.
Artesano entre dos mundos, Prouvé propulsó al futuro los metales de la ingeniería del siglo XIX y del virtuoso Art Nouveau, representado por la Escuela de Nancy a la que pertenecía su padre Victor. Allí abrió una forja en 1924 para saltar, acto seguido, a la escena parisiense. Descubriría muy pronto que las barandillas, portalones y cabinas de ascensor -para arquitectos tan notables como Robert Mallet-Stevens- no le bastaban: necesitaba trascender al edificio.

Como siempre defendió, la forma sin factura no era nada, así que al modernizar sus herramientas también avanzó su estética hacia un funcionalismo espartano. Se compró una plegadora y aprendió a rigidizar láminas de metal con su doblez, sin más material que el imprescindible. De tales economías brotaron sus primeros muebles, aunque la oportunidad de la construcción total no se le presentó hasta 1936, en una de sus colaboraciones con los arquitectos Eugène Beaudouin y Marcel Lods. En el aeroclub Roland Garros de Buc, Prouvé diseñó y ejecutó todas sus piezas, estructura incluida, en sólo tres meses. Y las montó en dos semanas.

Artesano entre dos mundos, Prouvé propulsó al futuro los metales de la ingeniería del siglo XIX y del virtuoso Art Nouveau

En su siguiente obra con la pareja, la sala polivalente y el mercado de la Casa del Pueblo de Clichy (1939, aún en pie), corrigió y aumentó esos logros al plantear un ingenioso sistema de tabiques móviles y, en su fachada, uno de los primeros muros cortina de la historia. El mismo año y con los mismos socios, aplicó esos conocimientos al habitar. En el refugio metálico de fin de semana BLPS logró pasar a primera línea (P de Prouvé, claro). Tres metros de lado, 1.500 kilos y montaje en 2 horas; una semilla rápida y ligera que duraría para siempre.

Si Citroën podía sacar el 2 CV, un coche frugal y asequible, ¿por qué no hacer lo mismo en vivienda? “No deberíamos decir casas prefabricadas, sino fabricadas, porque ya no se trata únicamente de ensamblar elementos, sino de montar la casa sin hacer nada en obra”. Al abrir su factoría en Maxéville en 1946, Prouvé afrontó el reto de hacer hogares desde la industria, impostergable tras los estragos de la II Guerra Mundial. En ese barrio del norte de Nancy impuso un régimen laboral solidario, con vacaciones pagadas y reparto de acciones. A cambio, sometía a su equipo a un proceso exigente, contrario a lo habitual: primero el prototipo y luego, si acaso, los dibujos de producción. Hiciesen sillas o casas, tanto daba, todo debía testarse en la realidad y en su presencia; “uno debe estar siempre en el tajo”. Curiosamente, en los montajes de su casa temporal de vacaciones en Carnac, de 1946, y de su hogar familiar en Nancy, ya en 1954, la que estuvo en el tajo fue su mujer; él siguió las obras a distancia.

Pórticos y ‘cáscaras’

Visto ese detallismo, el milagro productivo de Maxéville solo puede explicarse por su taxonómica aproximación al proyecto. Poco amigo de la especulación gratuita, Prouvé clasificaba sus soluciones en un número muy reducido de tipos que adaptaba a cada ocasión. En estos primeros años destacan cuatro. El primero, el pórtico axial, venía de antes y experimentó no menos de 18 transformaciones: desde las patas de columpio para unas escuelas con Le Corbusier y Pierre Jeanneret (1939) hasta el marco con jambas apuntadas de sus bungalows tropicales o las viviendas experimentales de Meudon (1949-1950). A este se sumaron, a partir de 1948, los carenados en bóveda (la cáscara), las fusiones entre el soporte y la viga (la muleta) o el uso de bloques prefabricados de instalaciones y servicios (el núcleo central).

Clasificaba sus soluciones en un número reducido de tiposque adaptaba a cada ocasión, como las ‘cáscaras’ de la Casa Coque

Aunque lo intentó, la falta de un gran encargo le impidió despegar comercialmente. Aún así, la fábrica despertó el interés de Aluminium Français, que compró participaciones y empezó a interferir en el proceso. Prouvé se alejó de los talleres en 1952 –“sepan que he muerto”–, pero tuvo tiempo de producir trabajos tan extraordinarios como el Pabellón del Centenario del Aluminio en París (1954), una sintética nave de chapa y vidrio precursora del high-tech.

El 1 de enero de 1956 abandonó definitivamente Maxéville para transformarse en consultor. Como prefería adaptar la industria a la obra y no al revés, se hizo muy popular entre profesionales que buscaban materializar sus proyectos. A veces, de manera contraproducente: la brillantez de su fachada en la Square Mozart de París (1954) o de la estructura de la nave de bebidas en Evian (1956) relegó a sus respectivos proyectistas –Mirabeau y Novarina– a un segundo plano. De estar a la altura, eso sí, acababan en la enciclopedia, caso de la Universidad Libre de Berlín con Candilis, Josic, Woods y Schiedhelm (1974): mitad ciudad, mitad edificio. Como demuestran esas colaboraciones o su docencia en el Conservatorio Nacional de Artes y Oficios de París (1953-1970), el fatalismo de Prouvé debería considerarse exagerado; más que fenecer, se había vuelto transitivo.

Generoso ya lo era. El 15 de julio de 1971 se hizo un silencio sepulcral al conocer el nombre de los ganadores del concurso del Centre Pompidou: “Piano & Rogers… con Ove Arup”. Suspiro de alivio: la ingeniería había resuelto las velas de la ópera de Sídney. “Gracias a Dios que teníamos razón”, dijo alguien. Mejor dárselas al presidente del jurado, Jean Prouvé, quien impulsó el proyecto –antes y después del fallo– como experto aleador de la solidaridad y la técnica. “Arquitecto o ingeniero, ¿qué más da? La construcción es lo que importa”. Bien que lo demostró.